miércoles, 15 de enero de 2020

UNA LECCIÓN DE ÉTICA



Imre Kertèsz, judío húngaro sobreviviente al Campo de Auschwitz y Premio Nobel de Literatura, en uno de los artículos que conforman su libro Un instante de silencio en el paredón (Editorial Herder, 2002) confesaba su extrañeza ante la firme renuencia de ‘los negacionistas del holocausto’ a admitir la existencia del mismo, proclamando, a continuación, que, muy al contrario, deberían mejor sentirse orgullosos de reconocerlo, dado que la matanza de judíos fue lo único que los nazis supieron “culminar” de manera más o menos exitosa y la misma formaba parte consustancial de su programa.



Cabría pensar muchas cosas al respecto, por ejemplo, pero más por ser uno misericordioso con todos que por comulgar con esa macabra interpretación (en la cual deberíamos incluir que la ”solución final de la cuestión judía –Endlösung der Judenfrage– está todavía pendiente en el pensamiento neo-nazi), que a los negacionistas les queda un ‘algo’ de conciencia o de humana vergüenza a la hora de poder ‘justificar’ uno de los crímenes más horrendos de la Humanidad.



Esa misma poca conciencia o ese mínimo gesto de vergüenza que, trasladándonos de contexto, no han dudado en arrojar por la borda los entrenadores del Real Madrid, Zinedine Zidane, y del Atlético de Madrid, Diego Simeone, a la hora de enjuiciar la acción de un jugador madridista (Valverde) en la jugada que presumiblemente podía suponer la derrota de su equipo en la Supercopa de España [que esta vez tuvo descarados tintes colonialistas]. “Hizo lo que tenía que hacer”, comentaron ambos al final del encuentro y luego de, como pudo verse en la retransmisión televisiva, felicitar al ‘culpable’ a su salida del campo como al ‘héroe del partido’. Poco importa que se trate de un juego y que recurrir al ‘no juego’ en el transcurso del mismo suponga su más absoluta negación, resultando motivo suficiente para darlo por finalizado en ese preciso momento. Pero, claro, la cuestión verdadera está en que el fútbol, tal y como hoy se juega, no es un juego, sino la representación espectacular de una contienda entre larvados enemigos irreconciliables, para la cual no cabe otra ‘solución final’ que una victoria que haga aún más visible la derrota del otro. Toda una manifestación del entendimiento fascista (diría Rafael Sánchez Ferlosio) del deporte, del juego y, lo más grave y relevante, de la misma vida, que, aun a riesgo de resultar redundante, no está que dejemos de jugarnos en alabanza y loa de la ‘idea’ a cuya abstracción nos debemos, y hasta mostrar gusto en ello.



Un gran lección de ética, sin duda, aunque también nos quepa pensar a algunos que el trofeo bien pudo quedar desierto, cuando ninguno de los participantes demostró méritos para obtenerlo, porque, claro, decir que lo justo habría sido compartirlo, no deja de ser un memez de pusilánimes fuera de juego. 

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