sábado, 21 de marzo de 2020

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Tío Pepe en casa se presentó de improviso; quería enseñarnos el caballo –bueno, una fotografía del caballo– que se acababa de comprar con la herencia del abuelo.

El caballo se llamaba Epifanio Martín Martínez, conforme nos dijo Tío Pepe momentos antes de sentarnos todos a la mesa, que llevaba puesta, y se iba a enfriar, un buen rato.

Mientras comíamos, como era de esperar, la conversación de los mayores giró en torno al extraño e incongruente nombre del équido.

Madre, dejando la cuchara sobre el plato, todavía humeante, de arroz caldoso con almejas, opinó la primera:

A un animal, por muy noble y hermoso que sea, no deberían llamarlo nunca como a una persona.

Ante lo cual, Tío Pepe, dándose por aludido y algo molesto, le contestó veloz como un rayo:

Tampoco a una persona, por muy poca consideración que se le tenga, se le debería llamar como a un vino, y ya ves.

Pero eso es diferente –le interrumpió madre con mucha sorna.– Hay vinos con nombres de santos. El fino San Patricio. La quina Santa Catalina…

Padre, que hasta el momento había permanecido en silencio, concentrado en apartar las conchas de las almejas tras haberles extraído sus valvas, debió pensar que era su ocasión de intervenir antes de que la cosa pudiese ir a más.

A los santos dejarlos en paz.

Pues tú –salto madre, quien llevaba muy mal el hecho de que la corrigiesen delante de cualquiera– bien que te acuerdas de los “*” de San Cucufato bendito –y se santiguó antes de continuar– cada vez que algo se te pierde.

Probablemente padre le habría respondido una grosería –era su fea costumbre– pero ocurrió, en ese preciso momento, que de la radio encendida brotaron a punto los primeros acordes del himno nacional.

Todos a una, incluidos nosotros los niños, saltamos de nuestros asientos impulsados por un ardiente aliento patriótico, para enseguida adoptar la severa posición de firmes.

Padre, enorme y solemne como un luchador de sumo en los prolegómenos de la pelea, para entonces ya estaba asomado al balcón del comedor y saludaba a los indigentes de la calle con el brazo alzado y la mano abierta, de la cual, no obstante, no caía nada que pudiesen recoger aquellos en su alivio.

viernes, 20 de marzo de 2020

EXPEDIENTE 23JK650TMU41HH33


 Finalmente, ante mi mucha insistencia superando sus reticencias, mi médico, el doctor Machuca, se apeó de la burra –como se suele decir entre colegas– y echo a explicarme lo que, para él, no tenía explicación alguna, pues mi mal era que otro, y no yo, andaba dentro de mí. Diagnóstico, que tal como lo expresó, con finura y su poco de humor negro, me trajo a la memoria una cancioncilla de El canto del loco, si no era yo el loco que estaba allí, como en otro melodía de Los Bravos.

En realidad –el doctor Machuca estaba a lo que estaba sin importarle para nada mis impertinentes reflexiones– lo tuyo –porqué me tuteaba vaya usted a saber– no es una enfermedad en el sentido estricto de la palabra, ni léxica ni clínicamente, puesto que lo que tienes es a alguien, y a no a ti mismo, metido en tu ser más íntimo.

¡Y eso!, doctor –interviene de manera enfática, profundamente afectado por la eventualidad de andar con un realquilado dentro, con un okupa en el pecho– ¿Es grave? ¿Tiene cura? Dígamelo – Machuca tío, callé,– pero dígamelo sin caramelos, se lo ruego.

¡Cómo voy a saberlo! –me respondió mientras, sin mirarme a la cara, rellenaba el impreso de alta médica.– Ten en cuenta que te estaba tratando a ti, pero ahora resulta que el enfermo es otro, alguien que ni siquiera es mi paciente.

Entiendo su problema ético –le mentí con todo el descaro cosquilleándome en el cielo de la boca.– Comprendo que no vaya a darme información sobre alguien a quien no conozco. Pero, dígame, Doctor, ¿qué puedo hacer dada la situación en la cual me coloca? ¿Aviso a la policía para que lo desaloje? ¿Lo llevo al Juzgado por falta de pago? Y  a mi mujer, ¿qué le digo. Que estoy enfermo o subarrendado?

En eso yo no voy a meterme. Soy médico de familia, y no un consejero sentimental. Tú verás lo que debes hacer –el doctor Machuca, ahora sí, me miraba de frente, directamente a los ojos, como se debe mirar a un detenido por un crimen horrendo, aunque, la verdad, yo no me sentía capaz de dilucidar si era a mí o era a mi ocupante, a quien le hablaba.

Claro, doctor, no le culpo –me avine a descargarle de responsabilidad sobre nuestro estado, pues, como quien no quiere la cosa, yo empezaba a hablar por mí y por mi compañero.– Es más, –añadí– le confieso que me acaba de quitar un gran peso de encima.

