domingo, 30 de diciembre de 2018

AÑO NUEVO, VIDA NUEVA


Yo soy “*” La proposición se presenta irrebatible. ¿Quién que no sea yo, el yo que dice ser “*”, puede cuestionar que yo sea “*”? Otro yo. Otra voz. Seguramente haya un yo verdadero, pero cientos de voces lo pronuncian, lo utilizan, se valen de él, hablan en su nombre. Quizá yo necesariamente sea un yo ventrílocuo. O ubicuo. Un yo que aparece en muchas partes a la vez y es el centro inamovible de todas ellas. Uno [se ha de distinguir entre uno y yo], vaya a donde vaya, a lo alto de una montaña o a lo bajo de una sima marina, cuenta con el yo para certificarse quién es y dónde está. Como si yo hubiese llegado antes para advertirle. Porque yo nunca pierde la conciencia de yo. Incluso hallándose perdido es capaz de expresarse con la misma seguridad y firmeza que yo: (Yo) Estoy perdido.

Pero estar no es ser, se pongan como se pongan los franceses, que sólo tienen un verbo –être– para las dos situaciones. Estar, en nuestra lengua, es pasajero. Como ir vestido a la moda del momento. Hacerse visible, así pues, en el ambiente (contexto) por donde se transita. Ir a la última. Igual que sí se hubiese llegado. Yo estoy aquí, pero este lugar es en el que yo soy un secreto. Y un cateto, quiero añadir, recién apeado del tren de la provincia que gira a su alrededor. Pronto habrá quien lo reconozca, lo señale con el dedo acusador (más valiera que se lo cortara), y haga oír su voz tronante y delatora: Tú eres un improvisado. Porque cuando el yo se muestra en su claridad suficiente, no puede evitar ser reconocido. Y entonces, curiosamente, pasa a mostrar(se) a través de la segunda persona del verbo ser: Tú eres “*”. Lo cual, aunque sería lo más lógico pensarlo, no significa que yo no siga siendo yo quien soy yo, sino todo lo contrario. En realidad nos está diciendo que yo soy imprescindible para que yo sea, en cualquier parte y en toda referencia.

Debiera resultar agobiante tanta permanencia y durabilidad. Que, pase lo que pase, siempre acaben dando contigo. Que no puedas rehuir la pregunta, en principio algo desdeñosa, de ¿Tú eres? (en la que yo parece ausente, aunque sólo sea debido a causas gramaticales. Y yo, pese a venir de estar perdido, mimetizado en la maleza como los camaleones, se recupera en sí mismo, en su exclusividad, dándole a tú la ineludible contestación de Yo soy “*”. Respuesta obvia que santifica el asunto; lo da por acabado satisfactoriamente.

¿Ha de ser siempre así? ¿no sería más llevadero continuar improvisando en el estar que el español nos permite? En el trasunto de lo cotidiano todavía es posible. Recuerdo una tarde en que, vanidoso –yo soy vanidoso, todo se reduce a eso–, dije Yo soy poeta [yo había escrito un poema], y salí de casa poeta para volver a casa borracho de tanto celebrarlo. Enseguida me acosté porque sentía la tierra moverse como el mar. Me dormí y como el buen durmiente que soy, tuve sueños pecaminosos en los que yo era el protagonista. A la mañana siguiente –aunque esto de cuartear el tiempo sea pura cortesía narrativa– me levanté resacoso. Me duché, me vestí, desayune ligero y me eché a la calle lamentándome, muy en serio, de que yo soy profesor de literatura en un instituto de barrio bajo para ganarme la vida que llevo. Antes, me lo he saltado sin querer, me despedí con respetivos besos de mi mujer y de mis hijos, pues yo soy, supongo, un buen marido y un buen padre, no voy a preguntarlo. Y así podía seguir enumerando los yo del yo soy “*” en un día de diario. Yoes minúsculos, intrascendentes, de quita y pon, que fácilmente se disuelven en ese estar inopinado en el cual el yo verdadero reluce pese a todo, como la calle de Alcalá cuando bajan y suben los andaluces. O los esquizofrénicos.

Es su problema o un asunto del Ayuntamiento. Cuando el yo se apaga y la calle de Alcalá se queda a oscuras, quiere decirse que yo ya me había ido, ni subía ni bajaba, y [yo] no estaba allí para aliviarlo en su desesperación. Ya sé que no parece suficiente: Nada lo es.

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