martes, 27 de marzo de 2012

Excursus sobre libros

Existen unos libros los cuales abandonamos sin cuidado por los rincones de la casa propia como a su cosa y apenas si mediada su lectura. Son unos libros a los que jamás volvemos, nunca recuperan nuestro recuerdo consciente, no vuelven a aposentarse sobre nuestras rodillas ni sus títulos nos vuelven a llamar la atención si, por casualidad, miramos al bies sus lomos fatigados. Sin embargo, tengo la extraña sensación de que las historias que esos mismos libros nos contarían son las únicas que de verdad nos siguen interesando con el tiempo, pues de algún modo son las historias más nuestras por cuanto nos será dado vivirlas de veras.

Desde que ando con este pensamiento, mi mujer [perdón por el posesivo] anda cada día más enfadada conmigo. Dice que le arrebato todos los lugares de la casa común dejando libros donde ella, de siempre, colocaba fotografías de nosotros enmarcadas con gusto y una atención exclusiva.

Pero es que, no ceso de repetirle cada vez que escucho sus recriminaciones, esas fotografías de las cuales hablas, no se han tomado todavía

La inspiración

Cuando la ocasión lo requiere, el Guía de los Pensares Ajenos suele presentarse ante el Ser Pensante [jamás él mismo] en la figura de un negro flaco, de pies grandes y aplanados. Interminables piernas a las que une un pene enorme, y siempre erecto, a cuya sombra crecen las envidias. El pecho lo tiene tatuado de signos cuyo significado sólo él sabe leerlos y nadie, sino él, llega algún día a interpretarlos, pues cada signo de esos exhibidos en su pecho, de origen incierto, se quiere un pensamiento a la espera. Su rostro es una máscara de hermosura. Los ojos como de leche o de miel, los señalan. La nariz caprichosa y los labios del rojo vivo de las cerezas de un huerto vetado. De sus orejas, muy leves, apenas un encaje, cuelgan dos zarcillos que -así las aparentosas estrellas- alguna vez existieron y ahora nada más brillan a su vera. De sus brazos y de sus manos comentan que sirven para acoger y abrigar, si es el invierno, y que despiden un olor a brisa fresca nada más se acercan los duros agobios del verano. Así lo ven quienes lo han visto.

Cuesta, lo sé, admitir la existencia de un Ser Semejante, y aquellos sin la fortuna de haberlo tenido cerca, mejor hacemos en seguir negándolo a cuenta de nuestros propios pero falsos pensamientos. Pero, con todo, existe. Hay, por ahí, un Guía de los Pensares Ajenos cuya prudencia es tanta que a veces se da a conocer, sí, como el asomo, tal que la sombra inquieta de cada Uno mientras se sueña.

Es por ello que, antes de apoderarse los dioses del mundo y los hombres cobijaran el pánico a los dioses, hasta el más alelado se sentía –en lo que antes había pensado su ocasión- este portentoso Guía de los Pensares Ajenos y, desproporcionada consecuencia, se lo contaba a los otros, que bajaban la cabeza antes de sonreírse de semejante atrevimiento, pues, la verdad, cada uno era, por sí mismo, el auténtico Guía de los Pensares Ajenos.

Éste, y ningún otro, es el origen veraz de la literatura que se sigue contando entre los hombres y la realizan, normalmente, esos que antaño llamaban ‘los negros de las editoriales’.

lunes, 26 de marzo de 2012

Sueños

El estado de duermevela es el estado más adecuado para acometer una traición, puesto que no eres del todo responsable de tu actos mientras así te encuentras. Hace un rato, por ejemplo, me quedé adormilado leyendo El significado de la traición de Rebecca West y empecé a soñar que andaba en performance con una mujer que no era T. Como no estaba dormido de pleno, sé que en cualquier momento podría haber detenido el sueño y seguirle, en consecuencia, siéndole fiel a T., tal y como tenemos pactado. Pero no me dio la gana, de esto estoy convencido. A lo mejor, no era conmigo, sino con quien yo soñaba ser, con quien se acostaba esa hermosa mujer de mi sueño. Mas si que era yo, yo mismo, cuando decidí no despertarme y que él, o yo, continuara en tan agradable disposición. Compartimos el momento. Disfrutamos por igual. Aun cuando ahora, ya despejado, el muy canalla ha desaparecido, se ha volatilizado dejándome a solas con el peso de la culpa. Prometo no volver a soñar con él. Con ella no depende de mí, pero si por mí fuera, de volverla a soñar, jamás me iría de su lado.

Y por qué no




De las elecciones andaluzas y asturianas de ayer, 25 de marzo, me quedo con la gratificante (por lo escasa y repentina) opinión de que el ‘pueblo’ habla sólo cuando los que habitualmente hablan ‘en nombre del pueblo’ comienzan a mostrarse insatisfechos y se teme que en esa insatisfacción suya, tan mística como pragmática, les por hacer algo irremediable para él.

