lunes, 16 de diciembre de 2019

PERPETUUM MOBILE


Cambiamos la mesa de disección por una cama de hotel: El encuentro fortuito de un paraguas y una máquina de coser sobre una cama de hotel. Así resulta más eficaz la frase, pues comprendemos mejor la situación. Añadimos señor y señora (Didi-Huberman) al paraguas y a la máquina de coser: El encuentro fortuito del señor paraguas y la señora máquina de coser sobre una cama de hotel.  La evidencia se nos hace tan obvia, tan palmaria, que, en efecto, parece extraída de un cuento para niños. El señor es papá y la señora, mamá. Y el encuentro tuvo lugar, que sepamos, cuando los dos fueron de viaje de novios a un hotel (¿el Hôtel des Extrangers) en la Costa Azul.

Y lo fortuito, ¿dónde queda? –reclama uno de los niños, el más avispado.

Todavía no hemos llegado –le responde, sabihonda, la niña-síntesis de una dialéctica que, a día de hoy, continúa en movimiento perpetuo.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

¿EN FAVOR DE LA FICCIÓN?



El “Estado de las cosas” es lo que vemos, pero no es la cosa misma. Jamás lo fue, ahí estuvieron siempre las religiones y las ideologías para impedirlo. Incluso la fórmula “El estado de las cosas” en sí, lo niega; rechaza que las cosas puedan observarse en su mismidad, pues el Tiempo no deja de actuar sobre ellas. A veces con la noble intención de conservarlas, pero para entonces ya son ruinas y eso nos altera su percepción. La “añoranza del futuro” acaso no sea sino el vano deseo, la fútil aspiración de devolver las cosas a su estado originario. Sacudirles el polvo, repararlas, intervenir en ellas, sobre ellas de manera de alterar su estar, sí, mas salvaguardando su ser. De este modo es como el presente se nos ofrece en tanto el momento de la intervención en los poderes de Cronos al objeto de devolvérnoslo favorable y así encontrarnos con las cosas tales como sólo cabe imaginarlas.

Algo que tiene exclusivo lugar en la ficción, hasta ocuparla por entero. De concederle una mínima credibilidad a la historia de Blancanieves, hemos de convenir que ésta acaba cuando la maligna bruja se despeña y muere acosada por los desolados enanitos y los animalillos del bosque. El hecho posterior del reencuentro con el Príncipe que al besarla la despierta, ocurre nada más –y debe añadirse nada menos– en el sueño eterno de la Bella.

lunes, 9 de diciembre de 2019

NOTICIAS DE LA CAVERNA


Fueron los actores ciegos quienes al cabo de un tiempo sin subir al escenario, tropezaron involuntariamente con los cadáveres de los padres que alguien –acaso aprovechándose de las mañas de los magos a quienes imitaban de manera inconsciente– había descuidado con mala intención por los suelos del teatro.

Entonces, se corrió la voz, y como quiera que fuese, nadie quiso reservarse su opinión y todos hablaron a la vez.

Los teólogos vieron a dios en el vacío.

Los gramáticos, por si acaso, no tardaron en regular el vacío de los espacios en blanco.

Los economistas calcularon cuánto iba a costarles el vacío.

Los cartógrafos dibujaron los mapas del vacío.

Los jurisconsultos dictaron las leyes del vacío…

… los aviadores planearon sobre el vacío. Los marineros lo navegaron de uno al otro confín. Los escritores le pusieron nombre mientras los artistas lo pintaban de variados colores. Los músicos lo hicieron sonar y, a continuación, los arreglistas mejoraron los ocasionales desajustes de los músicos.

Y cuando, finalmente, les llegó la ocasión de intervenir a los atónitos filósofos, estos quisieron explicar cómo era que todos vivían a costa de las tantas representaciones del vacío, pues, en su interior, nada puede dejar de contarse entre las falsas seducciones de las semejanzas.

