miércoles, 30 de enero de 2013

SIN TÍTULO



Ayer tarde –acaso porque ayer era el día de los inocentes- P.S. me libró, por fin, acceso a su Biblioteca. Conozco a P.S. desde nuestros años de bachillerato en el Instituto San Isidro de la madrileña calle de Toledo, y hoy nos queda un paso para la jubilación forzosa. Sin embargo, tan extendida amistad –con altibajos que duraron años- así como el hecho cierto de que a los dos nos provocan los libros desde siempre, no fueron razones suficientes para que P.S. me permitiera entrar en su Biblioteca hasta ayer mismo, casi cincuenta años después de, por casualidad, nos tropezáramos en la Librería de la desaparecida Galerías Preciados persiguiendo la adquisición, cada uno por su lado, de Paz en la guerra de don Miguel de Unamuno.

No debo pasar por alto que aquel remoto día peleamos –sí, peleamos sin llegar a las manos- por quién se quedaba con el único ejemplar de Paz en la guerra disponible en la Librería. Una pieza sin valor, sobra decirlo, de la colección Austral, accesible a nuestros bolsillos. No recuerdo cuál de los dos se llevó el gato al agua, cuanto menos me interesa rememorar ahora el resultado de aquella contienda incruenta. La verdad, ni siquiera Unamuno me interesa hoy día. A la vejez, don Miguel resulta de un impertinente insufrible. Pero si les cuento esta añosa anécdota es porque en ella puede esconderse la causa de la firme posición de P.S. respecto a impedirme el paso a su dichosa Biblioteca. Si, en la ocasión, salí yo victorioso, acaso P.S. nunca me lo haya perdonado. Y sí, por el contrario, el vencedor fue él, quién sabe si ha vivido temiendo mi venganza en el robo del libro en cuestión. Ese ejemplar que, a la postre, tanto nos ha unido como nos ha mantenido a la apropiada distancia entre dos coleccionistas envidiosos.

Pero ayer tarde, ya les dije, sin venir muy a cuento, P.S. aparcó sus temores –déjenme suponer mi derrota- y me abrió el paso al territorio hasta entonces para mí prohibido.

Intenté, nada más oírselo decir: Vale, ya va siendo hora de que te deje entrar –me dijo de forma tan obstusa para cualquiera como comprensible para mí. Intenté, repito, lo primero, explicarme su cambio de actitud; pero nada me iluminaba. Hacía tiempo que se rumoreaba en ‘el mundillo’ que P.S. se había pasado al libro digital. A mí esto me resultaba increíble, más enseguida se me vino a la cabeza y raudo cavilé si no iba a ser verdad semejante disparate y lo que P.S. me mostrase a continuación fuera uno de esos terribles ebook donde, supuestamente, caben cinco, diez, veinte mil libros, la mismísima Biblioteca Nacional de la que P.S. se había adueñado de modo virtual y de la cual, por extraño que a mí me pareciera, se sentía tan orgulloso como si se tratase de algo apilable, así los libros ciertos.

No podía ser verdad y, de momento, no lo era, pues tal como me acababa de prometer, cumplió su palabra. Me llevó a su casa y me metió en su Biblioteca.

¡Qué espanto, madre mía! –exclamé nada más cruzar la puerta. En lo que era la famosa Biblioteca de P.S., en efecto, había montañas de libros; miles de ciberlibros idénticos, negros y aplastados, que, uno a uno, P.S. me fue diferenciando como sólo un padre se siente capaz de identificar a sus mellizos. Este es una primera edición de La Divina Comedia. Este, Los detectives salvajes. Este Usos del diccionario. Aquel, las Cañadas de Soria. Mira, aquí tengo un incunable. Lo enchufó y, ciertamente, por algún extraño fenómeno ocurrido en el ciberespacio, las páginas del libro se habían borrado.

viernes, 25 de enero de 2013

Simple como el encuentro fortuito de la ginebra y la tónica



La propiedad privada no comienza, según pensaba Proudhon, con el robo, sino con el trato de toda la propiedad común como si fuera la posesión privada del rey, cuya vida y cuyo bienestar se identificaban con los de la comunidad. La propiedad era una prolongación y una ampliación de su personalidad, como representante único de la totalidad colectiva. Pero una vez aceptada esta pretensión, por primera vez podría enajenarse la propiedad, esto es, separarla de la comunidad por regalo individual del rey.

