domingo, 30 de diciembre de 2018

AÑO NUEVO, VIDA NUEVA


Yo soy “*” La proposición se presenta irrebatible. ¿Quién que no sea yo, el yo que dice ser “*”, puede cuestionar que yo sea “*”? Otro yo. Otra voz. Seguramente haya un yo verdadero, pero cientos de voces lo pronuncian, lo utilizan, se valen de él, hablan en su nombre. Quizá yo necesariamente sea un yo ventrílocuo. O ubicuo. Un yo que aparece en muchas partes a la vez y es el centro inamovible de todas ellas. Uno [se ha de distinguir entre uno y yo], vaya a donde vaya, a lo alto de una montaña o a lo bajo de una sima marina, cuenta con el yo para certificarse quién es y dónde está. Como si yo hubiese llegado antes para advertirle. Porque yo nunca pierde la conciencia de yo. Incluso hallándose perdido es capaz de expresarse con la misma seguridad y firmeza que yo: (Yo) Estoy perdido.

Pero estar no es ser, se pongan como se pongan los franceses, que sólo tienen un verbo –être– para las dos situaciones. Estar, en nuestra lengua, es pasajero. Como ir vestido a la moda del momento. Hacerse visible, así pues, en el ambiente (contexto) por donde se transita. Ir a la última. Igual que sí se hubiese llegado. Yo estoy aquí, pero este lugar es en el que yo soy un secreto. Y un cateto, quiero añadir, recién apeado del tren de la provincia que gira a su alrededor. Pronto habrá quien lo reconozca, lo señale con el dedo acusador (más valiera que se lo cortara), y haga oír su voz tronante y delatora: Tú eres un improvisado. Porque cuando el yo se muestra en su claridad suficiente, no puede evitar ser reconocido. Y entonces, curiosamente, pasa a mostrar(se) a través de la segunda persona del verbo ser: Tú eres “*”. Lo cual, aunque sería lo más lógico pensarlo, no significa que yo no siga siendo yo quien soy yo, sino todo lo contrario. En realidad nos está diciendo que yo soy imprescindible para que yo sea, en cualquier parte y en toda referencia.

Debiera resultar agobiante tanta permanencia y durabilidad. Que, pase lo que pase, siempre acaben dando contigo. Que no puedas rehuir la pregunta, en principio algo desdeñosa, de ¿Tú eres? (en la que yo parece ausente, aunque sólo sea debido a causas gramaticales. Y yo, pese a venir de estar perdido, mimetizado en la maleza como los camaleones, se recupera en sí mismo, en su exclusividad, dándole a tú la ineludible contestación de Yo soy “*”. Respuesta obvia que santifica el asunto; lo da por acabado satisfactoriamente.

¿Ha de ser siempre así? ¿no sería más llevadero continuar improvisando en el estar que el español nos permite? En el trasunto de lo cotidiano todavía es posible. Recuerdo una tarde en que, vanidoso –yo soy vanidoso, todo se reduce a eso–, dije Yo soy poeta [yo había escrito un poema], y salí de casa poeta para volver a casa borracho de tanto celebrarlo. Enseguida me acosté porque sentía la tierra moverse como el mar. Me dormí y como el buen durmiente que soy, tuve sueños pecaminosos en los que yo era el protagonista. A la mañana siguiente –aunque esto de cuartear el tiempo sea pura cortesía narrativa– me levanté resacoso. Me duché, me vestí, desayune ligero y me eché a la calle lamentándome, muy en serio, de que yo soy profesor de literatura en un instituto de barrio bajo para ganarme la vida que llevo. Antes, me lo he saltado sin querer, me despedí con respetivos besos de mi mujer y de mis hijos, pues yo soy, supongo, un buen marido y un buen padre, no voy a preguntarlo. Y así podía seguir enumerando los yo del yo soy “*” en un día de diario. Yoes minúsculos, intrascendentes, de quita y pon, que fácilmente se disuelven en ese estar inopinado en el cual el yo verdadero reluce pese a todo, como la calle de Alcalá cuando bajan y suben los andaluces. O los esquizofrénicos.

Es su problema o un asunto del Ayuntamiento. Cuando el yo se apaga y la calle de Alcalá se queda a oscuras, quiere decirse que yo ya me había ido, ni subía ni bajaba, y [yo] no estaba allí para aliviarlo en su desesperación. Ya sé que no parece suficiente: Nada lo es.

jueves, 15 de noviembre de 2018

EL MAESTRO Y MARGARITO

fotografía de Concha Hernández


Maestro, me he cogido un nirvana de cuidado.

