domingo, 21 de octubre de 2012

(del) Diccionario de las memorias y el olvido



EMPLEO. 1. Valga –si dios así lo tiene dispuesto- buscarle un empleo a las cosas. 2. Aquellas cosas que nos rodean por natural (como los árboles y los animales comestibles; las piedras preciosas; las piedras filosas; los ríos y los mares navegables; las montañas horadadas) y 3. aquellas otras cosas que precisamente se inventan porque ya se tiene claro cómo y en qué, por quién, van a ser empleadas (como el cuchillo, la cuchara, el Che Guevara; como la cuchara, el cuchillo, la hoz y el martillo). 4. Pero, mire usted qué desatino, qué desafuera tan grande, buscarle a un hombre un empleo.

ENCAPOTADO. 1. Negras tormentas agitan los aires,
                                        Nubes oscuras nos impiden ver.
2. O sea, que el cielo está encapotado.

ENCARNACIÓN. 1. Que la encarnación fuese un misterio, 2. sin duda facilitó el embarazo de muchas muchachas a la primera vez que ella y el novio se arremetían con la fuerza de un ciclón. 3. Luego, enterados los papas de uno y otro bando de las graves consecuencias del asunto, entre ellos imponían la obligación de casarse de los actuantes. 4. De penalti, llamaban a ese matrimoniar de urgencia y conveniencia para las partes. 5. Acaso porque no olvidaran, en la vida nunca jamás echaran de menos, que el matrimonio es la pena máxima por una falta a la que luego en la moviola se vería / sin la menor alevosía.

ENVEJECER. 1. No me da miedo envejecer, sino amargarme[i] 2. Es lo que tienen las almendras

ENVIDIA. 1. Cochina envidia. 2. Quien se muere de envidia, 3. primero encoge y luego 4. se va sin que nadie lo eche de menos.


[i] Carlos Pazos. Garabatos y zarpazos.

martes, 16 de octubre de 2012

Lorca no está en su tumba



Había una vez un joven agente de policía de la ciudad de Nueva York que, sin verlo venir, como en un aprieto, se tropezó de repente con Federico García Lorca mientras éste andaba de compras por la acera de los impares de la Quinta Avenida de Manhattan, entre la 34 y la 59.

Al principio, claro, no lo reconoció, pero como era de la policía y debía saberlo todo -cuanto pasara, incluso por accidente, en las calles en las cuales patrullaba- enseguida se preguntó quién sería aquel granadino tan extravagante.

En Nueva York no había la costumbre provinciana de vestir pantalones bombachos, como eran los que ese día llevaba Federico. Traje de pantalón bombacho y unos calcetines claros tejidos a mano cubriéndole el resto de sus piernas, las cuales de otro modo le habrían quedado descubiertas, siendo una tarde fría como era la tarde de la que hablamos.

Semejante catadura, así pues, fue lo que supuestamente extrañó al joven policía, aunque los neoyorquinos, por lo general, vistan de forma aún más rara y confusa que los de otras partes del mundo.

Entonces, teniendo en cuenta esta última circunstancia, cabe suponer que quizá Federico sorprendió gratamente al policía, pues ya se comentaba, no sin algo de exageración, lo bien que caía Federico a todo el mundo. Su duende, su halo poético, como una corona de santo, se maravillaban los más afines, brillaban allí donde él rondase. Incluso cuando el ambiente le resultaba adverso como en este caso, pues Federico no hablaba ni gota de inglés y, por las fechas en que ocurrieron los hechos, tampoco puede pensarse que hubiese en Nueva York muchos policías latinos, como Andy García, y casi todos ellos eran de origen irlandés, blanco y profundo.

Pero vale. Fuera por lo que fuera, porque recelase de Federico o porque la figura de Federico lo atraía como las luces de una feria de mucho bullicio, lo cosa fue que el celoso agente extendió hacía él su brazo izquierdo –el derecho no lo apartaba del arma reglamentaria: una glock 17- y con brusquedad proporcionada se apoyó sobre el hombro acolchado del poeta, mientras le ordenaba:
Identifíquese, haga usted el favor.

Federico no se alarmó ante la actuación francamente hostil del madero. Tan acostumbrado estaba a que lo pararan en medio de cualquier calle –de Nueva York o de Churriana; de Lanjarón o de Buenos Aires, La Habana o Montevideo- por aquello de solicitarle un autógrafo, que en lugar de encresparse como correspondía, pues nada malo hacía para que la Autoridad se fijara en él, lo que en cambio hizo fue sacarse del bolsillo un ejemplar del Romancero gitano vertido al inglés por el mismísimo Leonard Cohen, firmar en la página de cortesía con su nombre completo en lugar de con la precipitada rúbrica con que solía responder cuando sólo buscaba salir del paso, y entregárselo premioso al solícito joven, a la vez que no dejaba de mostrarle la mejor de sus sonrisas andaluzas.