Se hizo el silencio entre los tres y supe que había llegado el momento de abandonar la consulta. El doctor Machuca, entre tanto, había vuelto a sus papeles. Me despedí de él deseándole lo mejor y me fui sin esperar a que me respondiese con la correspondiente cortesía debida.

Una vez en la calle, eché a caminar despacio, como si paseara por una ciudad extranjera buscando una tienda de regalos que llevarle a los niños a mi regreso. Doblé la esquina de la  Clínica del doctor Machuca y enfilé mis pasos hacia la boca de la estación de metro de Los tilos. Iba como distraído de mis preocupaciones, cuando di un repentino quiebro que a punto estuvo de quebrarme por la cintura. Me giré por completo. Me gané la espalda y me puse a correr tan deprisa como imaginaba que lo haría un malhechor del lugar de su fechoría. Corrí y corrí. Atravesé cuatro o cinco manzanas de casas sin parar a disculparme con todos los que me iba llevando por delante, y sólo cuando me empezó a faltar el aire en los pulmones, me detuve.

Respiré. Me sequé el sudor de la frente con el dorso de la mano que tenía más cerca. Y de forma casi imperceptible para cualquiera que pudiese haber observado mi extraño proceder, comprobé si mi inquilino me había seguido. No. Desde lejos vi cómo permanecía, alelado, impasible, como una farola, en el mismo lugar donde lo había dejado al emprender mi rápida escapada, sin darle tiempo a reaccionar.

 (…)

Desde entonces no he sabido nada de él. Tampoco he vuelto a encontrarme mal. Seguramente porque, aprovechando, dejé de fumar y de beber –se me fueron las ganas– y me transformé en el hombre tranquilo y de casino que ahora soy. A veces se me ocurre pensar si no será que fue él quien echó a correr, una vez lo había descubierto, y yo el que se quedó en su sitio. Pero como no tengo forma de aclararme, mejor dejarlo así como está. Estoy convencido de que nadie va a notar la diferencia.

jueves, 19 de marzo de 2020

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El caracol que desde hace siglos babeaba como chiquillo destetado en las orillas del sexo de la hermosa heredera, transita ahora, al fin colmado, por los corredores vacíos del oscuro Palacio Nacional.

A las puertas del Palacio hace guardia un centinela tosco, malencarado y reseco a causa de su prolongada abstinencia. En su sexo permanece, no obstante, el recuerdo vivificador de una criadita complaciente que de vez en cuando acude a él para restregarse con su uniforme.

En el interior del Palacio, mientras tanto, se ultiman con fingida ligereza los preparativos de una gran boda real. Será para cuando las mujeres de la costura tengan terminado el traje nupcial de la hermosa heredera, cuyas sedas y perlas trajeron del lejano Japón intrépidos comerciantes holandeses.

Es de noche y el Palacio nacional permanece a oscuras, como el interior de una caja de caudales donde están los tesoros del Reino. El poeta palaciego, que vaga absorto por sus amplios corredores, mejor si creyéndose entre las ruinas de un esplendor vencido, a punto está de atropellar en su clandestina huida al caracol satisfecho de amor. En señal de desagravio, hechas las presentaciones, el poeta toma al caracol en sus manos; lo mira con calor de amigo y, como colofón,  le da un nombre nuevo con el cual será reconocido en las postrimerías: Príncipe serás en mi Poema de los amantes cautivos, y casarás a la hermosa heredera antes de que a esta noche la despierten las luces de un alba inmaculada.

Mientras el poeta bautizaba al caracol a quien estuvo a punto de aplastar, el centinela de la puerta se sintió alertado por lo que suponía la presencia de un intruso en el interior del Palacio, y por dar la alarma al resto del Cuerpo de Guardia, disparó al aire, por tres veces, su escopeta de dos cañones yuxtapuestos y culata de madera noble. Con tan mala fortuna, tan mala guía, que, sin querer, mató al poeta, que para entonces ya volaba dichoso por el cielo clamoroso de su poesía.

Al estruendo que acompañó al tiro, se despertaron el Rey y la Reina de sus respectivos sueños reales. Todavía aturdido Él y aturdida Ella por caridad, con los ojos apenas entreabiertos, dándose empellones, empujones regios, corrieron y se precipitaron hacia el aposento de la hermosa heredera, temiéndose lo peor, una desgracia.

Mas la hermosa heredera dormía plácidamente con los brazos en cruz sobre su pecho, ajena a cualquier infierno que se hubiese abierto a los pies de su cama rosada. Calmados los majestuosos padres en esa contemplación desinteresada de quien era su única hija muy querida, se retiraron en silencio. Iban ya de regreso, volvían, cuando obró la casualidad que, de forma inopinada, se les volviese visible la sombra entre las sombras del Príncipe recién nombrado, agazapado como estaba tras un cortinón de terciopelo cárdeno, por el miedo a ser descubierto.