Y el Maestro le correspondió ofreciéndole una aspirina.

Nada más bajarle la fiebre y recuperarse,  se apresuró a mostrarle su agradecimiento con efusión.

Entonces el Maestro, entusiasmado, le rompió una pierna.

¡Cómo duele! –se quejó el muchacho y el Maestro volvió a lo de la aspirina.

Al poco de estar él curado, aunque debía andar algo renco, fue el Maestro quien se puso a morir a causa de un cólico irredento.

Con muy buena intención, el muchacho hizo cuanto estaba en su mano por atenderlo. Hurgó con celo en la mochila donde el Maestro guardaba las aspirinas y habiéndolas encontrado, disolvió un par de ellas en un vaso de agua azucarada, que enseguida le dio a beber.

Pero el Maestro se lo rechazó con gesto grave. Mucho más sabio que su discípulo, pese al tiempo que llevaban juntos compartiendo experiencias, conocía que la cafeína de la aspirina [plus 500 mg, como era la suya] aumenta, en ocasiones, la efectividad sincrónica de la diarrea.

miércoles, 31 de octubre de 2018

LA DIMENSIÓN HISTÓRICA


Tengo una coartada.

Pero Usted acaba de confesar que no vio a nadie y nadie le vio a usted. Su mujer salió de viaje a media tarde, Usted mismo la acompañó al tren; la acomodó en su asiento del vagón de primera clase; bajó a tierra y esperó a que el tren partiera para despedirse de Ella con lágrimas en los ojos. Luego regresó a su casa, dijo, se quedó dormido mirando la televisión y cuando despertó, ya era noche cerrada.

En efecto, y ya me dirá, señor Comisario, cómo iba a matar a nadie estando solo en casa.

Demasiado perfecto y eso lo vuelve aún más sospechoso. Si nadie lo vio, nadie puede ni acusarlo ni eximirlo. Es triste matar para nadie. Aunque tenemos todo el tiempo del mundo, y más tarde o más temprano acabará confesando. De eso estoy seguro.

Final A: (porque) Se sentirá vacío.

Final B [con moraleja]: (porque) El poder es lo que tiene.

martes, 30 de octubre de 2018

OJITO CON DESCONFIAR

Al hombre a quien llamaban El manco, pues le faltaba la mitad de un brazo, del codo hacia la nada, una noche, mientras dormía plácidamente una de sus habituales melopeas, le ocupó un sueño raro., quizá porque luego, al contárselo a los pocos seguidores que aún conservaba de sus años de escribidor afamado, lo exageraba de forma demasiado manifiesta, o porque había olvidado parte del mismo, la parte que mejor fuese interpretable por cualquiera avezado en los intríngulis del doctor vienés, cuyo nombre el manco era incapaz de recordar.

En mi sueño, contó, me faltaba la mitad inferior del brazo izquierdo, ¿cómo si no hubiera podido reconocerme estando, como estaba, muy dormido? De repente estalló la Revolución, y yo andaba metido en ella de cabeza. Iba subido al capó de un automóvil en cuyos laterales alguien había arañado con su navaja ¡Viva la nada!, en uno, y en el otro, ¡Nada de vivas hasta la muerte! Debía tratarse de un viejo nihilista llegado de la Europa Centra. Yo, en mi entusiasmo, arengaba a la multitud, que escuchándome se enardecía y así fue como acabaron quemando la Catedral, donde se habían refugiado al menos un millar de curas y sus amas, todas ellas sorprendidas por la Revolución en prendas menores. Más tarde, o quizá precediéndolo, no soy nada propenso al orden ni a las cronologías, ya me conocéis, estaba de parte del otro lado y me torturaba a mí mismo a fin de sonsacarme quiénes eran los cabecillas de la Revuelta. Inútil que, vencido por el dolor y el pánico a provocarme un dolor todavía más cruel del que ya padecía, me confesara que yo mismo era el cabecilla de los rebeldes. Nadie me creía, ni yo, así que acabaron soltándome, o conseguí escapar de mis propias garras. Pero en el trajín de una cosa u otra, perdí la mitad del brazo que me falta. Debí arrancármelo yo mismo mientras me interrogaba. Por supuesto, ni siquiera intenté volver a buscarlo. Suerte que tuve de despertar durante la huida. ¿No me creéis? –detuvo su narración a la vista de las caras de desafección que mostraban quienes fueran sus más fieles– ¿Me tomáis por un embustero? Mirad –se remangó la camisa, pero no antes de solicitar que le llenaran su vacía copa de ginebra, dejando al descubierto la parte del brazo que no tenía.

