Cuenta Plinio de unos pájaros
que, confundiendo las uvas pintadas por Zeuxis de Heraclea con uvas verdaderas,
hambrientos se lanzaron sobre ellas. Por fortuna, los humanos jamás caeremos en
tan burdo ardid de forma directa e inmediata, propia de gañanes. A los humanos
nos puede más la codicia que el hambre, siendo en este peculiar instinto de “conservación”
donde podemos encontrar el origen del arte y del dinero. Desde luego, la
pintura fue anterior a la escritura (todavía garabatos. Una imagen debió preceder
a un Vale por…
Plinio también nos dejó el
relato de una apuesta entre el tal Zeuxis y Parrasio de Éfeso sobre cuál de los
dos pintaba con mayor conformidad a lo natural. Ofreció Zeuxis sus uvas
magníficas y Parrasio algo cubierto por una tela. Se las prometía muy felices
Zeuxis entre los vítores de la concurrencia, y le pidió a Parrasio que mostrase
a su vez su obra. Éste se limitó a invitarle con un gesto de la mano a que él
mismo la descubriese. En vano. Cuando Zeuxis quiso apartar la tela, sus dedos
no hicieron sino resbalar sobre la, aunque arrugada, firme superficie de la
pintura. Maravillado por tan real trampantojo, se limitó a felicitar al gran
Parrasio, que lo había vencido. Pienso si el resultado de aquella remota
competición no será el nacimiento de la Gran Banca, la que siempre gana y
esconde sus tesoros.
miércoles, 28 de marzo de 2018
viernes, 23 de marzo de 2018
IN-ACCIÓN DIRECTA
La facilidad con que el adverbio “ya” se posiciona
en el tiempo resulta francamente desconcertante. Se podría escribir de él que
limita y roza con lo tramposo, así el comodín, el joker, en un juego de cartas
o la ‘última palabra” de un Tribunal Supremo haciendo jurisprudencia de lo que
llamaba a su puerta como una variable muy dudosa: Cosas de abogados. De una
parte, “ya” goza de una autoridad incontestable: ¡A la voz de Ya!, grita el
sargento instructor a los reclutas anonadados provocándoles una obediencia
inmediata. De otra, también está donde está como la posibilidad entre un millón
de una máquina tragaperras. ¡Ya voy!, responde el Bartleby que no es el de
Melville a la enésima requisitoria de su superior inmediato. Parece, así el
estado de la cuestión, que “ya” convocara al unísono la acción y la in-acción,
compuesta por mitades iguales de urgencia y pereza. Quizá, se me ocurre pensar,
sólo sea una metáfora, extremadamente concisa para merecer su deconstrucción,
de la indecisión de quien tiene que esperar a deshojar la margarita porque (ya)
no confía más que en el azar.
La misma Real Academia
Española así lo admite y, en consecuencia, permite el uso irregular del mismo a
expensas del buen entendimiento y a la colocación adecuada de sus usuarios, mientras
ella, la Academia, se mantiene al pairo, no cediendo a la tentación, al menos
por una vez, de separar lo correcto de lo incorrecto al dictado. Ya lo hará
cuando menos se lo espere. Así, refiere que tanto puede emplearse con respecto
al pasado, al futuro y, como no podía ser menos, al presente, pues siempre es desde
el presente desde donde se habla. En concreto sostiene la RAE: 1. En tiempo u ocasión pasados. 2.
Inmediatamente, ahora mismo (el sargento enfático) 3. En el tiempo presente, haciendo relación al pasado. 4. En tiempo u
ocasión futuros. Todo lo cual sirve para que la supuesta acción que tuvo,
tiene o tendrá lugar en el transcurso del tiempo, quede suspendida en su
veleidosa concreción como estructura gramatical, o lo que se entiende mejor: frase
hecha sin carácter sentencioso que obligará o no obligara a su exacto
cumplimiento, conforme convenga.
Pueden verse claramente las oportunidades que “ya” ofrece. Tanto como invita a hacer lo que se debe hacer: “ya lo hago”, , y hacerlo “ya”, en el momento de su pronunciamiento, así es que también lo deja pendiente: “ya lo haré”, a la cola, tal que una promesa de buena voluntad. Como para fiarse. En realidad, el “ya lo hago” no significa, casi nunca, “ya” lo estoy haciendo, pues sobraría. En este caso, el “ya” introduce en el presente de la supuesta acción inmediata indicada, como un motivo de resignación. “Tengo que hacerlo, pero no en este momento, cuando tenga ganas”; y “ya” se sabe que las ganas –o por ser sinceros, la desgana– vencen siempre sobre la más firme voluntad. Lo contrario será menester conforme de cristianos sacrificados.
El “ya lo haré” tampoco determina ningún momento para la acción. Es un retardo que, luego, se suele achacar a la desmemoria (el azar ignoto) su incumplimiento y al amparo de que el futuro, como la revolución que significaría adelantarse a él, siempre queda por delante. Se me olvidó. Pero no se preocupe, “ya lo hago.” O sea, que volvemos a estar como al principio de todo por obra y gracia de un bendito adverbio. Nos reinstalamos en el momento preciso en el cual deberíamos decidir. Cosa que sólo hacemos –o no, claro– nada más damos con ese “ya” en pleno ejercicio de modificar su función principal, la de alterar la significación del verbo al cual acompaña.
