miércoles, 19 de septiembre de 2018

CONTEMPLAR Y ENTENDER


Lectura: la sensación repentina de entender lo que antes sólo era capaz de contemplar.



Muchos y hasta sensatos pensamientos se nos pueden ocurrir alrededor de esta proposición de Alberto Manguel. En primer lugar,  y conociendo a Alberto Manguel, que la lectura, el leer, vuela muy por encima de la contemplación, el contemplar, siempre demasiado desinteresado. Que para entender hay que leer necesaria y intencionadamente, aunque quisiera entender –yo también quiero entender lo que leo mientras lo escribo– que ese desnudar a las palabras sobre el papel, debe demorarse en sí mismo cuanto más nos sea posible obligarlo, tal como lo haría un viejo libertino con sus recuerdos (pienso en Henry Miller). Alargar, estirar al máximo la esperanzosa operación de desarropar lo escrito, para así, con la lentitud de un taxidermista ciego, conseguir alcanzar el entendimiento coincidiendo con el final de la lectura, la definitiva resolución del misterio que tanto nos atraía. E incluso aún diría más, al igual que Dupont le dice a Dupont, Hernández a Fernández en los tebeos de Tintín, aguardar a entender que lo hemos entendido un rato más (Espera ratito de oro, que quiero gozarte aquí, escribió Juan Ramón Jiménez), justo en el momento de olvidarnos de su procedencia y, simplemente, darlo por cosa sabida. Y por último, pero sólo por no secar la fuente, que si es irremediable asumir que el entender sucede al contemplar y lo sustituye, ocupando su entero lugar, a lo mejor no es sino que la lectura no estaba siendo la correcta. Ya veremos.



La cuestión es que encuentro la cita de Alberto Manguel demasiado determinista; condicionada en exceso por ese entender, un a priori sacado de no se sabe dónde, que actúa en la misma de término privilegiado y necesario frente al circunstancial y contingente contemplar, y entonces, ya me siento capaz de no tomarla del todo en serio. O mejor, me la tomo tan en serio, que siento la urgencia repentina de sacarle punta.



Entender no es un concepto unívoco. Caben tantas formas de entendimiento como entendedores haya. Y tampoco lo es contemplar. No se contempla lo mismo una puesta de sol en Caños de Meca que el cadáver de un chiquillo [demasiado moreno para ser nativo] tendido en la arena de la playa de Motril. En consecuencia, no está de más concluir, por ahora, al hilo, que los múltiples entendimientos posibles vienen determinados por los diferentes modos de contemplar, a su vez forzados por la naturaleza de los ‘objetos de’ contemplación. Así como que por ser la lectura una ‘operación en curso’, ¿opera aperta?, tanto si se trata de un libro como de un hecho vital, ésta puede interrumpirse –satisfactoriamente, conviene recalcarlo– en la mera contemplación. En ocasiones no hay necesidad de entender lo que se nos da a entender. Por ejemplo, leyendo un libro de imágenes, otro de pictogramas chinos, o la puesta de sol en Caños de Meca. Los tres pueden llegar a entenderse, tienen su explicación, pero, repito, no es necesario para conmoverse y salir de ahí más ‘enterados’ de lo que estábamos hasta el momento. Y otras veces porque quizá no nos convenga entender lo que de sobra entendemos. Por ejemplo, al leer un libro que nos cuestiona y puede llegar a cambiarnos la vida que tan a gusto llevamos simplemente con leer de ella, o al mirar el cuerpo roto del chiquillo extranjero que el mar arrojó en la playa de Motril. Lo más probable sea que, expuestos a tales ejemplos, renunciemos, incluso, a la contemplación. Hagamos como que no hemos visto.



En cualquier caso, la lectura sobrevive vuelta manía. No se aborrecen los libros por tropezar con un mal libro ni se rechaza la vida por un mal trago que ella misma nos hace pasar. Simplemente se gana distancia. Las palabras que leemos para entender las cosas y esas cosas que contemplamos todavía sin palabras, desde lejos, en la posición adecuada, el punto elevado desde donde los generales observan los pormenores de la batalla, gozan de la misma consistencia. Se funden y consuman en una misma acción, como, en realidad, todo lo que nos es ajeno, transformados para la ocasión en artistas o dioses.



Mas tampoco hay que ponerse tan trascendentales. Los dioses no existen y los artistas aún están por inventar. Probablemente habría ganado mucho este escrito, me habría expresado yo con mayor y más certero tino sobre cómo es que en ‘las lecturas’ contemplar y entender van de la mano, “agarraditos los dos”, aprovechando una observación sobre la observación que nos hace Rex Stout en La segunda confesión, una sencilla y cómoda novela de suspense:



Desde luego –nos señala Nero Wolfe, el gordo detective neoyorquino creado por Stout– no hubiese yo descubierto la mosca de no estar contemplando el lugar donde se había posado.

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