El insulto no es más –ni
menos– que una respuesta involuntaria –y por tanto impropia– a una
circunstancia originada en exclusiva por el otro, ante la posibilidad de, caso
de no responder de inmediato, perder la condición de sujeto en la misma. En
este sentido, el insulto se expresa con la misma naturalidad que la
aquiescencia –el aplauso unánime–, ser medida de absolutos. El rechazo pleno o
la entrega total a la causa del otro.
El insulto es el recurso a un
a-priori de carácter universal (tonto, feo, idiota, maleducado…) con el que se
pretende tachar la actuación circunstancial del otro. El insulto, por tanto, no
es conclusivo sino constitutivo. El aludido se toma en tanto parte de un todo
que desde donde se califican todas sus actuaciones por adelantado. Haga lo que
haga éste, será una bobería, si es bobo lo que se le está llamando, por el
momento.
El insulto, en su
generalización de lo particular, se convierte de inmediato en un argumento que
el insultado debe refutar con pruebas acerca, no de la justeza de esa
apreciación (siempre subjetiva) y sí de lo impropio del insulto, so pena de
quedar descalificado por algo que, probablemente, ni venga al caso en discusión.
La pretensión del insulto es pretender convertir a su víctima en acusado (del horrendo
crimen de ser lo que es.
“Escucha el reproche de los
necios, es un título real”, nos dejó dicho el poeta William Blake, aunque
tampoco haya que insultar para defenderse. Y además, dependerá de las
circunstancias en que se encuentren los afectados. Hoy, en España al menos, hay
quienes prefieran, pese a todo, estar de la parte de los necios.
Dice un refrán popular: No
insulta quien quiere sino quien puede. Pero eso, más que un insulto, resulta ya
una sentencia que con tiempo originará jurisprudencia. Una prerrogativa exclusiva
del Poder, como bien parece haber aprendido Pablo Iglesias al solicitar, desde
su vicepresidencia, naturalizar el insulto. O sea, que quede en manos de quien
puede, cuando lo más natural es que insulte quien no tiene otro medio para expresar
su malestar. El exabrupto.