No hace tanto, algunos libros, los más delicados,
solían incluir una advertencia al lector en la cual le informaban del asunto a
tratar o de las dificultades con que se podían tropezar durante la lectura. A
día de hoy esa sana costumbre, suficiente para evitar sorpresas desagradables e
inmerecidas a quien en el libro se adentraba luego de haber abonado una parte
sustanciosa de su salario por él, ha desaparecido. Los editores se han vuelto
más y mejores comerciantes, como si al fin hubiesen comprendido que tanto da
vender una braga o un libro; cuarto y mitad de secreto ibérico o los ensayos de
Montaigne, hábilmente fileteados. A cambio, a día de hoy, hoy mismo pues, los
libros incluyen la más severa amenaza contra quien creyéndose en el uso de un
falso derecho, pues no siempre la compra concede la propiedad, reproduzcan,
distribuyan o comuniquen públicamente el contenido del mismo. Salvo excepción
prevista por la ley, de modo que, en lugar de leer con un diccionario a mano
por si un acaso, ahora se lee con el código penal al lado.
No sé, y tampoco quiere salir a comprobarlo porque
se me arruinaría este artículo, si los libros escolares, los llamados libros de
texto, cargan con ese aparte amenazador al principio o al final de sus páginas.
Lo correcto, dicho quede, es colocarlo al comienzo, tras la página de respeto o
cortesía y en la cara par, que es la escondida, de la portadilla, pues hacerlo
al final, como ultílogo, supone una crueldad innecesaria. Pero este es un punto
que, a lo nuestro, mejor sobrellevar.
Lo que me atrae de todo este asunto, es,
precisamente, la posibilidad de mantenerme firme en la incertidumbre, casi
siempre inconfesable en la escritura si no eres Emil Cioran. No estar muy seguro
de sí los libros para niñas y niños, muchachas y muchachos cumplen o no cumplen
con la prescripción legal sobre la reproductividad, en el sentido más amplio
del término, de su contenido, pero suponiendo que sí, da para imaginar algunas
situaciones jocosas y de mucho divertimento, según se miren. Por ejemplo, el
caso de AA.A.A. Aventajado alumno de sexto de primaria, con apenas doce años pues,
realizaba un examen oral para subir nota, en el cual se le pregunto por el uso
debido de las preposiciones, tema que venía ampliamente explicado en el texto
de la asignatura Lengua castellana y literatura, libro que A.A.A. había
estudiado, sin duda, hasta la sinrazón. El profe le envió una sonrisa cómplice,
sabedor de que no tardaría en contestar debidamente. Cuál no sería su sorpresa
cuando, al cabo de unos instantes, vio que A.A.A. guardaba un mutismo absoluto. Extrañado,
preocupado, quiso saber si le pasaba algo al muchacho.
-¿Te pasa algo, chiquillo? –le inquirió de forma
bastante simpática, como se puede ver.
-No. Nada. No me pasa nada –atinó a contestarle
antes de reintegrarse en su incomprensible silencio precedente.
-Pues contesta a lo que te he preguntado –le insistió
el profe, que empezaba a sentirse molesto ante la actitud desconcertante del
muchacho.
-Es que...
-Es que qué...
-Pues que en mi libro pone que nada de lo que allí
está escrito puede reproducirse públicamente, y estamos es un colegio público.
Si en lugar de A.A.A. hubiese estado Jaimito, nuestro
buen profesor, a la sazón don Evaristo Ortuño, se habría sentido
justificadamente indignado, mas tratándose de A.A.A., entendió de buen grado el
razonamiento, y sabiendo que su alumno se sabía la lección aunque por actuar legalmente
la callara, no sólo le subía la nota hasta donde más alcanzaba, sino que hasta
escribió un artículo en el periódico local alabando el espíritu cívico del
muchacho.
Algo de experiencia zen nos transmite esta sencilla
anécdota provinciana. Que sepamos aprovecharla o no, depende de nosotros
mismos.
(A Javi)