miércoles, 31 de octubre de 2018

LA DIMENSIÓN HISTÓRICA


Tengo una coartada.

Pero Usted acaba de confesar que no vio a nadie y nadie le vio a usted. Su mujer salió de viaje a media tarde, Usted mismo la acompañó al tren; la acomodó en su asiento del vagón de primera clase; bajó a tierra y esperó a que el tren partiera para despedirse de Ella con lágrimas en los ojos. Luego regresó a su casa, dijo, se quedó dormido mirando la televisión y cuando despertó, ya era noche cerrada.

En efecto, y ya me dirá, señor Comisario, cómo iba a matar a nadie estando solo en casa.

Demasiado perfecto y eso lo vuelve aún más sospechoso. Si nadie lo vio, nadie puede ni acusarlo ni eximirlo. Es triste matar para nadie. Aunque tenemos todo el tiempo del mundo, y más tarde o más temprano acabará confesando. De eso estoy seguro.

Final A: (porque) Se sentirá vacío.

Final B [con moraleja]: (porque) El poder es lo que tiene.

martes, 30 de octubre de 2018

OJITO CON DESCONFIAR

Al hombre a quien llamaban El manco, pues le faltaba la mitad de un brazo, del codo hacia la nada, una noche, mientras dormía plácidamente una de sus habituales melopeas, le ocupó un sueño raro., quizá porque luego, al contárselo a los pocos seguidores que aún conservaba de sus años de escribidor afamado, lo exageraba de forma demasiado manifiesta, o porque había olvidado parte del mismo, la parte que mejor fuese interpretable por cualquiera avezado en los intríngulis del doctor vienés, cuyo nombre el manco era incapaz de recordar.

En mi sueño, contó, me faltaba la mitad inferior del brazo izquierdo, ¿cómo si no hubiera podido reconocerme estando, como estaba, muy dormido? De repente estalló la Revolución, y yo andaba metido en ella de cabeza. Iba subido al capó de un automóvil en cuyos laterales alguien había arañado con su navaja ¡Viva la nada!, en uno, y en el otro, ¡Nada de vivas hasta la muerte! Debía tratarse de un viejo nihilista llegado de la Europa Centra. Yo, en mi entusiasmo, arengaba a la multitud, que escuchándome se enardecía y así fue como acabaron quemando la Catedral, donde se habían refugiado al menos un millar de curas y sus amas, todas ellas sorprendidas por la Revolución en prendas menores. Más tarde, o quizá precediéndolo, no soy nada propenso al orden ni a las cronologías, ya me conocéis, estaba de parte del otro lado y me torturaba a mí mismo a fin de sonsacarme quiénes eran los cabecillas de la Revuelta. Inútil que, vencido por el dolor y el pánico a provocarme un dolor todavía más cruel del que ya padecía, me confesara que yo mismo era el cabecilla de los rebeldes. Nadie me creía, ni yo, así que acabaron soltándome, o conseguí escapar de mis propias garras. Pero en el trajín de una cosa u otra, perdí la mitad del brazo que me falta. Debí arrancármelo yo mismo mientras me interrogaba. Por supuesto, ni siquiera intenté volver a buscarlo. Suerte que tuve de despertar durante la huida. ¿No me creéis? –detuvo su narración a la vista de las caras de desafección que mostraban quienes fueran sus más fieles– ¿Me tomáis por un embustero? Mirad –se remangó la camisa, pero no antes de solicitar que le llenaran su vacía copa de ginebra, dejando al descubierto la parte del brazo que no tenía.

martes, 23 de octubre de 2018

EL NUDO BORROMEO



[se puede decir de] Lo Real que es aquella cosa incapaz de parecerse a sí misma por cuanto ya contiene todos los parecidos posibles en su esencia. De ahí que los espejos se sientan a obligados a invertir el reflejo de la cosa para no crear, a su costa, una confusión innecesaria.



Lo Simbólico es el parecido que puede establecerse entre una cosa y otra cosa sin obligarse a la reciprocidad. Una cosa es, la otra se le parece, haciendo imposible invertir la oración: que sea la ‘otra cosa’ y la ‘una cosa’ se le parezca, porque ello supondría la destrucción del símbolo (apalabrado), situación incómoda donde las haya, pues nos obligaría a cargar con la cosa puestos a tratar de demostrar que la otra cosa sólo se le parece.