martes, 23 de octubre de 2018

EL NUDO BORROMEO



[se puede decir de] Lo Real que es aquella cosa incapaz de parecerse a sí misma por cuanto ya contiene todos los parecidos posibles en su esencia. De ahí que los espejos se sientan a obligados a invertir el reflejo de la cosa para no crear, a su costa, una confusión innecesaria.



Lo Simbólico es el parecido que puede establecerse entre una cosa y otra cosa sin obligarse a la reciprocidad. Una cosa es, la otra se le parece, haciendo imposible invertir la oración: que sea la ‘otra cosa’ y la ‘una cosa’ se le parezca, porque ello supondría la destrucción del símbolo (apalabrado), situación incómoda donde las haya, pues nos obligaría a cargar con la cosa puestos a tratar de demostrar que la otra cosa sólo se le parece.



Y lo Imaginario sencillamente no es, nada más nos lo parece durante el tiempo de su construcción. Luego, ya recuperados en lo Real, hasta ese parecer desaparece. Lo mismo que la semejanza de un dios y su criatura, produciéndose, entonces, un agravio comparativo entre lo Real y lo Imaginario imposible de resolver sin volver a reinstalarse (como la niña de provincias que se fue a vivir a un Chagall, Blanca Andreu) en la imaginación. Más que una mentira piadosa, así pues, la venganza debida a la mentira de lo Real, cuyo símbolo guarda la Doctrina, el Saber, siempre a falta de reconocer que entre ella y lo Real el parecido no es sino pura coincidencia.

viernes, 19 de octubre de 2018

APUNTES -I-


Inalcanzable y vacío como un idioma, tuerzo (détournement) el apotegma de Eugenio Baroncelli, que era en origen: Inalcanzable y vacía como una diosa, a fin de convocar a la perplejidad en el asunto. ¿Es inalcanzable un idioma? Así lo será si nos fijamos exclusivamente en la figura del portugués del cual habla Nicolás Fernández de Moratín: Admirose un portugués / de ver que en su tierna infancia / todos los niños en Francia / supiesen hablar francés. Un portugués que, por supuesto, fala en portugués y de quien sabemos por boca de Moratín  padre en su preciso español, como yo, como nosotros los españoles, leemos a Moratín y ya nos enteramos de todo a la vez. De los decires múltiples de Baroncelli, de los de un portugués anónimo, de los de Nicolás Fernández de Moratín y… del precio de los libros. Antes de entrar en el buen entendimiento, hay que entender, sobre todas las demás cosas que se ofrecen a nuestra comprensión entre sus páginas, el precio de los libros [un tema del que no vamos a hablar en esta ocasión, si les parece.

No sería atolondramiento asegurar que entendemos de las cosas en la medida en que poseemos un idioma, el nuestro, mientras dejamos los otros a un lado por inalcanzables. De resulta de los cual, tampoco sería aventura equinoccial (como la del Lope de Aguirre de Ramón J. Sender y posterior película de Werner Herzog) inferir que entender es extendernos en el idioma donde nos inscribieron desde muy chiquititos todavía para protestar. Por ejemplo, oímos fugazmente, o leemos de pasada, de la existencia de algo llamado el imperativo categórico, la dialéctica histórica o la santísimo trinidad y la porcinidad del puerco –cochino, gocho, cerdo, marrano–, salimos en su búsqueda, y no hallando en el mundo cosa alguna con esas señas de identidad a la vista, no nos queda otro remedio –mejor: otra argucia– que recurrir a pertrecharnos de palabras que hasta el momento desconocíamos  (o estaban en otro ámbito; no voy a descubrir las metáforas en esta coyuntura) para entender –que es dar por cierto y bueno– la probidad de tales ‘engendros –criaturas sin forma– conceptuales’, en los cuales, y según vayamos avanzando en la adquisición del idioma propio, creeremos tanto o más que creemos en las cosas de veras. ¿O no se prefiere el ‘secreto ibérico’ a las otras piezas menores y más conocidas del cerdo?