Los más exaltados de cuantos escucharon a los filósofos, enseguida se echaron sobre ellos y los molieron a palos. Más tarde, una vez sosegados por las prestas atenciones y cuidados de los sociólogos y los psicoanalistas, que supieron desenmarañar la situación por dentro y por fuera, y los policías redujeron a aquellos muy sedicentes, la asamblea decidió expulsar, también, a los filósofos a un lugar remoto del vacío, donde ya empezaba a germinar la flor de las causalidades, a que se recuperaran.

lunes, 14 de octubre de 2019

EL RESPETO Y LA LEY

Para el "respeto", el diccionario de la rae incluye dos entradas inquientantes, la cuarta y la sexta. En concreto, "respeto: miedo" y "respeto: manifestación de acatamiento que se hace por cortesía." Siendo la cortesía "una demostración o acto con que se manifiesta la atención, respeto o afecto que tiene alguien a otra persona", y el miedo "la angustia por un daño real o imaginario", ninguna de esas dos actitudes que uno puede asumir ante "lo otro" –por ejemplo, la justicia– me parecen dignas de respeto; de lo que se puede entender por respeto sin acudir a "la autoridad" de ningún diccionario, y donde la palabra "acatamiento" apenas si suena, porque entonces ya no sería una cuestión de respeto, sino de fuerza. Tanto la fuerza que se tiene para hacer cumplir la ley, como su contraria, la fuerza que se emplea para incumplirla con éxito.
Del miedo poco se puede decir. Sencillamente, porque se tiene miedo de hablar. En contra, claro. Hablar en contra de la ley; es decir, hablar sin miedo de la ley, enseguida te convierte en un sujeto sobre el cual aplicar la ley; en culpable de estar contra la ley. El que calla (por miedo) otorga, pero de ahí a mentar el respeto, es muy aventurado.
Y la cortesía, más que respetuosa la encuentro cínica. Expresión del cinismo de quienes están del lado de la ley de forma interesada; de cuantos "acatan" la ley porque la ley les favorece, aunque nunca con la "merecida" suficiencia que reclaman. Para entender esto, basta con considerar la prisa que se dan en expresar su respeto a la ley, pero, enseguida, sin ni siquiera esperar a que la ley se cumpla en todo su recorrido, manifestar la conveniencia de nuevas leyes, más amplias y más duras, que vengan a compensar la progresiva pérdida del miedo demostrada por quienes imcumplieron la ley vigente, correcta en su espíritu –el espíritu de la represión– pero ineficaz en su letra.
En resumen, lo único en común que tienen esas dos actitudes formales de "respetar" la ley, el miedo y la cortesía, es la obligación de acatar la ley. Y en esto, dicho con el mayor de los miedos y la menor de las cortesías, no quiero estar de acuerdo. Es un problema de moral personal que reclama con urgencia el "respeto mutuo".

martes, 1 de octubre de 2019

LA OCUPACIÓN


Finalmente, ante mi mucha insistencia superando sus reticencias, mi médico, el doctor Machuca, se apeó de la burra –como se suele decir– y echo a explicarme lo que, para él, no tenía explicación, pues mi mal era que otro, y no yo, andaba dentro de mí. Diagnóstico, que así expresado, con tal sutileza y su poco de humor negro, me trajo a la memoria una cancioncilla de El canto del loco, si no fuera que el loco lo era yo y estaba allí, como en otro melodía de Los Bravos.

En realidad –el doctor Machuca estaba a lo que estaba sin importarle mis impertinentes reflexiones– lo tuyo –por qué me tuteaba vaya usted a saber– no es una enfermedad en el sentido estricto. Lo que tienes es a alguien, y a no a ti mismo, metido en tu ser más íntimo.

¡Y eso!, doctor –interviene de manera enfática, profundamente afectado por la eventualidad de andar con un realquilado dentro, con un okupa en el pecho– ¿Es grave? ¿Tiene cura? Dígamelo – Machuca tío, callé,– pero dígamelo sin caramelos, se lo ruego.