En este sentido, impresiona la generosidad del ‘pueblo’, siempre atento. Sin embargo, ayer, 25 de marzo, es el hecho que aumentó la abstención votante del ‘pueblo’ tanto en Andalucía como en Asturias (por orden alfabético), lo cual bien pueda significar, intérpretes no faltan, que el ‘pueblo’ echa a permutar generosidad por indiferencia, extremo que, de ser cierto, me resulta una opinión aún más gratificante que aquella otra. Porque –se diga lo que se diga: era domingo, lucía un espléndido sol primaveral, el ‘pueblo’ andaba tostándose en la playa, llovía…- la abstención es un hecho político consistente no en desdeñar lo político, sino su gestión independiente (policía); la banalidad del espectáculo político para el que ni siquiera venden entradas entre ‘el pueblo’.

Pero, que me perdone Agustín García Calvo si he pecado mentando el nombre del ‘pueblo’ en vano.

jueves, 22 de marzo de 2012

La rebeldía festiva

Conforme la cultura bizantina, llegará el día en que dios, habiendo envejecido, se jubile. Le sucederá en el cargo san Nicolás de Bari (hubo en cantante melódico con el mismo nombre), a la sazón, protector de los cautivos, los débiles y los pobres.

Lo he leído en el magnífico libro (no dejen de buscarlo) de Demetrio-E. Bisset, La rebeldía festiva. Una historia de fiestas ibéricas (editorial Luces de Gálibo), a eso de las cinco de la madrugada, hora en la que me creo más despejado, cosas de la edad. Pero no ha debido ser así. Probablemente me encontraba todavía bajo los efectos gratificantes de la surreal duermevela, pues lo único que se me ocurrió cavilar nada más cerrar el libro para encender el enésimo cigarrillo del día, fue que si Carlos Marx, o el mismísimo y para mi más querido Mijail Bakunin, ¿por qué no?, hubieran dedicado algo de su tiempo de estudio a introducirse en la vida de los santos, donde tantas promesses de bonheur se nos ofrecen, habrían terminado por descubrir ‘cuánta razón tenían’.

Clara que sabiendo que tanto Marx como Bakunin, cada uno a su manera, fueron unos auténticos energúmenos, ejemplares endemoniados, al verlos dios recoger el testigo de su buen santo, decidiera quizá no jubilarse antes más adelante, temiéndose, entre tanto, que lo suyo más que una jubilación fuese un despido.

Y ahí sigue. Como es, igualmente, que siguen aquí los cautivos, los débiles y los pobres. Cosas que pasan.

sábado, 17 de marzo de 2012

Tirar del hilo

Que los libros son seres vivos lo saben hasta en la Conchinchina. Lo que no sabe hoy mucha gente de aquí es dónde está – o estuvo, se justifica el más espabilado- la Conchinchina. Así, amparados en la atrevida supina nescencia, deciden, esos mismos, no respetar los libros y leerlos, tal si fueran los prospectos de una medicina capaz de curar todos los males, incluso el de la envidia.

Pero seamos sinceros por una vez al menos en nuestra vida hartá de mentiras. ¿Hay alguien más tonto, más inútil, que un libro ya leído? Probablemente sí, aunque esto a mí me da igual. Un matrimonio quebrado, por ejemplo, sin duda vale mucho y para mucho menos que el libro leído. Como para qué hablar de los parlamentarios de la oposición constructiva tan de moda. Pero, en fin, ya les digo que a mí me da igual. La comparaciones, o son metafóricas o son odiosas, si no las dos cosas a la vez. Mi novia es un tesoro, me dijo un amigo a quien nunca había visto sacarse el monedero del bolsillo del pantalón porque ni siquiera tenía monedero, extremo suficiente para dejar in albis la metáfora. Aunque lo creí y por eso lo odié. Lo odié hasta el extremo de ponerle los cuernos, un día que se fue a visitar la provincia vendiendo libros de saldo de puerta en puerta. ¡A quién se le ocurre dejar a la vista un tesoro con el hambre que hay! Claro que, a su regreso, pues de todo se vuelve, y cuando tratamos de explicarle lo que había pasado entre su novia y yo, mi amigo no hizo nada por comprendernos. Me dijo que mejor si no le volvía a hablar. Y él, por su parte, ya ni me habló desde ese preciso momento; ni siquiera cuando, por quitarle hierro al asunto, le rogué y le supliqué que me aclarara si le molestaba más haber perdido una novia o un tesoro, pues dependía si de arreglar el malentendido se trataba.