La agradable sensación de estar entendiendo lo que no entendíamos por el mero hecho de contar ahora con las palabras que antes nos eran extrañas, que estaban ahí, sí, en nuestro idioma, pero las extrañábamos como a los extraterrestres que nos vigilan, y más humano todavía que eso de entender lo inentendible, la posibilidad de liar la hebra con quien ayer no podíamos ni parar a disculparnos, no nos deja ver la verdad de los hechos en curso [escolar]: a lo mejor el poder hablar con soltura no significa que hemos entendido, sino que nos hemos enterado. Una diferencia en exceso sutil, apenas si cuantificable, dado que cuanto nos facilitan las palabras no es otra cosa que la posibilidad de argumentar, lo uno y lo otro, a favor o en contra de cualquier tema, pero no tanto argumentar en el sentido de demostrar cuanto en el de convencer o hacernos confiar en lo que puede que sí puede que no, bien revestido de ‘esperanza razonable’. Lo real está en lo ficcional como a la inversa: lo ficcional obra en lo real, siempre y cuando anden por medio las palabras. Las que tenemos y las que nos esperan conforme estiramos el argumento, el bla bla bla, alejándonos de forma harto imprudente del entendimiento de la cosa original en brete, pues, bien mirado, con todos los sentidos puestos en ello, entender sólo puede entenderse como lo entendieron en su día los homosexuales: estar en y ser aquello que se entiende. Pero, entonces, ¡pa qué volver!... al inicio de la conversación.

Supongo porque, por fortuna, nunca acabamos de entender. Y menos todavía, de estar y de ser. Razón por la cual no podemos callar-nos. Si acaso interrumpir-nos y contemplar-nos, de manera harto desinteresada y momentánea, en el silencio del otro (pensemos en Arthur Rimbaud: Car Je est un autre, Teoría de la falsa reciprocidad) en la remota verdad (?) del idioma, de la lengua, sugerida al principio de este escrito, que es inalcanzable y está vacío, o lleno de sí mismo, como la nada a quien aquel representa en el lenguaje con gran acierto y mucha pretensión de concederle un futuro halagüeño. Silencio, vacío, nada, palabras límite, significantes colmo puestos, no obstante, de nuestro lado a efectos de impedirnos caer, simplemente caer. Incluso cuando no tenemos nada que decir, nos quedan algunas voces para lamentarlo.

En pocas palabras, como conviene que nos portemos: hasta para nombrar lo innombrable (Samuel Beckett, teatro del absurdo, poesías experimentales del otro lado, con el telón abajo), el silencio, el vacío, la nada, las hay, abundan las que nos acaban devolviendo al discurso, así sea que fuera de lo que se habla no hubiese vida, porque no se hable de otra cosa. Puede tratarse de una suerte de ‘ecología’ o ‘salvaguarda vital’: “No gastar de la vida, la vida misma, mientras se asiste a su narrativa.” ¿No truenan ya cercanas las cornetas del Espectáculo viniendo desde tan lejos como estuvo Babel en su día remoto?

La respuesta [oposición] a tan lamentable estado de la cosa, magníficamente expresado en la letrilla neo-platónica de la Niña de los peines:  pena me da si te veo / y si no te veo doble / no tengo más alegría / que cuando mientan tu nombre, está en el viento, según otra canción, ésta de Bob Dylan. The answer, my friend, is blowin’ in the wind. Pero sí y no. Una vez más las ‘letras’ nos confunden y nos angostan. La respuesta está en el viento, valga como comienzo, pero ello no puede significar que esté en las palabras arrastradas  por el viento a su pesar, sino en el propio sonido del viento, que es a la par su silencio y el nuestro. Cuando John Cage salió de la cámara anecoica de la Universidad de Harvard, un lugar donde el silencio campa a sus anchas, se mostró desilusionado, pues estando en el interior, completamente aislado, escuchó, pese a todos, dos sonidos, uno bajo y otro algo, dijo. Pidió explicaciones al técnico de la cámara y éste le contestó que había escuchado el “ruido” de su sistema nervioso y el de su circulación sanguínea. El silencio no existe, dicen que sentenció Cage a voz en grito.