Extrañados por esa ánima, más negra que la propia noche el Rey, enrabietándose lo mismo que una tarasca acosada por una cuadrilla de niños malcriados, convocó de urgencia a los miembros de su escolta, y una vez los tuvo reunidos, de forma abrupta, sin maneras, les dispuso buscar, apresar y traer ante su real persona, a ese que se ocultaba, y cuyo solo vivir, ya lo condenaba a un destino fatal. Dicho y Hecho.

Arrojaron los escoltas reales al intruso a los pies de sus majestades, y se disponía el Rey a dictar la sentencia de muerte que pugnaba por brotar de su boca, cuando intervino la Reina, más prudente, más sensata, más estando a lo que había que estar. Porque se barruntaba la Reina, de ha mucho tiempo atrás, la verdadera naturaleza del suceso que ahora mismo se le confirmaba. ¡Ay! –dijo, y se le escapó un suspiro cuya intensidad [de grado ocho en la escala de Richter] bastó para que el Rey también comprendiera qué era lo que en su casa estaba pasando.

Fue una boda sencilla y rápida, íntima, poco ceremoniosa: la princesa en camisón y el Príncipe con los pantalones vaqueros de la juventud rebelde. Todo según y conforme el Poeta asesinado le había regalado al Príncipe que tenía el alma de un caracol enamorado.

viernes, 13 de marzo de 2020

FANTASMAS


Los fantasmas se dividen en dos grandes categorías: Los que se dejan ver y los que insisten en permanecer inéditos. Esta división, no obstante, no es la propia del universo fantasmático, sino que se corresponde, con alarmante exactitud, a la dada en los seres materiales entre quienes están seguros de haber visto un fantasma, una vez al menos, y los que niegan su existencia como un absoluto irrebatible.

¿De que lado cuenta la razón? –se preguntan vanamente los agnósticos de uno y otro lado.

martes, 10 de marzo de 2020

DE LOS CUADERNOS DE MARGARITO. Fragmentos salvados


“…en cierto sentido todos somos peregrinos.” (Robert Walser) Investigar el porqué andamos sin movernos la mayoría del tiempo, aun cuando estar en otro lugar, en un lugar distinto, lo añoramos como a una buena jarra de cerveza fría un día de insoportable calor. Ir nos cansa. Llegar parece que podría desilusionarnos. Nos quedamos, así pues, con ese ensueño de un viaje que nos atosiga el cuerpo, nos paraliza de cintura para abajo y nos atornilla en el sitio que más deseamos abandonar. Por suerte, entretanto ha caído la noche y una ligera, pero persistente, llovizna, hace que en los cristales de la ventana suenen las diminutas pisadas de los insectos del agua calzados con botas de montaña. El sosiego vuelve con el anuncio de la cena, servida en el comedor comunal. Voy a salir de mi cuarto por fin. El viaje es corto, mas prometedor. Mientras camino por el pasillo, tanto me dirige como me retarda un olor a sopa caliente que empaña el aire y el murmullo de los que ya están sentados a la mesa y querrán conversar conmigo. (Un día en una pensión de Marsella)


 Todas las cosas tienen su nombre, incluso aquellas que todavía están por inventar o por revelarse. Lo conozcamos o no. De hecho, el primer aprendizaje consiste en retener el nombre de las cosas que se encuentran a nuestro alrededor, aun a falta de mejor entendimiento de las mismas. El primate que somos durante el tiempo que la memoria nos esconde por miedo al retroceso, ya Parlotea, así como el perro Ladra, el lobo Aúlla, el burro Rebuzna, el caballo Relincha, la gallina Cacarea, la avispa Zumba, la ballena Canta, el búho Ulula, el guarro Guarrea…


Los delaté. Fui con el cuento al Maestro y al día siguiente treinta nombres habían sido borrados de la lista de aspirantes. Yo ya iba el primero de esa lista, pero quería más; quería ser el único, el incomparable, el que sabe reinar en solitario sobre la nada y sobre nadie… Todavía hoy me pregunto por qué no llevé a cabo mi plan, tan laboriosamente preparado.


Yo había salido a fumar y el Maestro se aprovechó de mi momentánea ausencia para arrojarse por la ventana. Pero nada estaba previsto. No que yo saliese a fumar ni que él se arrojara por la ventana. Fue una estúpida coincidencia. Como en la gestación de cualquier nueva criatura.


Esos que recuerdan el contenido
de sus sueños, no son más infelices
que los otros. Aquellos que enseguida
lo olvidan todo. Hasta que durmieron.


Mala es la estación del frío para salir de noche.

