El caracol que desde hace siglos
babeaba como chiquillo destetado en las orillas del sexo de la hermosa heredera,
transita ahora, al fin colmado, por los corredores vacíos del oscuro Palacio Nacional.
A las puertas del Palacio hace
guardia un centinela tosco, malencarado y reseco a causa de su prolongada
abstinencia. En su sexo permanece, no obstante, el recuerdo vivificador de una
criadita complaciente que de vez en cuando acude a él para restregarse con su
uniforme.
En el interior del Palacio,
mientras tanto, se ultiman con fingida ligereza los preparativos de una gran boda
real. Será para cuando las mujeres de la costura tengan terminado el traje
nupcial de la hermosa heredera, cuyas sedas y perlas trajeron del lejano Japón
intrépidos comerciantes holandeses.
Es de noche y el Palacio nacional
permanece a oscuras, como el interior de una caja de caudales donde están los
tesoros del Reino. El poeta palaciego, que vaga absorto por sus amplios
corredores, mejor si creyéndose entre las ruinas de un esplendor vencido, a
punto está de atropellar en su clandestina huida al caracol satisfecho de amor.
En señal de desagravio, hechas las presentaciones, el poeta toma al caracol en
sus manos; lo mira con calor de amigo y, como colofón, le da un nombre nuevo con el cual será
reconocido en las postrimerías: Príncipe serás en mi Poema de los amantes cautivos,
y casarás a la hermosa heredera antes de que a esta noche la despierten las
luces de un alba inmaculada.
Mientras el poeta bautizaba al
caracol a quien estuvo a punto de aplastar, el centinela de la puerta se sintió
alertado por lo que suponía la presencia de un intruso en el interior del Palacio,
y por dar la alarma al resto del Cuerpo de Guardia, disparó al aire, por tres
veces, su escopeta de dos cañones yuxtapuestos y culata de madera noble. Con
tan mala fortuna, tan mala guía, que, sin querer, mató al poeta, que para
entonces ya volaba dichoso por el cielo clamoroso de su poesía.
Al estruendo que acompañó al
tiro, se despertaron el Rey y la Reina de sus respectivos sueños reales. Todavía
aturdido Él y aturdida Ella por caridad, con los ojos apenas entreabiertos,
dándose empellones, empujones regios, corrieron y se precipitaron hacia el
aposento de la hermosa heredera, temiéndose lo peor, una desgracia.
Mas la hermosa heredera dormía
plácidamente con los brazos en cruz sobre su pecho, ajena a cualquier infierno
que se hubiese abierto a los pies de su cama rosada. Calmados los majestuosos
padres en esa contemplación desinteresada de quien era su única hija muy
querida, se retiraron en silencio. Iban ya de regreso, volvían, cuando obró la
casualidad que, de forma inopinada, se les volviese visible la sombra entre las
sombras del Príncipe recién nombrado, agazapado como estaba tras un cortinón de
terciopelo cárdeno, por el miedo a ser descubierto.
Extrañados por esa ánima, más
negra que la propia noche el Rey, enrabietándose lo mismo que una tarasca
acosada por una cuadrilla de niños malcriados, convocó de urgencia a los
miembros de su escolta, y una vez los tuvo reunidos, de forma abrupta, sin
maneras, les dispuso buscar, apresar y traer ante su real persona, a ese que se
ocultaba, y cuyo solo vivir, ya lo condenaba a un destino fatal. Dicho y Hecho.
Arrojaron los escoltas reales
al intruso a los pies de sus majestades, y se disponía el Rey a dictar la sentencia
de muerte que pugnaba por brotar de su boca, cuando intervino la Reina, más
prudente, más sensata, más estando a lo que había que estar. Porque se barruntaba
la Reina, de ha mucho tiempo atrás, la verdadera naturaleza del suceso que
ahora mismo se le confirmaba. ¡Ay! –dijo, y se le escapó un suspiro cuya
intensidad [de grado ocho en la escala de Richter] bastó para que el Rey
también comprendiera qué era lo que en su casa estaba pasando.
Fue una boda sencilla y rápida,
íntima, poco ceremoniosa: la princesa en camisón y el Príncipe con los pantalones
vaqueros de la juventud rebelde. Todo según y conforme el Poeta asesinado le había
regalado al Príncipe que tenía el alma de un caracol enamorado.
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