Por lo bajo, muy por lo bajo, añadió para sí: Pero se manifiesta.

miércoles, 3 de octubre de 2018

LOS ANCESTROS


Los Ancestros suponían el final de la tierra firme en lo que ahora denominamos la línea del horizonte, una construcción y una restricción visual tras la cual reinaba el vacío del Origen. Los Ancestros debieron pensar que nada había más allá de donde la vista alcanza, sin dejarse engañar por ningún ensueño en base al cual pergeñar una teoría formal del ‘planeta’ que les permitiera trasladarse de un lugar a otro sin jugarse la vida en la aventura. Sin embargo, avanzaban. Como movidos por un resorte inaprensible, echaban un pie al frente, se afianzaban con él al suelo firme, que sólo era el que ellos mismos ocupaban. Luego, levantaban el otro pie y lo adelantaban al primero, siendo así como andaban, se movían, se trasladaban sin mucha conciencia de estar haciendo eso precisamente: andar, moverse, trasladarse. Porque los Ancestrales sólo consentían. Se dejaban llevar por la acción de los pies, que gozaban de una independencia plena, pues todavía no se sabían Sujetos dotados del afán de lo absoluto, que con el tiempo conformará al Sujeto.  

Los Ancestros no se conocían en tanto Sujetos autónomos, ésta es la cuestión, y, en consecuencia, carecían de premeditación, motivo, causa para hacer lo que fuese que hiciesen. Andaban, sí, pongamos por caso, pero no iban a ninguna parte. Comían, también, pero no sabían si comían por hambre o por ganas. Se amaban, pero sin sentir la presión dolorosa del Amor. Todo cuanto hacían –esto y lo otro y lo de más allá– estaba condicionado por las circunstancias del momento, aunque a falta del conocimiento de la temporalidad y de la espacialidad, tampoco supieran lo que era el momento ni las circunstancias de lugar y, por lo tanto, no cuenta. En pocas palabras, se movían sin tomar decisiones que pudiesen comprometerlos con lo que fuese a ocurrir a continuación. Digamos que padecían una forma de estar y no de ser. Como si sus cortas entendederas, no obstante, les sirvieran para suponer que lo que ahora llamamos el Después, no es otra cosa que el final del tiempo de lo real. Vivir, pero sin creer en que se esté vivo.

viernes, 28 de septiembre de 2018

JUAN HIDALGO EN LA TABACALERA



¡Y una polla! La distancia entre la vida y el arte, es la medida de una polla. La cuestión está en dirimir en qué estado debe encontrarse ese bendita polla entre la vida y el arte. Porque no queda claro si deberíamos escoger la distancia corta de una polla laxa o la distancia larga de una polla en su plenitud forzada. Porque me imagino que debe dar lo mismo. La labor de la polla en ese emparejamiento –que los buenos se emperran en calificar de contra natura: vayamos por partes, una cosa es la vida y otra cosa es el arte– depende de su flexibilidad. Encogida acerca, pero Estirada funde y funda, bien sabe dios que sí. Y además, que todo queda a expensas del desarrollo de las circunstancias. Si van de menos a más o de más a menos. Y lo extraordinario del caso, aunque no lo traía pensado ahora lo veo luciente, se encuentra en que, merced a esa flexibilidad con que la polla interviene en el asunto, ambas acciones, encogerse><estirarse, estirarse><encogerse, se dan en el interior espléndido de un Etcétera interminable. Esto, al menos, es lo que me parece que Juan Hidalgo nos deja como propina. Zaj –pero igual si lo decimos de él mismo, de Juan Hidalgo y de su vida y de su arte (sic)– es como un bar, la gente entra, sale, está; se toma una copa y deja una propina, la cual funciona como el Etcétera en el que resurge renovados la vida y el arte.



Theodor Wiesengrund Adorno se lamentaba en su Estética de que el ciudadano medio desee un arte voluptuoso y una vida ascética, cuando sería mejor lo contrario. Viendo está exposición de Juan Hidalgo en las salas descuidadas de La tabacalera, se puede gritar con pleno convencimiento ¡Y una polla! que la vida y el arte hayan de ir por separado. ¡cuánto mejor si no te enteras de en la casa de quien estás!

sábado, 22 de septiembre de 2018

LA TENTACIÓN


¿La necesidad es real? Aparte de cuatro cosillas, la necesidad no deja de presentarse como un constructo forzado por la decisión de ponerse en marcha tomada en un momento cualquiera, quizá demasiado a la ligera, sin recabar en las consecuencias. Hecho, por otra parte, muy normal en los seres humanos como característica de su condición de tales.

