Al hombre a quien llamaban El
manco, pues le faltaba la mitad de un brazo, del codo hacia la nada, una noche,
mientras dormía plácidamente una de sus habituales melopeas, le ocupó un sueño
raro., quizá porque luego, al contárselo a los pocos seguidores que aún
conservaba de sus años de escribidor afamado, lo exageraba de forma demasiado
manifiesta, o porque había olvidado parte del mismo, la parte que mejor fuese
interpretable por cualquiera avezado en los intríngulis del doctor vienés, cuyo
nombre el manco era incapaz de recordar.
En mi sueño, contó, me faltaba
la mitad inferior del brazo izquierdo, ¿cómo si no hubiera podido reconocerme
estando, como estaba, muy dormido? De repente estalló la Revolución, y yo
andaba metido en ella de cabeza. Iba subido al capó de un automóvil en cuyos
laterales alguien había arañado con su navaja ¡Viva la nada!, en uno, y en el
otro, ¡Nada de vivas hasta la muerte! Debía tratarse de un viejo nihilista
llegado de la Europa Centra. Yo, en mi entusiasmo, arengaba a la multitud, que
escuchándome se enardecía y así fue como acabaron quemando la Catedral, donde
se habían refugiado al menos un millar de curas y sus amas, todas ellas
sorprendidas por la Revolución en prendas menores. Más tarde, o quizá
precediéndolo, no soy nada propenso al orden ni a las cronologías, ya me
conocéis, estaba de parte del otro lado y me torturaba a mí mismo a fin de sonsacarme
quiénes eran los cabecillas de la Revuelta. Inútil que, vencido por el dolor y
el pánico a provocarme un dolor todavía más cruel del que ya padecía, me
confesara que yo mismo era el cabecilla de los rebeldes. Nadie me creía, ni yo,
así que acabaron soltándome, o conseguí escapar de mis propias garras. Pero en
el trajín de una cosa u otra, perdí la mitad del brazo que me falta. Debí
arrancármelo yo mismo mientras me interrogaba. Por supuesto, ni siquiera
intenté volver a buscarlo. Suerte que tuve de despertar durante la huida. ¿No
me creéis? –detuvo su narración a la vista de las caras de desafección que
mostraban quienes fueran sus más fieles– ¿Me tomáis por un embustero? Mirad –se
remangó la camisa, pero no antes de solicitar que le llenaran su vacía copa de
ginebra, dejando al descubierto la parte del brazo que no tenía.
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