Y lo Imaginario sencillamente no es, nada más nos lo parece durante el tiempo de su construcción. Luego, ya recuperados en lo Real, hasta ese parecer desaparece. Lo mismo que la semejanza de un dios y su criatura, produciéndose, entonces, un agravio comparativo entre lo Real y lo Imaginario imposible de resolver sin volver a reinstalarse (como la niña de provincias que se fue a vivir a un Chagall, Blanca Andreu) en la imaginación. Más que una mentira piadosa, así pues, la venganza debida a la mentira de lo Real, cuyo símbolo guarda la Doctrina, el Saber, siempre a falta de reconocer que entre ella y lo Real el parecido no es sino pura coincidencia.

viernes, 19 de octubre de 2018

APUNTES -I-


Inalcanzable y vacío como un idioma, tuerzo (détournement) el apotegma de Eugenio Baroncelli, que era en origen: Inalcanzable y vacía como una diosa, a fin de convocar a la perplejidad en el asunto. ¿Es inalcanzable un idioma? Así lo será si nos fijamos exclusivamente en la figura del portugués del cual habla Nicolás Fernández de Moratín: Admirose un portugués / de ver que en su tierna infancia / todos los niños en Francia / supiesen hablar francés. Un portugués que, por supuesto, fala en portugués y de quien sabemos por boca de Moratín  padre en su preciso español, como yo, como nosotros los españoles, leemos a Moratín y ya nos enteramos de todo a la vez. De los decires múltiples de Baroncelli, de los de un portugués anónimo, de los de Nicolás Fernández de Moratín y… del precio de los libros. Antes de entrar en el buen entendimiento, hay que entender, sobre todas las demás cosas que se ofrecen a nuestra comprensión entre sus páginas, el precio de los libros [un tema del que no vamos a hablar en esta ocasión, si les parece.

No sería atolondramiento asegurar que entendemos de las cosas en la medida en que poseemos un idioma, el nuestro, mientras dejamos los otros a un lado por inalcanzables. De resulta de los cual, tampoco sería aventura equinoccial (como la del Lope de Aguirre de Ramón J. Sender y posterior película de Werner Herzog) inferir que entender es extendernos en el idioma donde nos inscribieron desde muy chiquititos todavía para protestar. Por ejemplo, oímos fugazmente, o leemos de pasada, de la existencia de algo llamado el imperativo categórico, la dialéctica histórica o la santísimo trinidad y la porcinidad del puerco –cochino, gocho, cerdo, marrano–, salimos en su búsqueda, y no hallando en el mundo cosa alguna con esas señas de identidad a la vista, no nos queda otro remedio –mejor: otra argucia– que recurrir a pertrecharnos de palabras que hasta el momento desconocíamos  (o estaban en otro ámbito; no voy a descubrir las metáforas en esta coyuntura) para entender –que es dar por cierto y bueno– la probidad de tales ‘engendros –criaturas sin forma– conceptuales’, en los cuales, y según vayamos avanzando en la adquisición del idioma propio, creeremos tanto o más que creemos en las cosas de veras. ¿O no se prefiere el ‘secreto ibérico’ a las otras piezas menores y más conocidas del cerdo?

La agradable sensación de estar entendiendo lo que no entendíamos por el mero hecho de contar ahora con las palabras que antes nos eran extrañas, que estaban ahí, sí, en nuestro idioma, pero las extrañábamos como a los extraterrestres que nos vigilan, y más humano todavía que eso de entender lo inentendible, la posibilidad de liar la hebra con quien ayer no podíamos ni parar a disculparnos, no nos deja ver la verdad de los hechos en curso [escolar]: a lo mejor el poder hablar con soltura no significa que hemos entendido, sino que nos hemos enterado. Una diferencia en exceso sutil, apenas si cuantificable, dado que cuanto nos facilitan las palabras no es otra cosa que la posibilidad de argumentar, lo uno y lo otro, a favor o en contra de cualquier tema, pero no tanto argumentar en el sentido de demostrar cuanto en el de convencer o hacernos confiar en lo que puede que sí puede que no, bien revestido de ‘esperanza razonable’. Lo real está en lo ficcional como a la inversa: lo ficcional obra en lo real, siempre y cuando anden por medio las palabras. Las que tenemos y las que nos esperan conforme estiramos el argumento, el bla bla bla, alejándonos de forma harto imprudente del entendimiento de la cosa original en brete, pues, bien mirado, con todos los sentidos puestos en ello, entender sólo puede entenderse como lo entendieron en su día los homosexuales: estar en y ser aquello que se entiende. Pero, entonces, ¡pa qué volver!... al inicio de la conversación.