Tengo un amigo que nunca quiere ponerse a comer, sentarse a la mesa, porque, asegura y él sabrá, con tan poca cosa se le despierta un hambre canina y ya no puede dejar de comer. El buen bebedor sabe que la primera copa es el pistoletazo de salida de una larga y tediosa jornada apoyado en la barra de un bar abierto hasta las tantas, aunque sólo llegue a reconocerlo así atravesando la fase de resacoso arrepentimiento.

Bastaría, así pues, con no empezar, con no decidirse, para que la necesidad no se vuelva necesaria. Pero, te invitan. Te invitan a comer; te invitan a beber, y entonces se evapora toda la buena voluntad que traías al respecto.

No vives solo, eso es lo malo. Pero ¿por qué tiene la gente la imperiosa necesidad de invitarse unos a otros? Esta pregunta es lo que deberíamos plantearnos para intentar escapar con bienaventuranza del reino de la necesidad. Sien embargo, por fortuna añadida, aún no hemos dado con la respuesta por así evitarnos la necesidad, que surgiría de manera inmediata, de auto-inculparnos. En cambio, si pensamos en la invitación en tanto una necesidad real, una marca de fábrica, el sobrepeso de la culpa queda equitativamente repartido: El género humano es la Internacional

Es lo que llamo el salvoconducto de la tentación. Vivir tentados de continuo por todo cuanto fluye. Estar permanentemente a punto de caer en la tentación o resistirse a ella, como el pueblo judío resistió a los romanos en Masadá [no puedo evitar acordarme de John Zorn] Aunque este último proceder, resistirse, casi nunca nos parezca lo más oportuno por considerarlo de mala educación. Un gesto que se nos desaconsejó desde chiquitillos. Cunado dios quiso enseñarnos a no desobedecer y el diablo a ser amables con quien, con más modestia que dios, nos hace cn sus palabras un regalo. Claro que entre un mensaje de marcado carácter negativo: “Si me desobedecéis ps expulso de mi casa”, y otro positivo: “Si os venís conmigo, os acogeré en mi casa”, no hay donde elegir.

Entre la Palabra y la palabrería
Entre la Razón y la Poesía
Su majestad es-coja.

viernes, 21 de septiembre de 2018

RECORDANDO


Hurgando entre viejos papeles, ahora que en casa andamos de obras, encuentro este Manifiesto de Barcelona, 1974, inédito conforme a mi conocimiento, escrito a duo por Joan Margarit y Antonio González Haba. De Joan Margarit nada hay que añadir. De Antoni, que aparte de haber sido uno de mis grandes amigos, Valparaíso ediciones publicó, hace un par de años, su único y extraordinario poemario Puente de Hierro.




miércoles, 19 de septiembre de 2018

CONTEMPLAR Y ENTENDER


Lectura: la sensación repentina de entender lo que antes sólo era capaz de contemplar.



Muchos y hasta sensatos pensamientos se nos pueden ocurrir alrededor de esta proposición de Alberto Manguel. En primer lugar,  y conociendo a Alberto Manguel, que la lectura, el leer, vuela muy por encima de la contemplación, el contemplar, siempre demasiado desinteresado. Que para entender hay que leer necesaria y intencionadamente, aunque quisiera entender –yo también quiero entender lo que leo mientras lo escribo– que ese desnudar a las palabras sobre el papel, debe demorarse en sí mismo cuanto más nos sea posible obligarlo, tal como lo haría un viejo libertino con sus recuerdos (pienso en Henry Miller). Alargar, estirar al máximo la esperanzosa operación de desarropar lo escrito, para así, con la lentitud de un taxidermista ciego, conseguir alcanzar el entendimiento coincidiendo con el final de la lectura, la definitiva resolución del misterio que tanto nos atraía. E incluso aún diría más, al igual que Dupont le dice a Dupont, Hernández a Fernández en los tebeos de Tintín, aguardar a entender que lo hemos entendido un rato más (Espera ratito de oro, que quiero gozarte aquí, escribió Juan Ramón Jiménez), justo en el momento de olvidarnos de su procedencia y, simplemente, darlo por cosa sabida. Y por último, pero sólo por no secar la fuente, que si es irremediable asumir que el entender sucede al contemplar y lo sustituye, ocupando su entero lugar, a lo mejor no es sino que la lectura no estaba siendo la correcta. Ya veremos.



