miércoles, 10 de marzo de 2021

DESVARIOS

 


Dice Alejandro Zambra que se lee debido al deseo, al afán de pertenecer. A una familia; a un clan; a una clase; a un partido; en fin: a contar en la multitud. Es lo que dice Alejandro Zambra y, por mi parte, me limito a repetirlo, a copiarlo, como en los periódicos. Porque no acaba de convencerme. No me convence que por leer a Alejandro Zambra –de quien, por cierto, sólo puedo hablar bien– sea que busco sumarme, como uno más, al grupo de lectores de Alejandro Zambra, de la literatura chilena, de la literatura sudamericana y ni siquiera de la literatura universal. Mejor si les confieso que los libros que más me provocan son aquellos en los que ni siquiera imagino que pudiese estar ahí, bien que por malo de un demonio fuese. No me veo en las situaciones que se representan en los libros que leo. ¿Por qué creer que se escribieron pensando en que me gustaría encontrarme en él; pertenecer a algo que ya funciona perfectamente sin mí y, con plena seguridad lo digo, gracias a ello? ¿Qué pintaría, yo, por ejemplo, en La metamorfosis de Franz Kafka? Porque me consideraría una mala persona si no hubiese hecho cuanto estuviera en mis manos para evitar que Gregorio Samsa se durmiese y despertara transformado en un bicho asqueroso y así Kafka no hubiese escrito semejante horror. O en Últimas tardes con Teresa. Lo cito porque yo aún sigo con Teresa y nunca llegamos a esa última tarde de entre las ultimas en que deberíamos decirnos adiós por culpa de un guión que escribió Juan Marsé sin preguntarnos a ninguno de los dos cómo nos iba a ir más adelante. He oído comentar a muchos lectores eso de Un libro me cambió la vida, pero a ningún escritor le escuché decir Un lector me cambió el libro. Y esto ocurre porque todos los libros son objetos del pasado. Un ente, o una realidad, que nace cadáver, y el papel del lector se resume y concreta en el del voluntarioso asistente sanitario aficionado que trata inútilmente de insuflarle aliento, de devolverlo a la vida. A la postre, cargará eternamente con esa culpa: Hice cuanto pude. No pude hacer más. Pero se mantendrá en su empeño. Volverá a los libros como la golondrina al balcón becqueriano. También he pensado mucho alrededor de esa estúpida pregunta: ¿Qué libro se llevaría a una isla desierta? Y como ninguno de los interrogados entrevistos, más preocupados por quedar bien ante la audiencia y por sentar el canon de su conocimiento, que por ser precavidos ante tan desasosegante situación, ha respondido Un manual de sobrevivencia, he llegado a la palmaria conclusión de que el lector perfecto, ese lector que todo libro añora, en efecto, sólo será feliz, plenamente dichoso, si tal cosa extrema le sucediera, pues más tarde o más temprano, se vería obligado por las circunstancias a alimentar un fuego con las hojas de ese libro que logró salvar de la tragedia y le venía haciendo dulce compañía; aunque con harto, es posible, dolor de su corazón lo hiciese. Por fin se encuentra no solamente a solas, sino también ausente, apartado, caído, desprendido de la masa muscular del mundo al que la quema de ese libro le ha puesto a salvo. Sin saber bien porqué, tengo la sensación de verme forzado a llevarle la contraria a Alejandro Zambra, postulando –esto es, argumentando sin pruebas a favor– que no es “pertenecer a” la pretensión primera y última del lector, y sí lo ‘completamente otro’ (pinche Luis Castro) de ausentarse de todo cuanto pudiera desensimismarlo (ya la palabra es dudosa), apartarlo de un sí mismo del cual atisba alguna posibilidad de existencia. Ya es, no digan que no, un movimiento que inició al escoger el libro al objeto de separarse del mundo real; al preferir la historia vencida a la vida en ciernes. Así será que sólo si logra desembarazarse de ese ejemplar que tanto le sujetaba, comprenderá que ha alcanzado la plenitud del Ser, el Nirvana o la más ancestral Bobería. Lo malo es que no tendrá ocasión de contárselo a nadie, pues nadie está con él para celebrarlo juntos. Y, peor todavía, será que, frente a esa sangrante soledad, nazca –sin que quepa otra posibilidad en el desarrollo de éste mi desvarío– un nuevo futuro escritor, a quien, si la suerte le acompaña, si la fortuna le sonríe, alguien acabará rescatando –pienso en Vila Matas y sus escritores del no– de las páginas blancas del olvido, del cual aún queda mucho por escribir.