Yo soy “*” La proposición se presenta
irrebatible. ¿Quién que no sea yo, el yo que dice ser “*”, puede cuestionar que
yo sea “*”? Otro yo. Otra voz. Seguramente haya un yo verdadero, pero cientos
de voces lo pronuncian, lo utilizan, se valen de él, hablan en su nombre. Quizá
yo necesariamente sea un yo ventrílocuo. O ubicuo. Un yo que aparece en muchas
partes a la vez y es el centro inamovible de todas ellas. Uno [se ha de
distinguir entre uno y yo], vaya a donde vaya, a lo alto de una montaña o a lo
bajo de una sima marina, cuenta con el yo para certificarse quién es y dónde
está. Como si yo hubiese llegado antes para advertirle. Porque yo nunca pierde
la conciencia de yo. Incluso hallándose perdido es capaz de expresarse con la
misma seguridad y firmeza que yo: (Yo) Estoy perdido.
Pero estar no es ser, se
pongan como se pongan los franceses, que sólo tienen un verbo –être– para las
dos situaciones. Estar, en nuestra lengua, es pasajero. Como ir vestido a la
moda del momento. Hacerse visible, así pues, en el ambiente (contexto) por
donde se transita. Ir a la última. Igual que sí se hubiese llegado. Yo estoy aquí,
pero este lugar es en el que yo soy un secreto. Y un cateto, quiero añadir,
recién apeado del tren de la provincia que gira a su alrededor. Pronto habrá
quien lo reconozca, lo señale con el dedo acusador (más valiera que se lo
cortara), y haga oír su voz tronante y delatora: Tú eres un improvisado. Porque
cuando el yo se muestra en su claridad suficiente, no puede evitar ser
reconocido. Y entonces, curiosamente, pasa a mostrar(se) a través de la segunda
persona del verbo ser: Tú eres “*”. Lo cual, aunque sería lo más lógico
pensarlo, no significa que yo no siga siendo yo quien soy yo, sino todo lo
contrario. En realidad nos está diciendo que yo soy imprescindible para que yo
sea, en cualquier parte y en toda referencia.
Debiera resultar agobiante
tanta permanencia y durabilidad. Que, pase lo que pase, siempre acaben dando
contigo. Que no puedas rehuir la pregunta, en principio algo desdeñosa, de ¿Tú
eres? (en la que yo parece ausente, aunque sólo sea debido a causas
gramaticales. Y yo, pese a venir de estar perdido, mimetizado en la maleza como
los camaleones, se recupera en sí mismo, en su exclusividad, dándole a tú la
ineludible contestación de Yo soy “*”. Respuesta obvia que santifica el asunto;
lo da por acabado satisfactoriamente.
¿Ha de ser siempre así? ¿no
sería más llevadero continuar improvisando en el estar que el español nos
permite? En el trasunto de lo cotidiano todavía es posible. Recuerdo una tarde
en que, vanidoso –yo soy vanidoso, todo se reduce a eso–, dije Yo soy poeta [yo
había escrito un poema], y salí de casa poeta para volver a casa borracho de
tanto celebrarlo. Enseguida me acosté porque sentía la tierra moverse como el
mar. Me dormí y como el buen durmiente que soy, tuve sueños pecaminosos en los
que yo era el protagonista. A la mañana siguiente –aunque esto de cuartear el
tiempo sea pura cortesía narrativa– me levanté resacoso. Me duché, me vestí,
desayune ligero y me eché a la calle lamentándome, muy en serio, de que yo soy profesor
de literatura en un instituto de barrio bajo para ganarme la vida que llevo.
Antes, me lo he saltado sin querer, me despedí con respetivos besos de mi mujer
y de mis hijos, pues yo soy, supongo, un buen marido y un buen padre, no voy a
preguntarlo. Y así podía seguir enumerando los yo del yo soy “*” en un día de
diario. Yoes minúsculos, intrascendentes, de quita y pon, que fácilmente se disuelven
en ese estar inopinado en el cual el yo verdadero reluce pese a todo, como la
calle de Alcalá cuando bajan y suben los andaluces. O los esquizofrénicos.
Es su problema o un asunto del
Ayuntamiento. Cuando el yo se apaga y la calle de Alcalá se queda a oscuras,
quiere decirse que yo ya me había ido, ni subía ni bajaba, y [yo] no estaba allí
para aliviarlo en su desesperación. Ya sé que no parece suficiente: Nada lo es.