El pensamiento se
produce más tarde, una vez ha sido dicha la palabra… y como un insecto acosado
por la lagartija –o la salamanquesa– criada por el hombre a escondidas y a fin
de proteger su hogar [su razón], se encuentra a salvo de la muerte tras las
muerte. La palabra, así está la cuestión, muere al entrar en contacto con el
aire del exterior, un silencio. Para entonces, ni siquiera es ya un insecto,
sino algo todavía más diminuto, un microbio. Alguien (sic) que sólo vive de
contagiar su grave mal a otro. Los científicos tardan, pero terminan dando con
la explicación de tan extraña vitalidad. La gente común, por su parte,
simplemente se maravilla de que algo tan ridículo pueda estar en el origen del
mal de los siglos: el habla, las hablas. Junto a sus terapias, que a fuer de
anular los síntomas de un dolor arcano, mantienen al mal, la palabra, el
bichito, en su omnímoda y omnipotente presencia ausente. La referencia.
En la palabra no está
previsto el pensamiento. En el pensamiento la palabra pierde su donaire. Como
cualquier hembra fértil, la palabra inquieta de forma permanente la ruda firmeza
del pensamiento. Éste: un macho indubitable e incapaz de sobrepasar con la
debida complacencia los hechos de su pírrica victoria sobre ella. Y es por
ello, por su miedo al miedo, que el pensamiento no está en el hijo, del cual
construye su relato. La ley.
Niño indistinto. Infanta
sin sexo. Asepsia clínica. Pensada, transpuesta, la palabra queda para ser
reconocida en su apellido (nunca decir adjetivo), tal y como –me viene el
recuerdo– aquellas engurruñadas galletas que se pedían por su número. Un número
en un orden numeral. Un punto en el recto pensamiento. Quien, macho imperturbable
incluso en el curso de las celebraciones, inventa la sintaxis a efectos de que
la palabra no se desmelene en el interior de la reata. Podría ocurrir –dios no
lo quiera– que el pelo suelto de las palabras despeinadas germinase en tierra
extraña y se transformara, al concurso de nada, en los rizomas de una planta
salvaje. La anomalía.
Pero no siempre fue éste
el estado de las cosas, su estado natural. Hubo un tiempo en el cual todavía se
podía decir lo que no estaba dicho y las palabras concursaban en la industria,
el ingenio que la ausencia de pensamiento consentía. Ocurrió que el montón de
las palabras sueltas, como las basuras de un barrio humilde, creció y creció,
se hizo tan imponente como la más imponente de las montañas; tan vasto como el
más vasto de los océanos; tan majestuoso como la propia majestad que en su
falta de pretensiones albergaba. La
poesía…
Que aún está vigente.