La cuestión es que encuentro la cita de Alberto Manguel demasiado determinista; condicionada en exceso por ese entender, un a priori sacado de no se sabe dónde, que actúa en la misma de término privilegiado y necesario frente al circunstancial y contingente contemplar, y entonces, ya me siento capaz de no tomarla del todo en serio. O mejor, me la tomo tan en serio, que siento la urgencia repentina de sacarle punta.



Entender no es un concepto unívoco. Caben tantas formas de entendimiento como entendedores haya. Y tampoco lo es contemplar. No se contempla lo mismo una puesta de sol en Caños de Meca que el cadáver de un chiquillo [demasiado moreno para ser nativo] tendido en la arena de la playa de Motril. En consecuencia, no está de más concluir, por ahora, al hilo, que los múltiples entendimientos posibles vienen determinados por los diferentes modos de contemplar, a su vez forzados por la naturaleza de los ‘objetos de’ contemplación. Así como que por ser la lectura una ‘operación en curso’, ¿opera aperta?, tanto si se trata de un libro como de un hecho vital, ésta puede interrumpirse –satisfactoriamente, conviene recalcarlo– en la mera contemplación. En ocasiones no hay necesidad de entender lo que se nos da a entender. Por ejemplo, leyendo un libro de imágenes, otro de pictogramas chinos, o la puesta de sol en Caños de Meca. Los tres pueden llegar a entenderse, tienen su explicación, pero, repito, no es necesario para conmoverse y salir de ahí más ‘enterados’ de lo que estábamos hasta el momento. Y otras veces porque quizá no nos convenga entender lo que de sobra entendemos. Por ejemplo, al leer un libro que nos cuestiona y puede llegar a cambiarnos la vida que tan a gusto llevamos simplemente con leer de ella, o al mirar el cuerpo roto del chiquillo extranjero que el mar arrojó en la playa de Motril. Lo más probable sea que, expuestos a tales ejemplos, renunciemos, incluso, a la contemplación. Hagamos como que no hemos visto.



En cualquier caso, la lectura sobrevive vuelta manía. No se aborrecen los libros por tropezar con un mal libro ni se rechaza la vida por un mal trago que ella misma nos hace pasar. Simplemente se gana distancia. Las palabras que leemos para entender las cosas y esas cosas que contemplamos todavía sin palabras, desde lejos, en la posición adecuada, el punto elevado desde donde los generales observan los pormenores de la batalla, gozan de la misma consistencia. Se funden y consuman en una misma acción, como, en realidad, todo lo que nos es ajeno, transformados para la ocasión en artistas o dioses.



Mas tampoco hay que ponerse tan trascendentales. Los dioses no existen y los artistas aún están por inventar. Probablemente habría ganado mucho este escrito, me habría expresado yo con mayor y más certero tino sobre cómo es que en ‘las lecturas’ contemplar y entender van de la mano, “agarraditos los dos”, aprovechando una observación sobre la observación que nos hace Rex Stout en La segunda confesión, una sencilla y cómoda novela de suspense:



Desde luego –nos señala Nero Wolfe, el gordo detective neoyorquino creado por Stout– no hubiese yo descubierto la mosca de no estar contemplando el lugar donde se había posado.

sábado, 15 de septiembre de 2018

LA AVENTURA DEL SABER



¿Quién será ese hombre de la gabardina?, se pregunta el hombre que está bajo la lluvia sin ninguna protección. Lo podría indagar, piensa. Seguirlo hasta su casa, si es que va a su casa, o hasta su lugar de trabajo, sin también trabaja por la tarde. Una vez allí, preguntarle al portero o a la recepcionista por su nombre y su condición alegando cualquier excusa. Pero opta por no hacer nada. Permanece bajo la lluvia, empapándose como una fina pasta inglesa en una taza de te caliente.


Por el momento sólo es capaz de envidiarlo. Desea su gabardina y su sombrero, pues olvidó incluir este detalle en la pregunta que se hacía. Mas si llegara, con no poco de casualidad, a saber su nombre, dónde vive, dónde trabaja, quizá estiraría sus pensamientos hasta incluir la intención de volver a por él al día siguiente. Y entonces iría armado; llevaría su pistola escondida, que, sin embargo, sacaría para amenazarlo:


Quiero tu gabardina. Quiero tu sombrero. ¡Que me los des!