Huir del invierno, abandonar la casa donde aún perduran encendidas las brasas de los besos que sellaron la despedida, probablemente tenga un final inesperado, ya en la primera esquina, haciendo las veces de encrucijada.

¿Volver?

¿Tomar un taxis?

¿Ampararse en el bar que a esas horas está cerrado?

Preguntas que quebrantan la fe del que escapa de noche, en mitad de su sueño inacabado., mientras la noche, con su luz negra de invariable intensidad, va mermando, una a una, las contestaciones.

 
Pedir ser perdonado.
Insistir más allá de las palabras.
Más allá del silencio.
Más lejos de donde alcanza la sombra
del ofendido.


No se deben tomar a mal las palabras del ofendido.

Él tiene el derecho a matar si es eso lo que desea.


 Nada me hacia feliz.
Ni la vida ni la espera.


Siempre hemos sido dos. [ahora, en este preciso momento, en cada preciso momento, no; mas por siempre dos; como dos mitades o dos imanes sobre una sola superficie restringida]. El que habla y el que escucha. El que dice y el que se oye decir. Y no pasa de ser un vano fingimiento decantarse por el uno o por el otro. Por el que habla o por el que escucha. Pacientemente. A posteriori. Cuando oír ya es tarde.


 ¿Cuándo fue que me convertí  en mi recuerdo, donde no puede estar sino como un extraño? Esta mañana siento que no soy yo el que ve sino quien es visto. Y la imagen que se abre a los ojos de ese forastero en mí, nada le explica. Él no puede entender tanto abandono.

miércoles, 4 de marzo de 2020

NO HAY MAL QUE POR BIEN NO VENGA

Todo terminó para enseguida comenzar de nuevo, cuando la construcción de la Torre de Babel, en la remota llanura de Senaar, se vio interrumpida por causas que no vienen al caso.

Una mañana, probablemente primaveral, de mediados de abril me atrevería a aventurar, nada más reunirse en la plaza vacía al objeto de planificar buenamente las labores del día, los hombres que, no obstante, quedaron desocupados, sin nada con que entretener su ocio, se dijeron: Nos merecemos un reconocimiento, pero como no nos lo hagamos nosotros, ni dios va a dárnoslo. No hubo rebatimiento. A excepción de las mujeres, mucho más sensatas, todos estuvieron de acuerdo y enseguida se pusieron a la tarea. ¿Qué tarea?, se atrevió a preguntar el incordio de turno, para el caso, un estudiante de la sociología por llegar. Un silencio pesado amorteció a la improvisada asamblea. Todos –menos las mujeres, que seguían a lo suyo– se sintieron acomplejados ante su falta de ideas. Mas enseguida vinieron al rescate los Constructores. Levantemos una torre –propusieron. Y como nada tenían mejor que hacer, ya estaban manos a la obra, antes, incluso, de firmar las contratas y se estipularan sus sueldos.

Hubo los que cocían ladrillos; los que argamasaban la tierra con agua a la que añadían un feo y apestoso ungüento; los que traían el betún de Judea desde el no muy lejano lago Asfaltites; los que alineaban los ladrillos y, en fin, los que daban las órdenes, dirigían las obras con una gran pericia, como si en verdad supiesen lo que estaban haciendo, y los que, por la edad o por culpa de alguna tara física que los aminoraba, miraban y asentían complacidos ante aquel tan fenomenal espectáculo gratuito.

Así estuvieron ocupados cientos de hombres durante los muchos días de la restante primavera y del cálido verano, cuando fue que se empezaron a ver los primeros resultados. Uno de los capataces, mientras miraba alejarse el suelo subido al ático de la construcción, comentó a sus muy pegajosos ayudantes: Ésta nuestra torre, pronto alcanzará los cielos.

Aún faltaba para tan extraordinario logro, pero la distancia, con seguir siendo incalculable, no dio lo suficiente para evitar que las ensoñadoras palabras del atrevido capataz, en su torpeza, llegaran a los oídos del Creador Supremo, el cual, aunque pueda sonar raro dada su naturaleza omnisciente, enseguida se supo amenazado y ni un instante dudo en ponerse a parar aquel desenfrenado y oprobioso proyecto de los hombres, confundiéndolos en sus lenguas.

Y de la única lengua que hasta entonces hablaban los hombres –incluidas, ahora sí, las mujeres– como un solo Hombre, hizo el buen Dios de Rainer María Rilke infinitas versiones.

Merecido castigo el que recibieron. Mas como a Dios, y a la vista está, no es que le acaben de salir bien las cosas, sucedió que los hombres pronto supieron cómo aprovechar las cosas a su favor una vez más. Y si bien es lo cierto que jamás tendremos una torre desde la que asaltar los cielos, ganamos, con el cambio, las múltiples Literaturas Nacionales que cubren el Planeta.