lunes, 27 de noviembre de 2017

MU



No hay pregunta para la contestación “Estoy vivo”, ¿a quién podría ocurrírsele una cosa tan tonta? Ni siquiera en el caso de un accidente [presuntamente moral], el paramédico que acude primero en auxilio del accidentado intenta valerse de las  palabras. Le habla, sí, pero como quien ya se teme estar hablándole a un muerto. Para cerciorarse de su lamentable estado, el paramédico le toma el pulso en las muñecas o en las sienes; le acerca un espejo a los labios, en resumen, comprueba sus constantes vitales, entre las cuales no parece figurar el habla. Porque el habla es un añadido suficiente de los vivos. Y callar, hacerse el muerto, fingirse muerto, pasar por la vida como un muerto, un fantasma, en silencio. Por esto si creo que nos debemos replantar la significación de los versos de Antonio Machado: Quien habla sólo espera hablar a dios un día.
Desde muy temprano nos advierten que veremos a dios una vez muertos, y no siempre, y no todos, sólo los buenos. De modo que de hablarle, nada de nada. Los muertos no hablan [si lo hicieran, posiblemente llegásemos a considerar la muerte algo más pasajera, menos definitiva, como en las películas, hasta que el director grita ¡Corten! y los falsos caídos se levantan y se sacuden el polvo) Los muertos callan eternamente. Al menos en el contexto expandido de los cristianismos donde nos han prestado interesado albergue. En adelanto de ello está, una admonición, el debido silencio a observar en el interior sagrado de los templos. Alegoría que necesariamente ha de resultarnos terrorífica, y por eso quizá que su contemplación plena, su guarda total, se reserve, no obstante, para los muertos. Por otra parte, ¿de qué podríamos charlar con dios? ¿No es más lógico calcular que sentados ante la inmensidad divina nos sentiríamos incapaces de pronunciar las palabras que mal vinieran a sacarnos de ese anonadamiento maravillado? Desde luego, resultaría de lo más feo romper ese magnífico arrebato, y el sólo insinuarlo valdría para justificar la existencia veraz del infierno, el lugar de destino de los locuaces, de los que no callan ni quemándose, de los que no están muertos del todo, pues si han de seguir sufriendo, menester que ellos sigan vivos también.
La cuestión que me planteo es: Antonio Machado ¿privilegia la espera o ese final de apariencia esperanzada? ¿Defiende el habla porque se teme el silencio o la desprecia por vana? Converso con el hombre que siempre va conmigo, es el verso que antecede al de (entre guiones, como un zurcido) quien habla sólo espera hablar a dios un día, y se cierra el cuarteto hablando Machado de su soliloquio y de su filantropía. De la soledad y de la compañía que la sostiene. Hay, así pues, un hombre, dos hombres y muchos hombres en tan reducido espacio como es el de un retrato. No sé si se lo podría acotar aún más cerrándolo entre los signos de la interrogación, pero estoy por aventurar que hay ronda la pregunta cuya única respuesta válida es: Estoy vivo.