La separación y división de la propiedad comenzó con el otorgamiento de dádivas por parte de los gobernantes absolutos a sus compañeros de la nobleza, sus allegados y sus servidores, en recompensa por los servicios prestados.
Lewis Mumford. La ciudad en la historia. (pepitas de calabaza ed.) O sea, la cosa viene de antiguo. De los tiempos de Hammurabi o Mari Castaña. Pero, basta cambiar rey por Estado, dádiva por privatización, totalidad colectiva por mayoría absoluta, y otras cuantas palabras al gusto de cada uno, para que la situación nos resulte harto conocida y sepamos de qué se está hablando hoy cuando nos hablan de liberalismo, de mercado: zarandajas de mercachifles.

Mexan por nós e din que chove.

miércoles, 23 de enero de 2013

El mito de Sísifo



Sísifo está sentenciado –ya es inquina- a subir la montaña con la piedra a cuestas. Pero no es así porque la montaña sea muy alta –su pico lo cubran las nubes- por lo que jamás acaba de cumplir su condena. No. La montaña es normalita. Incluso yo diría: más bien ridícula, visible en su totalidad desde cualquier punta y desde todas las distancias, para que, por a la vista de todos, sirva de ejemplo a los desocupados que en su abulia sean capaces de pergeñar malos pensamientos.

Si Sísifo no acaba nunca de cumplir con lo mandado por los Tribunales, es porque al llegar arriba de la montaña, el pobre tiene la infeliz ocurrencia de bajar la piedra al suelo y con las manos libres: limpiarse el sudor de tanto e inútil esfuerzo. Mas como la piedra es redonda –ha de recordar la bola que lastra el pie de los presos- y la pendiente pronunciada, aquella rueda montaña abajo sin encontrar impedimento alguno. Así la mala cosa, Sísifo ha de volver a empezar (Begin the Beguine, José Luis Garci) como si en el mundo nada sino la constancia de Sísifo fuese importante (el trabajo no rebaja tu nobleza y dignidad)

Un día, no obstante, apesadumbrado más que de costumbre, Sísifo abriga una última esperanza. Hoy no deja la maldita piedra sobre el firme. Haciendo un esfuerzo sobrehumano, la levanta por encima de su cabeza y la arroja con toda su fuerza y su mejor tino, allí donde contemplan la escena los jueces y patronos que lo condenaron. Algunos de estos caen malheridos, otros mueren, pero, ¡Ay!, los sigue habiendo. Así que, obediente, Sísifo corre cuesta abajo –esto poco le cansa-, recupera la piedra, vuelva con ella a subir la montaña y de nuevo la arroja sobre el lugar, falsamente a salvo, de sus condenadores. Todos los días. Mil veces a diario. Hasta que el tiempo se acabe, seguirá Sísifo apedreando con tesón a los que le velan, pues ha asumido que alguien tiene que hacerlo. (a Gorka)

martes, 22 de enero de 2013

Banalidades de Base




cada uno aguante su vela… La señora Cospedal, María Dolores, aun cuando no sea de Calatayud, ha confundido cada palo por cada uno y le ha dado un nuevo, un inédito sentido a la vieja paremia marinera. Puede que con ello enfade a Rafael Alberti, pero sin duda el vate muerto acabaría comprendiendo que la manchega Cospedal , Cospedal de La Mancha –y así la enfadada será Rocío Dúrcal (pero Dúrcal es un pueblo granadino; debe ser que en La Mancha reina una natural confusión cartográfica que lleva a algunos lugareños a no saber calcular las distancias, al menos ‘las de las urgencias’). Digo que el bueno de Alberti comprendería, al cabo, la confusión, el desvarío de la Cospedal (alguien debería insinuarle que se soltará –T. dice: se lavara- el pelo de vez en cuando), pues con lo que se fijaba Rafael, vería enseguida lo envarado, lo palo que parecen los hombres del Partido Popular –ahora Paraíso Perdido- cuando no más le vienen ladeadas las circunstancias. Así pues, pudo suceder que María Dolores, tan prudente como es en sus asuntos, dijera lo que dijo con decir eufemístico, como para no ofender a nadie, y menos a los compañeros. Porque, la verdad, cuando a alguien se le llama palo, la común maledicencia ya añade: de escoba. Jamás de golf, tal cual sería el caso tratándose de los señores de quien se habla.