E Instantes después, comprendería que el hombre de la gabardina no es otro sino él mismo, eternamente amenazado.

jueves, 13 de septiembre de 2018

VIDAS PARALELAS


PARALELAS DÍSCOLAS

La fotografía de un hombre caminando cabizbajo por el desierto,
Como si cargara sobre sus hombros el olvido pesado de adonde va.

El sol ya le quema en las sienes descubiertas. 
Tiene calambres. Siente sed. Le vence el hambre.
Mas… entre tantas maldades como lo acompañan,
no se detiene ni se derrumba por ello:
le mantiene la confianza en el alivio que le traerá la noche.


De súbito, una lágrima invisible
–de haberlo visto se la habría bebido-
      le vela los ojos.
Cree, entonces, estar como si estuviese mirando una película…


En la pantalla hay una casa con jardín y una piscina.
Los chiquillos chapotean las aguas.

Él se adentra en la casa. La recorre.
Sale y vuelve al jardín y a la piscina.
Se fija en los cuerpos de los niños que juegan allí.
Uno de ellos, detecta, es él mismo en su memoria.
Y esa casa es la casa de sus padres
en las afueras de la ciudad donde vivían todos.


Lo extraño,
cavila cuando la película se detiene por un fallo del proyector,
es que jamás tuvieron una casa con piscina en las afueras.

A las afueras iban a veces.
En junio. Por san Pedro y san Pablo.
Pero, lejos de la seguridad de las piscinas,
escogían las acequias de agua turbia que bajaban hasta el pantano.
Acequias sin  nombre propio.
Adecuadas para el nadar de las bichas aleladas
que a veces les rozaban las piernas como un calambre,
frío y pegajoso.

Fue en una de esas veces y en una de esas acequias de aguas negras
que perdió entre las algas del fondo una de sus zapatillas,
la del pie menos diestro.
Entre todos la buscaron para no encontrarla
con la llegada de la noche
y la prisa por volver.

Pero Padre no quiso regañarle y aguarles el día.
Y Madre fue todo el camino  de regreso a casa,
consolándole del supuesto dolor que le provocaba
pisar los adoquines con su pie descalzo.

martes, 11 de septiembre de 2018

EL JUICIO FINAL ES COSA DE LOS HOMBRES, ALLÁ SE LAS COMPONGAN






El día de la resurrección de las almas, se levantarán las mujeres por delante de los hombres.

Las mujeres se levantarán con el alba, y así fuese para ellas un día cualquiera, empezarán aireando la casa; luego saldrán a llevar a los niños al colegio y hacer la compra; y una vez de vuelta, aviarán la comida del día mientras escuchan la radio.

Entonces, sólo para entonces, se levantarán los hombres e irán como locos a dar sus falsos testimonios al dios de los hombres.

miércoles, 29 de agosto de 2018

A CARLOS EDMUNDO DE ORY


Optamos por crecer en lo más fácil:

El poema es lo que hay en las páginas de un libro de poemas.

Sacudir el libro con la fuerza que alienta el hambre.
Estar cuando las palabras caen al suelo
y se desparraman
y así hallan su sentido prestado.

Correr.
Huir de la casa del poeta,
como el ratoncillo que escapa de un gato mal alimentado,
porque al pronto la llama prende
y el suelo arde.

Tanto calor provoca que los pies suden,
y entonces un olor maloliente se adueña de la casa,
sube a las azoteas,
desde donde hace que la ciudad despierte.

¡Qué terror más grande se apodera de los ciudadanos!

Al amanecer del día siguiente hay largas colas en las puertas de los
/cuarteles :
                        todos quieren armarse,
                        y es el propio gobernador civil
                        quien da la orden de armar al pueblo.
                                  
Fusiles, pistolas, ametralladoras, hachas, puñales, el sable de paseo de un general tuerto, el ancla de un marinero, las agujas de los relojes, las cucharas y los tenedores, todo vale en manos de los desafectos al desorden que con la suelta del poema se ha impuesto.

Está, ¡como no!, en peligro la vida del poeta.
Se ha dispuesto una cuantiosa recompensa
para el primero que lo encuentre
y vivo o muerto,
entero o descompuesto,
lo entregue a las Autoridades,

quienes enseguida,
y con enorme sabiduría,
recompondrán la situación
                       incluyéndolo en las antologías.