martes, 27 de marzo de 2012

La inspiración

Cuando la ocasión lo requiere, el Guía de los Pensares Ajenos suele presentarse ante el Ser Pensante [jamás él mismo] en la figura de un negro flaco, de pies grandes y aplanados. Interminables piernas a las que une un pene enorme, y siempre erecto, a cuya sombra crecen las envidias. El pecho lo tiene tatuado de signos cuyo significado sólo él sabe leerlos y nadie, sino él, llega algún día a interpretarlos, pues cada signo de esos exhibidos en su pecho, de origen incierto, se quiere un pensamiento a la espera. Su rostro es una máscara de hermosura. Los ojos como de leche o de miel, los señalan. La nariz caprichosa y los labios del rojo vivo de las cerezas de un huerto vetado. De sus orejas, muy leves, apenas un encaje, cuelgan dos zarcillos que -así las aparentosas estrellas- alguna vez existieron y ahora nada más brillan a su vera. De sus brazos y de sus manos comentan que sirven para acoger y abrigar, si es el invierno, y que despiden un olor a brisa fresca nada más se acercan los duros agobios del verano. Así lo ven quienes lo han visto.

Cuesta, lo sé, admitir la existencia de un Ser Semejante, y aquellos sin la fortuna de haberlo tenido cerca, mejor hacemos en seguir negándolo a cuenta de nuestros propios pero falsos pensamientos. Pero, con todo, existe. Hay, por ahí, un Guía de los Pensares Ajenos cuya prudencia es tanta que a veces se da a conocer, sí, como el asomo, tal que la sombra inquieta de cada Uno mientras se sueña.

Es por ello que, antes de apoderarse los dioses del mundo y los hombres cobijaran el pánico a los dioses, hasta el más alelado se sentía –en lo que antes había pensado su ocasión- este portentoso Guía de los Pensares Ajenos y, desproporcionada consecuencia, se lo contaba a los otros, que bajaban la cabeza antes de sonreírse de semejante atrevimiento, pues, la verdad, cada uno era, por sí mismo, el auténtico Guía de los Pensares Ajenos.

Éste, y ningún otro, es el origen veraz de la literatura que se sigue contando entre los hombres y la realizan, normalmente, esos que antaño llamaban ‘los negros de las editoriales’.

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