sábado, 21 de marzo de 2020

EXPEDIENTE W129TUY56TRT113

Tío Pepe en casa se presentó de improviso; quería enseñarnos el caballo –bueno, una fotografía del caballo– que se acababa de comprar con la herencia del abuelo.

El caballo se llamaba Epifanio Martín Martínez, conforme nos dijo Tío Pepe momentos antes de sentarnos todos a la mesa, que llevaba puesta, y se iba a enfriar, un buen rato.

Mientras comíamos, como era de esperar, la conversación de los mayores giró en torno al extraño e incongruente nombre del équido.

Madre, dejando la cuchara sobre el plato, todavía humeante, de arroz caldoso con almejas, opinó la primera:

A un animal, por muy noble y hermoso que sea, no deberían llamarlo nunca como a una persona.

Ante lo cual, Tío Pepe, dándose por aludido y algo molesto, le contestó veloz como un rayo:

Tampoco a una persona, por muy poca consideración que se le tenga, se le debería llamar como a un vino, y ya ves.

Pero eso es diferente –le interrumpió madre con mucha sorna.– Hay vinos con nombres de santos. El fino San Patricio. La quina Santa Catalina…

Padre, que hasta el momento había permanecido en silencio, concentrado en apartar las conchas de las almejas tras haberles extraído sus valvas, debió pensar que era su ocasión de intervenir antes de que la cosa pudiese ir a más.

A los santos dejarlos en paz.

Pues tú –salto madre, quien llevaba muy mal el hecho de que la corrigiesen delante de cualquiera– bien que te acuerdas de los “*” de San Cucufato bendito –y se santiguó antes de continuar– cada vez que algo se te pierde.

Probablemente padre le habría respondido una grosería –era su fea costumbre– pero ocurrió, en ese preciso momento, que de la radio encendida brotaron a punto los primeros acordes del himno nacional.

Todos a una, incluidos nosotros los niños, saltamos de nuestros asientos impulsados por un ardiente aliento patriótico, para enseguida adoptar la severa posición de firmes.

Padre, enorme y solemne como un luchador de sumo en los prolegómenos de la pelea, para entonces ya estaba asomado al balcón del comedor y saludaba a los indigentes de la calle con el brazo alzado y la mano abierta, de la cual, no obstante, no caía nada que pudiesen recoger aquellos en su alivio.

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