Y “ya” acabo. No sé si habiendo dicho lo que quería decir o dejándolo para un mejor momento; cuando “ya” sepa qué quiero decir.
martes, 20 de marzo de 2018
PANDORO Y NO PANDORA
Nos
comprometemos con la lengua de manera harto imprudente, muy descuidada, como creyendo
estar en un territorio propicio. Pero… aprendemos a hablar de niños, pues así lo
dicen respecto de los dientes, si las palabras nos nacieran en la boca de mayores,
probablemente no soportaríamos el dolor. Dientes de leche. Palabras de leche. Blandas,
húmedas, tibias y lenes al contacto de los labios con la ubre materna. Lengua materna
de los primeros años. ¿Cuándo será que se vuelve a romper el vínculo. Que la
voz suplicante se vuelve voz de mando. Qué la matria se hace patria, y hablar
es, para entonces, salir a la conquista?
Lengua
de fuego, donde los primeros en arder somos todos. El crimen contra la sagrado
no fue –no es– otro que el haber querido hablar si mejor estábamos calladitos. Al
menos jamás habríamos pronunciado la palabra dios.
miércoles, 7 de marzo de 2018
TEORÍA DEL CAOS
Todos los discursos –el poder, la ciencia, la política,
el arte, la poesía– comparten el
mismo elemento: la lengua, el lenguaje, el habla. Los grandes discursos y los discursos menores (menores
porque atañen a un número concreto y limitado de personas –a veces nada más a
uno mismo– pero no porque le resulten menos gravosos a los afectados) como el
amor, el sexo, el odio, la vanidad, el rencor, la avaricia y hasta el hambre,
se dicen antes de hacerse. Primero hay que dar con las palabras adecuadas. Sacarlas
de su letargo. Pronunciarlas. Escribirlas. posiblemente baste con soñarlas o
imaginarlas –¿cómo es imaginar una palabra; pero no una palabra cualquiera, la
palabra suficiente para cubrir la necesidad a donde nos trajeron otras palabras insuficientes para esa ocasión?– luego, ellas solas se hacen carne, vida,
acontecimiento. Y a más tardar, memoria. Así fuese que nada es hasta que una vez
las palabras recuperan su natural silencioso. Eso que comparten todos los
discursos. El silencio de quienes escuchan, su aprobación desinteresada.
Porque si alguien hablara cuando
las palabras ya descansan, entonces se quebraría el lento y firme transcurrir
de las cosas, y en alguna parte del mundo –muy lejos para saber de ello con el
tiempo preciso para prevenirlo– ocurría, sin más, el sencillo aleteo de una
mariposa desganada.
jueves, 1 de marzo de 2018
LA VERDAD Y EL CARTERO
¿No tiene usted a nadie que
le diga la verdad? Le escribe Elias Canetti a Thomas Bernhard en carta que
Canetti jamás le llegó a enviar (tomado de Cees Nooteboom, 533 días), así sea
que la verdad, como las enfermedades mas terribles, necesariamente nos llega
del afuera, nos asalta y nos coloniza, evidentemente, a través de la fe en ella,
que, bien visto, no es sino la confianza ciega en su cartero. Pero, en serio, ¿podemos
confiar en el carteros como en padre y madre confiamos? Pienso que sí, respecto
del cartero, pues de padre y madre queda siempre mucho por callar. Su
indiferencia lo avala. El cartero, así es la cosa, permanece ajeno a las
palabras de la verdad que transporta en su cartera de cartero. Por un tiempo es
el dueño del secreto. Lo custodia incluso pagando con su vida. Basta con acordarnos
de Miguel Strogoff, el cartero del zar.
A Strogoff lo atrapan los
tártaros, al mando de los cuales está un ruso traidor a la causa del zar –quizá
Julio Verne, reconocido anti-socialista militante, pensaba, avant la lettre
como era su predilección, en el taimado Lenin, el perverso Trotsky o el fierísimo
Pepe Stalin. Lo torturan aplicándole un hierro candente sobre los ojos, que lo
ciega. Pero ciego ya era Miguel Strogoff respecto al secreto que portaba, y los
malvados tártaros nada pudieron sonsacarle, puesto que nada era lo que él veía
en lo que sabía. Así como la metáfora encierra un sentido que ella misma
probablemente desconoce, así el cartero conduce y transporta la verdad de un
extremo a otro del mundo sin saber ni querer saber de ella, despreocupado de su
tenor.
Por tanto, podemos dar por
firme la fidelidad del cartero en la medida en que, como el maestro zen y el
tonto del pueblo, no deja de mantenerse neutral dentro de un universo
supuestamente holístico. Entre la causa y el efecto anda metido el cartero,
pero no es sino su falta de compromiso con la una y con el otro lo que lo hace imprescindible
para el reconocimiento final de la verdad; ser su instrumento, su medio.
Pero Canetti, como hemos
podido saber, y por los motivos que sea, no echa la carta al correo –a lo mejor
él no confía, como yo sí, en los carteros– y Bernhard se queda sin conocer esa
verdad prometida. ¿Cuál sería la verdad que, finalmente, Elias Canetti opta por
reservarse? Algo nos sugiere Cees Nooteboom en la reseña que le dedica en su
libro mencionado más arriba, y con ello me conformo, no quiero saber más al
respecto. Sólo me sigue interesando, y mucho, la paradoja que Canetti, con su
olvido o su desgana de acercarse hasta un buzón y echar la carta referida, crea
de forma inopinada, pues es en su in-acción (directa) que asoma la única verdad
en la cual me siento capaz de creer a día de hoy: No tiene usted a nadie que le
diga la verdad. Hace años que el cartero sólo me trae propaganda.
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