¡Cómo voy a saberlo! –me respondió él mientras, sin mirarme a la cara, rellenaba el impreso de alta médica.– Ten en cuenta que te estaba tratando a ti, y ahora resulta que el enfermo es otro, alguien que no es paciente mío.

Entiendo su problema ético –le mentí con todo el descaro cosquilleándome en el cielo de la boca.– Comprendo que no vaya a darme información sobre alguien a quien no conozco. Pero, dígame, Doctor, ¿qué puedo hacer dada la situación en la cual me coloca? ¿Aviso a la policía para que desaloje a quien quiera se haya instalado en mi intimidad más profunda? ¿Lo desahucio por falta de pago? Y  a mi mujer, ¿qué le digo. Que estoy enfermo o subarrendado?

En eso no voy a entrar, yo soy médico, no un consejero sentimental. Tú verás lo que haces –el doctor Machuca, ahora sí, me miraba a los ojos, aunque, la verdad, yo no me sentía capaz de dilucidar si era a mí o era a él, a mi ocupante, a quien le hablaba.

Claro, doctor, no le culpo –me avine a descargarle de responsabilidad sobre nuestro estado, pues, como quien no quiere la cosa, yo empezaba a hablar por mí y por mi compañero.– Es más, –añadí– me acaba de quitar un gran peso de encima.

Se hizo el silencio entre los tres y supe que había llegado el momento de abandonar. El doctor Machuca, entre tanto, había vuelto a sus papeles. Me despedí de él deseándole lo mejor y me fui sin esperar a que me respondiese con la correspondiente cortesía.

Una vez en la calle, eché a caminar despacio, como si paseara por una ciudad extranjera buscando una tienda de regalos que llevarle a los niños a mi regreso a casa. Doblé la esquina de la  Clínica del doctor Machuca y enfilé mis pasos hacia la boca de la estación de metro de Los tilos. Iba como distraído de mis preocupaciones, cuando di un repentino quiebro que a punto estuvo de partirme la cintura. Me giré por completo. Me gané la espalda y eche a correr tan deprisa como lo haría un malhechor del lugar de su fechoría. Corrí y corrí. Atravesé cuatro o cinco manzanas de casas sin parar a fijarme en quién me llevaba por delante, y sólo cuando me empezó a faltar el aire, me detuve.

Respiré hondo. Me sequé el sudor de la frente con el dorso de la mano. Y de forma casi imperceptible para cualquiera que me estuviese observando, volví la cabeza para ver si alguien me había seguido. Nadie. Ni siquiera él, que permanecía, impasible como una farola, un pasmarote, en el mismo lugar donde yo había iniciado mi alocada carrera hacia la nada. Incapaz, intuí, tanto de comprender mi actitud como de intentar, también él ponerse a salvo. Pero no me quedé para averiguarlo.

Fue la primera y la última vez que lo vi. No sé qué habrá sido de él. Tampoco he vuelto a tener noticias del doctor Machuca. Al poco, sí, de cuanto les he venido contando, me llamó por teléfono –bueno, él no, su secretaria– reclamándome el abono de una minuta por el tratamiento de una supuesta Crisis de interiorización, se explicó la eficiente secretaria. Le contesté que no la entendía. Que probablemente se equivocaba de persona. Que yo jamás había padecido de semejante cosa, y que no me volviese a molestar con semejante triquiñuela o pondría el caso en manos de mis abogados (el plural sobredimensionaba mi protesta. Sí la convencí o me dio por imposible, no lo sé. Pero, por si un acaso, cambié de número de móvil y nos fuimos a vivir a la provincia.

Desde entonces no he vuelto a encontrarme mal. Seguramente porque dejé de fumar y de beber, se me fueron las ganas, y me transformé en el hombre tranquilo y de casino que ahora soy, aunque mi mujer y los niños no dejan de quejarse de mi falta de interés por ellos. No sé. Empiezo a pensar si pudo ser él quien volvió a casa en mi lugar y fui yo quien se quedó en el suyo y aún estoy en tratamiento. Pero, mejor dejarlo como está, no sea que me vuelvan los achaques.