Éste, no obstante, pareció mosquearse bastante ante la actitud –la tomó por desacato- complaciente de Federico, y sin más, acaso movido por un automatismo síquico, desenfundó la pistola, la engatilló con la presteza aprendida en la Academia y, por si un fuera a ser que, allí mismo le descerrajó tres tiros en el pecho, aprovechándose de la fácil diana que le presentaban los tres botones dorados de la chaqueta del poeta.

Sobra decir que antes de desangrarse sobre la acera, Federico ya estaba muerto. Lo que después sucediera o dejara de suceder en Granada una noche agosteña al filo del alba más oscura, no será sino la confusa trama, el artero ardid pergeñado por el efebei a fin de dar rápido carpetazo a un asunto que tanto le comprometía.
 
Probablemente a ello se deba el que su cadáver no aparezca por ninguna parte. Ni siquiera allí donde de a las de veras lo mataron.

domingo, 14 de octubre de 2012

A VUELTAS CON DON PEROGRULLO




--Parloteaban confrontados tertulianos (la Sexta, Al rojo vivo, aunque uno de entre ellos, entre bambalinas, ya advirtiera: El rojo muerto) sobre la inconstitucionalidad de los pronunciamientos políticos de S.M. (¿Santiago Martín El Viti?). Al principio negándolos, negando la existencia de tales pronunciamientos, y si no los pronunciamientos, al menos su carácter político. Después, admitiendo que sí, que el rey se había manifestado, pronunciado por lo que al asunto catalán se refiere, y no una vez, sino dos o tres, cuantas creyó necesarias. Y por último, desde una u otra postura, tratando como fuese de salvar la figura del rey.

Ni entro ni salgo. Ni quito ni pongo. Pero tampoco creo que sea esa la cuestión. La cuestión es que el rey forma parte del contexto político, de modo que cualesquiera de sus declaraciones (opiniones) o se convierten en políticas o están fuera de lugar.

¿Qué sentido puede tener que el rey hable si sus palabras no han de tener reflejo en la vida política? ¿Es el rey don Tancredo? ¿No estaremos diciendo de forma sibilina que se impone un drástico y decisivo recorte al respecto?

El rey no mea fuera de tiesto cuando hace posible que sus palabras se interpreten políticamente. Simplemente mea y nos quieren hacer creer que llueve.

--Si algún día llegara en que Catalunya no quisiera o quisiese independizarse de España, sería que ya no estamos en España.

Nada más español, más constitutivo de lo español, que ese deseo independentista catalán. O vasco. O gallego. O libertario: hasta la desaparición absoluta del Estado.

Volvámonos añosos, cutres, por un rato. Pasa que España hace tiempo que dejó de ser (tanto que ni siquiera fue que empezara a serlo) como ese noble apellido que supuestamente cohesionaba una parentela que por más que distante –en el espacio y en el tiempo- no perdía de vista su carácter troncal (el esqueleto vertebrado de Ortega). Desde que la globalidad se hiciera presenta como esa tormenta perfecta que es en realidad, y el mercado, el mercadeo, la única instancia soberana de referencia, España gusta de presentarse a sí misma como ‘la marca España’, y esto ya es otro cantar.
Todo lo moderna que se quiera, pero una vez sujeta a los vaivenes del mercado, el dudoso problema identitario (bastaría con admitir que el seny catalán y la mala follá granaína, p.e., no son discordantes ni en fondo ni en forma para considerar una identidad sumada) pasó a ser un mero asunto comercial: asegurarse de que los beneficios obtenidos en las distintas sucursales sigan llegando sin merma a la Casa Central. Mientras que, por su parte, las sucursales no piensan en otra cosa que en apañarse directamente esos beneficios en orden a un ‘reparto más natural’.

Y si algú no està d’acord (que bien pudiera ser) amb tot això que canto, si algú no li ha agradat el que acabo de dir, que agafi un guitarrot, una arpa, una viola, que faci una cançó y que em critiqui a mi. Pero antes, mejor si se fija un instante en la que está liando Alemania -la Merkel en concreto, pues también los alemanes lo llevan crudo con la Casa Madre- para hacerse de nuevo con lo que Alemania nos había fiado en el libre mercado.

viernes, 5 de octubre de 2012

¡VIVA EL PUEBLO!



