Imre Kertèsz, judío húngaro
sobreviviente al Campo de Auschwitz y Premio Nobel de Literatura, en uno de los
artículos que conforman su libro Un
instante de silencio en el paredón (Editorial Herder, 2002) confesaba su
extrañeza ante la firme renuencia de ‘los negacionistas del holocausto’ a
admitir la existencia del mismo, proclamando, a continuación, que, muy al contrario,
deberían mejor sentirse orgullosos de reconocerlo, dado que la matanza de
judíos fue lo único que los nazis supieron “culminar” de manera más o menos
exitosa y la misma formaba parte consustancial de su programa.
Cabría pensar muchas cosas al
respecto, por ejemplo, pero más por ser uno misericordioso con todos que por
comulgar con esa macabra interpretación (en la cual deberíamos incluir que la
”solución final de la cuestión judía –Endlösung der Judenfrage– está todavía
pendiente en el pensamiento neo-nazi), que a los negacionistas les queda un
‘algo’ de conciencia o de humana vergüenza a la hora de poder ‘justificar’ uno
de los crímenes más horrendos de la Humanidad.
Esa misma poca conciencia o
ese mínimo gesto de vergüenza que, trasladándonos de contexto, no han dudado en
arrojar por la borda los entrenadores del Real Madrid, Zinedine Zidane, y del
Atlético de Madrid, Diego Simeone, a la hora de enjuiciar la acción de un
jugador madridista (Valverde) en la jugada que presumiblemente podía suponer la
derrota de su equipo en la Supercopa de España [que esta vez tuvo descarados
tintes colonialistas]. “Hizo lo que tenía que hacer”, comentaron ambos al final
del encuentro y luego de, como pudo verse en la retransmisión televisiva,
felicitar al ‘culpable’ a su salida del campo como al ‘héroe del partido’. Poco
importa que se trate de un juego y que recurrir al ‘no juego’ en el transcurso
del mismo suponga su más absoluta negación, resultando motivo suficiente para
darlo por finalizado en ese preciso momento. Pero, claro, la cuestión verdadera
está en que el fútbol, tal y como hoy se juega, no es un juego, sino la
representación espectacular de una contienda entre larvados enemigos irreconciliables,
para la cual no cabe otra ‘solución final’ que una victoria que haga aún más
visible la derrota del otro. Toda una manifestación del entendimiento fascista (diría
Rafael Sánchez Ferlosio) del deporte, del juego y, lo más grave y relevante, de
la misma vida, que, aun a riesgo de resultar redundante, no está que dejemos de
jugarnos en alabanza y loa de la ‘idea’ a cuya abstracción nos debemos, y hasta
mostrar gusto en ello.
Un gran lección de ética, sin
duda, aunque también nos quepa pensar a algunos que el trofeo bien pudo quedar
desierto, cuando ninguno de los participantes demostró méritos para obtenerlo,
porque, claro, decir que lo justo habría sido compartirlo, no deja de ser un memez
de pusilánimes fuera de juego.
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