Valga lo anterior como excusa que humildemente le cedo en préstamo a la oriunda de El Bonillo, pero de cuanto yo quería hablarles, no era de eso, sino del trastrueco semántico acaecido en el seno de aquel refrán cuyo original significado nos llegaba ampliamente contrastado. El palo es el palo de un barco (antiguo, claro) y vela, pues eso, la vela marinera, como ya dijéramos. Cada uno aguante su vela, en cambio, introduce una novedad en la relación debida entre los elementos ‘uno’ y ‘vela’, pues a los unos –en concreto: los unos del PP- no resulta tan obvio relacionarlos con ‘las velas’. A no ser… A no ser –se me ocurre- con esas velas que a ‘cada uno’ hay veces que nos cuelgan de las narices y, por lo general, solemos denominar moco, el moquillo. Entonces, lo que nos quiso decir María Dolores de forma metafórica era: Cada uno se limpie sus mocos. Una grosería, bien lo sé, que la Cospe no se podía permitir y, por supuesto, no se permitió, faltaría más. Pero, con todo, una implicación política me atrevo a sacar de ello sin salirme, tampoco yo, del terreno metafórico: de lo que se trata, así la cosa, es de que no se presten los pañuelos entre ellos. 

¡Ah! Si no tienes pañuelo, cómprate un kleenex. Te sobra con lo que llevas robado sin que nos conste. (nota. Conjúguese el verbo constar como contar…dineros)

sábado, 19 de enero de 2013

LA NIEBLA SE ADUEÑÓ DE MADRID



Cuando se apartó la niebla, el dinosaurio aún seguía allí –según Monterroso.
La niebla no se parece a nada verdadero –según Nicéforo.
Yo tenía un tío Sol que era un fracasado de nacimiento, pero mi tío Sol sabía cantar Niebla –según Cummings.
Sopló, y las palabras se deshicieron sobre el papel, pero todavía quedan rastros de niebla donde moran las alimañas y los mendigos –según Borges.
O sea, que luego de llover: escampa, y la casa se queda llena de figuritas que una vez fueron adorables.
Esplendor en la niebla –según Kazan, que miraba complacido a la esplendorosa Natalie Wood cambiándose de blusa.
Los Reyes Magos me han traído un reloj anti-niebla, que cuando hace sol: en lugar de la hora da palmas por bulerías.
Recuerdo con agrado -¡cuánto me agrada recordarlo!- mis primeras nieblas las lejanísimas mañanas escolares –según Juan Ramón. Albergaba la alborozada esperanza de que el chófer del autobús –Antonio- equivocara la carretera y acabásemos cayendo en los abismos del Darro. Entonces, para mí la niebla era un suave colchón de plumas sobre el cual caeríamos los colegiales. Los colegiales nos salvaríamos mientras los profesores, en realidad, se despeñaban.
Te temo más que a un nublao –se acordaba Valle de las terribles madrugadas en las que salía a varear aceitunas.
Niéblame, amor. Nunca te aclares conmigo.
La niebla azucarada que vendían en la feria del Corpus. Las había de todos los colores, pero los feriantes las combinaban de tal manera, que siempre mirábamos el arco iris.
La niebla se vuelve piedra en Unamuno (miré qué hombre. Si hasta el nombre da susto)
¿No se llamaba Niebla el perro de Heidi?
Simenon aprovechaba la niebla para cometer crímenes horrendos que luego el pobre Maigret tenía que resolver. Mais, ¿cómo se disuelve un crimen?
No se me ocurren más tontunas sobre la niebla. Estoy nublao.
Jaume Sisa: Quealsevot nit pot sortir el sol
El galego: Mais, de todas las noches acaba saliendo el sol.