“…en cierto sentido todos somos peregrinos.”
(Robert Walser) Investigar el porqué andamos sin movernos la mayoría del
tiempo, aun cuando estar en otro lugar, en un lugar distinto, lo añoramos como
a una buena jarra de cerveza fría un día de insoportable calor. Ir nos cansa.
Llegar parece que podría desilusionarnos. Nos quedamos, así pues, con ese
ensueño de un viaje que nos atosiga el cuerpo, nos paraliza de cintura para
abajo y nos atornilla en el sitio que más deseamos abandonar. Por suerte,
entretanto ha caído la noche y una ligera, pero persistente, llovizna, hace que
en los cristales de la ventana suenen las diminutas pisadas de los insectos del
agua calzados con botas de montaña. El sosiego vuelve con el anuncio de la
cena, servida en el comedor comunal. Voy a salir de mi cuarto por fin. El viaje
es corto, mas prometedor. Mientras camino por el pasillo, tanto me dirige como
me retarda un olor a sopa caliente que empaña el aire y el murmullo de los que
ya están sentados a la mesa y querrán conversar conmigo. (Un día en una pensión
de Marsella)
Todas las cosas tienen su nombre, incluso
aquellas que todavía están por inventar o por revelarse. Lo conozcamos o no. De
hecho, el primer aprendizaje consiste en retener el nombre de las cosas que se
encuentran a nuestro alrededor, aun a falta de mejor entendimiento de las
mismas. El primate que somos durante el tiempo que la memoria nos esconde por
miedo al retroceso, ya Parlotea, así como el perro Ladra, el lobo Aúlla, el
burro Rebuzna, el caballo Relincha, la gallina Cacarea, la avispa Zumba, la ballena
Canta, el búho Ulula, el guarro Guarrea…
Los delaté. Fui con el cuento al Maestro y al día
siguiente treinta nombres habían sido borrados de la lista de aspirantes. Yo ya
iba el primero de esa lista, pero quería más; quería ser el único, el incomparable,
el que sabe reinar en solitario sobre la nada y sobre nadie… Todavía hoy me
pregunto por qué no llevé a cabo mi plan, tan laboriosamente preparado.
Yo había salido a fumar y el Maestro se aprovechó
de mi momentánea ausencia para arrojarse por la ventana. Pero nada estaba
previsto. No que yo saliese a fumar ni que él se arrojara por la ventana. Fue
una estúpida coincidencia. Como en la gestación de cualquier nueva criatura.
Esos que recuerdan el contenido
de sus sueños, no son más infelices
que los otros. Aquellos que enseguida
lo olvidan todo. Hasta que durmieron.
Mala es la estación del frío para salir de noche.
Huir del invierno, abandonar la casa donde aún
perduran encendidas las brasas de los besos que sellaron la despedida,
probablemente tenga un final inesperado, ya en la primera esquina, haciendo las
veces de encrucijada.
¿Volver?
¿Tomar un taxis?
¿Ampararse en el bar que a esas horas está
cerrado?
Preguntas que quebrantan la fe del que escapa de
noche, en mitad de su sueño inacabado., mientras la noche, con su luz negra de
invariable intensidad, va mermando, una a una, las contestaciones.
Pedir ser perdonado.
Insistir más allá de las palabras.
Más allá del silencio.
Más lejos de donde alcanza la sombra
del ofendido.
No se deben tomar a mal las palabras del
ofendido.
Él tiene el derecho a matar si es eso lo que
desea.
Nada me hacia feliz.
Ni la vida ni la espera.
Siempre hemos sido dos. [ahora, en este preciso
momento, en cada preciso momento, no; mas por siempre dos; como dos mitades o
dos imanes sobre una sola superficie restringida]. El que habla y el que
escucha. El que dice y el que se oye decir. Y no pasa de ser un vano
fingimiento decantarse por el uno o por el otro. Por el que habla o por el que
escucha. Pacientemente. A posteriori. Cuando oír ya es tarde.
¿Cuándo fue que me convertí en mi recuerdo, donde no puede estar sino como
un extraño? Esta mañana siento que no soy yo el que ve sino quien es visto. Y la
imagen que se abre a los ojos de ese forastero en mí, nada le explica. Él no
puede entender tanto abandono.
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