Lectura: la sensación repentina de entender lo que antes sólo era
capaz de contemplar.
Muchos y hasta sensatos
pensamientos se nos pueden ocurrir alrededor de esta proposición de Alberto
Manguel. En primer lugar, y conociendo a
Alberto Manguel, que la lectura, el leer, vuela muy por encima de la
contemplación, el contemplar, siempre demasiado desinteresado. Que para
entender hay que leer necesaria y intencionadamente, aunque quisiera entender
–yo también quiero entender lo que leo mientras lo escribo– que ese desnudar a
las palabras sobre el papel, debe demorarse en sí mismo cuanto más nos sea
posible obligarlo, tal como lo haría un viejo libertino con sus recuerdos
(pienso en Henry Miller). Alargar, estirar al máximo la esperanzosa operación
de desarropar lo escrito, para así, con la lentitud de un taxidermista ciego, conseguir
alcanzar el entendimiento coincidiendo con el final de la lectura, la
definitiva resolución del misterio que tanto nos atraía. E incluso aún diría
más, al igual que Dupont le dice a Dupont, Hernández a Fernández en los tebeos
de Tintín, aguardar a entender que lo hemos entendido un rato más (Espera
ratito de oro, que quiero gozarte aquí, escribió Juan Ramón Jiménez), justo en
el momento de olvidarnos de su procedencia y, simplemente, darlo por cosa
sabida. Y por último, pero sólo por no secar la fuente, que si es irremediable asumir
que el entender sucede al contemplar y lo sustituye, ocupando su entero lugar,
a lo mejor no es sino que la lectura no estaba siendo la correcta. Ya veremos.
La cuestión es que encuentro
la cita de Alberto Manguel demasiado determinista; condicionada en exceso por ese
entender, un a priori sacado de no se sabe dónde, que actúa en la misma de
término privilegiado y necesario frente al circunstancial y contingente
contemplar, y entonces, ya me siento capaz de no tomarla del todo en serio. O
mejor, me la tomo tan en serio, que siento la urgencia repentina de sacarle
punta.
Entender no es un concepto
unívoco. Caben tantas formas de entendimiento como entendedores haya. Y tampoco
lo es contemplar. No se contempla lo mismo una puesta de sol en Caños de Meca
que el cadáver de un chiquillo [demasiado moreno para ser nativo] tendido en la
arena de la playa de Motril. En consecuencia, no está de más concluir, por ahora,
al hilo, que los múltiples entendimientos posibles vienen determinados por los
diferentes modos de contemplar, a su vez forzados por la naturaleza de los
‘objetos de’ contemplación. Así como que por ser la lectura una ‘operación en
curso’, ¿opera aperta?, tanto si se trata de un libro como de un hecho vital,
ésta puede interrumpirse –satisfactoriamente, conviene recalcarlo– en la mera
contemplación. En ocasiones no hay necesidad de entender lo que se nos da a
entender. Por ejemplo, leyendo un libro de imágenes, otro de pictogramas
chinos, o la puesta de sol en Caños de Meca. Los tres pueden llegar a entenderse,
tienen su explicación, pero, repito, no es necesario para conmoverse y salir de
ahí más ‘enterados’ de lo que estábamos hasta el momento. Y otras veces porque quizá
no nos convenga entender lo que de sobra entendemos. Por ejemplo, al leer un
libro que nos cuestiona y puede llegar a cambiarnos la vida que tan a gusto
llevamos simplemente con leer de ella, o al mirar el cuerpo roto del chiquillo
extranjero que el mar arrojó en la playa de Motril. Lo más probable sea que, expuestos
a tales ejemplos, renunciemos, incluso, a la contemplación. Hagamos como que no
hemos visto.
En cualquier caso, la lectura
sobrevive vuelta manía. No se aborrecen los libros por tropezar con un mal
libro ni se rechaza la vida por un mal trago que ella misma nos hace pasar. Simplemente
se gana distancia. Las palabras que leemos para entender las cosas y esas cosas
que contemplamos todavía sin palabras, desde lejos, en la posición adecuada, el
punto elevado desde donde los generales observan los pormenores de la batalla,
gozan de la misma consistencia. Se funden y consuman en una misma acción, como,
en realidad, todo lo que nos es ajeno, transformados para la ocasión en artistas
o dioses.
Mas tampoco hay que ponerse
tan trascendentales. Los dioses no existen y los artistas aún están por
inventar. Probablemente habría ganado mucho este escrito, me habría expresado
yo con mayor y más certero tino sobre cómo es que en ‘las lecturas’ contemplar
y entender van de la mano, “agarraditos los dos”, aprovechando una observación
sobre la observación que nos hace Rex Stout en La segunda confesión, una
sencilla y cómoda novela de suspense:
Desde luego –nos señala Nero Wolfe, el gordo detective neoyorquino creado por
Stout– no hubiese yo descubierto la mosca
de no estar contemplando el lugar donde se había posado.
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