Y todo ello por culpa de los libros, como resulta fácil deducir. Bueno, bien mirado, no tanto por culpa de los libros en sí como de parte de la gente del libro, quienes, aun cuando especie en vías de extinción por culpa de la electricidad, luchan de forma desaforada y despiadada por su sobrevivencia. Se obcecan en que los demás, tipos llanos donde los haya, lean, señal de que venden, y de paso, si así lo consideran, se instruyan, pues bendita falta les hace, dicen no sin soberbia los librescos en sus ferias.

En tanto seres vivos, compuestos de alma (sobreentendida) y cuerpo –o sea: animales si no humanos si de compañía-, los libros seguramente quieran para sí lo mismo que cada uno de nosotros quiere para él: que los dejen en paz, que no se meta nadie en sus vidas. De tal modo que, si por ellos fuera o fuese, tanto da, jamás perderían la inopia a la que, sin embargo, sólo acceden, y con suerte, una vez leídos; usados, dicho con menos bombo.

No lo tomen, esto último, como una peculiaridad de los libros, su extraordinaria virtud o su más culpable vicio. Como tampoco vaya a pensar que los libros son todos ellos, desde las enciclopedias a los panfletos de un grupo de discapacitados de izquierdas, discípulos de un maestro Zen -o del tonto oficial del pueblo- que los capacitó para alcanzar el nirvana.

Nada más lejos de la realidad. La inopia, el nirvana o la vida beata, tal y como lo dice Gil de Biedma, el muy ladrón, es una característica añorada por todos los seres vivos que en el mundo somos. Un estado (del alma y para el cuerpo) que nos merecemos aunque, como lo bueno, se reparta poco. Los libros lo adquieren, sin embargo, con mayor facilidad que los hombres. Aquellos, lo adelantamos, una vez leídos y abandonados como al tuntún en cualquier estante (hay que ver cuánto deben saber los estantes con tantos libros encima). Nosotros cuando ya la edad nos cesa de las preocupaciones y quehaceres de la vida activa. Al menos hasta ahora gozábamos de esa posibilidad, pero vaya uno a saber qué le va a pasar dentro de poco si los más Mayores todavía, insisten en seguir jugando a los muñequitos recortables.

Y es que cabe concluir- pues me estoy cansando y ya ni sé a dónde iba-, dándole la vuelta al argumento ¿hay cosa más tonta, más inútil, que un hombre vivido? Mas, ¡qué felicidad acompaña!

viernes, 16 de marzo de 2012

Aire de Dylan


¿Por qué se repite tanto Vila Matas? Es mi sensación (impresión por los sentidos), sólo eso. La sensación, por demás dichosa, de que cuanto vaya a leer de su última novela (en Seix Barral) lo he leído ya en la anterior. La sensación, autocomplaciente, de estar al tanto de lo que va a suceder y en lo cual me voy a sumergir como un náufrago agotado, sólo para asegurarme de ello.

Acabo de adquirir por medios legítimos Aire de Dylan. Pasé la tarde de un lado para otro –y hoy mi periplo ha sido ancho- con el ejemplar bajo el brazo, procurando, esto sí, que no diera la cara. Cuando por fin, a eso de las diez de la noche, entro en casa valiéndome de mi propia llave –quiero decir que no he bebido lo suficiente como para no recordar que al salir sí cogí las llaves-, saludo afectuosamente a T. Ceno ligero para no confundir a T. acerca de mi estado, y enseguida acometo –pues entrarle a un libro por primera vez es una acometida fiera a su intimidad desprotegida- la lectura, como de buscador de escenarios naturales para una película en rodaje.

El principio, hacia la mitad, las líneas finales, si bien no necesariamente en este orden. Con esa novedad del papel inteligente, el cigarrillo se me apaga entre los dedos desatendido. Los ojos poco a poco se me cierran (algo había bebido de más) y calculo que T. ya debe haber entibiado las sábanas de nuestra cama común (no es que seamos pobres, nos queremos). Así pues, abandono. Cierro Aire de Dylan con ganas y lo dejo sin mayores miramientos en el montón de libros a la espera, bajo Las muertas de Jorge Ibargüengoitia.

No sé cuánto tiempo pasará hasta que, sin otra cosa por hacer –se nos acerca el verano y sus largos días luminosos- me decida de nuevo a rescatarlo de olvido. Quizá, pienso mientras concilio el sueño –de modo que tampoco distingo si lo pienso o lo sueño- que a lo mejor ahí, en la displicencia mía hacía la lectura, se encuentra la razón por la cual se me repite tanto Vila Matas. Es como un regüeldo, pero la comparanza es demasiado fea, grotesca incluso. Mejor, como la última copa –tan perseguida por los dipsómanos de provecho- que, pese a ello, a pesar de su búsqueda impenitente, obstinada, se clona innúmeras veces, aun a sabiendas, de quien la sigue, de su nula incidencia en las características de la borrachera. Mas, en cambio, de muy notable participación en las condiciones y duración de la consecuente resaca.