Supongo porque, por fortuna, nunca acabamos de entender. Y menos todavía, de estar y de ser. Razón por la cual no podemos callar-nos. Si acaso interrumpir-nos y contemplar-nos, de manera harto desinteresada y momentánea, en el silencio del otro (pensemos en Arthur Rimbaud: Car Je est un autre, Teoría de la falsa reciprocidad) en la remota verdad (?) del idioma, de la lengua, sugerida al principio de este escrito, que es inalcanzable y está vacío, o lleno de sí mismo, como la nada a quien aquel representa en el lenguaje con gran acierto y mucha pretensión de concederle un futuro halagüeño. Silencio, vacío, nada, palabras límite, significantes colmo puestos, no obstante, de nuestro lado a efectos de impedirnos caer, simplemente caer. Incluso cuando no tenemos nada que decir, nos quedan algunas voces para lamentarlo.

En pocas palabras, como conviene que nos portemos: hasta para nombrar lo innombrable (Samuel Beckett, teatro del absurdo, poesías experimentales del otro lado, con el telón abajo), el silencio, el vacío, la nada, las hay, abundan las que nos acaban devolviendo al discurso, así sea que fuera de lo que se habla no hubiese vida, porque no se hable de otra cosa. Puede tratarse de una suerte de ‘ecología’ o ‘salvaguarda vital’: “No gastar de la vida, la vida misma, mientras se asiste a su narrativa.” ¿No truenan ya cercanas las cornetas del Espectáculo viniendo desde tan lejos como estuvo Babel en su día remoto?

La respuesta [oposición] a tan lamentable estado de la cosa, magníficamente expresado en la letrilla neo-platónica de la Niña de los peines:  pena me da si te veo / y si no te veo doble / no tengo más alegría / que cuando mientan tu nombre, está en el viento, según otra canción, ésta de Bob Dylan. The answer, my friend, is blowin’ in the wind. Pero sí y no. Una vez más las ‘letras’ nos confunden y nos angostan. La respuesta está en el viento, valga como comienzo, pero ello no puede significar que esté en las palabras arrastradas  por el viento a su pesar, sino en el propio sonido del viento, que es a la par su silencio y el nuestro. Cuando John Cage salió de la cámara anecoica de la Universidad de Harvard, un lugar donde el silencio campa a sus anchas, se mostró desilusionado, pues estando en el interior, completamente aislado, escuchó, pese a todos, dos sonidos, uno bajo y otro algo, dijo. Pidió explicaciones al técnico de la cámara y éste le contestó que había escuchado el “ruido” de su sistema nervioso y el de su circulación sanguínea. El silencio no existe, dicen que sentenció Cage a voz en grito.

Por lo bajo, muy por lo bajo, añadió para sí: Pero se manifiesta.

miércoles, 3 de octubre de 2018

LOS ANCESTROS


Los Ancestros suponían el final de la tierra firme en lo que ahora denominamos la línea del horizonte, una construcción y una restricción visual tras la cual reinaba el vacío del Origen. Los Ancestros debieron pensar que nada había más allá de donde la vista alcanza, sin dejarse engañar por ningún ensueño en base al cual pergeñar una teoría formal del ‘planeta’ que les permitiera trasladarse de un lugar a otro sin jugarse la vida en la aventura. Sin embargo, avanzaban. Como movidos por un resorte inaprensible, echaban un pie al frente, se afianzaban con él al suelo firme, que sólo era el que ellos mismos ocupaban. Luego, levantaban el otro pie y lo adelantaban al primero, siendo así como andaban, se movían, se trasladaban sin mucha conciencia de estar haciendo eso precisamente: andar, moverse, trasladarse. Porque los Ancestrales sólo consentían. Se dejaban llevar por la acción de los pies, que gozaban de una independencia plena, pues todavía no se sabían Sujetos dotados del afán de lo absoluto, que con el tiempo conformará al Sujeto.  

Los Ancestros no se conocían en tanto Sujetos autónomos, ésta es la cuestión, y, en consecuencia, carecían de premeditación, motivo, causa para hacer lo que fuese que hiciesen. Andaban, sí, pongamos por caso, pero no iban a ninguna parte. Comían, también, pero no sabían si comían por hambre o por ganas. Se amaban, pero sin sentir la presión dolorosa del Amor. Todo cuanto hacían –esto y lo otro y lo de más allá– estaba condicionado por las circunstancias del momento, aunque a falta del conocimiento de la temporalidad y de la espacialidad, tampoco supieran lo que era el momento ni las circunstancias de lugar y, por lo tanto, no cuenta. En pocas palabras, se movían sin tomar decisiones que pudiesen comprometerlos con lo que fuese a ocurrir a continuación. Digamos que padecían una forma de estar y no de ser. Como si sus cortas entendederas, no obstante, les sirvieran para suponer que lo que ahora llamamos el Después, no es otra cosa que el final del tiempo de lo real. Vivir, pero sin creer en que se esté vivo.