Acaso convendría empezar a considerar “el
bulo” como uno más de los géneros literarios, en la medida en que, al igual que toda creación
literaria [un cuerpo no más que apalabrado], no cuenta sino con él –con su estructura
narrativa– para pasar, de forma metafórica, de lo verosímil: lo que es
creíble– a lo verdadero: lo que se da por creído.
En la literatura, ese tránsito
se realiza con escasa, por no decir nula, resistencia por parte de los
afectados. Resulta tan obvia la “ficción”, el ser cosa fingida, como para no ver,
incluso con anterioridad, que “cualquier semejanza con la realidad, será pura
coincidencia”. La formula es muy simple: Todo cuanto se parece a “*”, ha de ser
por necesidad no “*”. De modo que la propia ficcionalidad (si el término supera
su pedantería), parecer lo que no se puede ser –el Quijote o Gregorio Samsa, sirven de ejemplos–, de la literatura, le evita convertirse en falsía, en
doblez, en engaño malintencionado, tal y como requería Aristóteles del sofisma.
Desvelándose al mostrarse ese falsía, una doblez, mentirijilla piadosa en el
peor de los casos, deja claro, a la vez, que no busca sacar ningún beneficio de
manera torticera.
Pero sedimenta –más el bulo
que los otros géneros literarios al uso–, echa raíces. Conforme el espectáculo
de lo real va decepcionando, lo mismo que un envejecido artista en la
repetición cansina de sus trucos favoritos, lo ficcional se vuelve recurrencia
fácil y gratificante en un territorio ya bien abonado por la mucha palabrería
reinante, y donde se da una mayor confianza en la palabra que en los hechos.
Porque no sólo el artista envejece. También su público lo hace de manera
irremediable. Y llega el momento en el cual el truco –el medio lo llamaba
Marshall McLuhan–, con su efecto final ‘maravillante’, logra transformarse, así
una metáfora prestigiada, en la “otra verdad”, esa verdad que, decía Ortega, es lo
opuesto a la verdad 'verdadera', que no la mentira. Así acaba ocurriendo que cuanto más se
patentiza el bulo, más posible lo encontramos, si más nos da para seguir
contando.
La palabra es un virus,
William Burroughs bien que lo sabía. Deberíamos confinarnos frente a la
Palabra.
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