De las cuatro acepciones: cada uno de los significados de una palabra según los contextos en que aparece, que da el Diccionario de la Real Academia a la palabra Soberanía, y a tenor del contexto donde para la ocasión fue pronunciada por el señor Hernando, sólo encuentro oportuna la cuarta: Orgullo, soberbia o altivez, en detrimento de las otras tres, más parecidas entre sí, a las cuales, supongámoslo, querría referirse, pero sólo las consigue rozar y con mucho cuidado por su parte, no fuera ser que se les vinieran encima.
De modo que cuando dice soberanía nacional, yo sólo le oigo decir: orgullo nacional, soberbia nacional, altivez nacional, y me suena muy feo. El orgullo nacional es válido cuando gana la selección de fútbol, pero no cuando la soberbia nacional nos lleva a meternos en una guerra que ni nos va ni nos viene, de la cual –como el señor Hernando bien puede recordar- salió  su propio partido tan mal parado en las urnas (érase una vez). Y es que la altivez no está de moda, no es de recibo en un ‘contexto democrático’.
Porque de lo que si se olvida el señor Hernando es de la definición exacta que el Drae da de la soberanía nacional: la que reside en el pueblo y se ejerce por medio de sus órganos constitucionales, así como de que para que la soberanía nacional se haga realidad es preciso, antes de nada, que el pueblo goce de absoluta libertad de expresión, en todo los momentos y no sólo cuando se le quiera oír.
Dirá que el pueblo se expresa a través de las urnas y, por tanto, ‘su expresión’ ha quedado clara tras el escrutinio y la suma de votos. Bien. Puedo estar de acuerdo. O, en principio, me conformo. Di mi palabra soberana: alteza o excelencia no superada en cualquier orden inmaterial –aun cuando no sea mi caso- y debo cumplirla en el tiempo pactado. Y ahora viene el ejemplo insolente por evidente. Quien temporalmente (cuatro años) ejerce (el medio y no el sujeto) la soberanía nacional decide no cumplir el acuerdo –sus razones tendrá- y adelanta las elecciones. Pues bien ¿no parece un agravio comparativo el hecho de que a quienes, también con sus razones a cuestas, pretenden hacer algo semejante (Gobierno dimisión) no se lo dejen hacer, ni siquiera pedirlo?  Sean seis mil o seiscientos mil -como dizque calculaban a fuer de justificar la exagerada presencia de la policía (desusado: cortesía, buena crianza y urbanidad en el trato y costumbres) a las puertas del Congreso- ‘pedir no es robar’ en ningún caso, y es más,  si alguna verdad le cabe al hecho democrático  ésta no es otra que la de ‘atender’ a las minorías a fin de que su expresión no se pierda por mucho que no sea preciso tenerla en cuenta. Me imagino que al señor Hernando, una vez su grupo goza de mayoría absoluta en el Parlamento, no se le ocurre (bueno, probablemente se le ocurra, pero no se lo calla) decirle a los grupos minoritarios que para qué van a acudir, si tampoco van a lograr nada.
De modo que me sigue pareciendo soberbio cuando intento explicarme sus exabruptos contra el juez Pedraz, tildándolo de ‘pijo ácrata’ (selecciono) y haciéndole responsable de cualquier acto de intimidación, acoso o agresión que pueda producirse contra cualquier representante de la soberanía nacional.
Lo de pijo debe ser por la toga, demasiado ceremoniosa para los tiempos que vivimos, pero, qué le vamos a hacer, un símbolo más de la severidad del poder. Y lo de ácrata, porque le lleva la contraria. Con todo, me gusta la expresión por lo que dice de quien la dice: un pijo neoliberal.
Más serio encuentro ese de llamar a una libre expresión, por exagerada que sea: manifestarse en mitad de la calle, acto de intimidación, acoso o agresión. En primer lugar, porque supone rebajar hasta mínimos la antigua altivez de los señores representantes de la soberanía nacional, que ahora se muestran incapaces de aguantar lo que, según ellos mismos, no son más que improperios salidos de los gaznates de quinientos radicales atrasados, pues los demás que por allí merodeaban eran meros comparsas y porque ese día no había partido televisado. En segundo lugar, y un poco más en serio, porque aquí no cabe la metonimia de  tomar la parte por el todo. Sencillamente, no alcanzo a entender que meterse con un diputado, o con cualquier medio temporal, contingente -como incluso lo son las propias leyes que nos damos y ellos nos quitan a su albur ¿Es necesario recordar casos concretos? Pues miren los cambios en las leyes laborales, sin ir tan lejos-, ‘representantes (que obran en representación) de la soberanía popular’ sea meterse con la soberanía popular misma, única proposición insoslayable en toda esta cuestión.
Si los caminos del Señor –de quien el señor Hernando debe seguir creyendo que les llega a ellos el poder- son inescrutable, los caminos de la soberanía popular son, al menos, inesperados.
Pero el cadáver ¡ay! sigue muriendo. Y mucho me temo que ni cuando lo rodeen todos los hombres de la tierra, se incorporé emocionado, abrace al primer hombre y eché a andar, como en el poema de César Vallejo.
Entonces –oigo que me dice al oído doña Soraya Rodríguez- no andaba yo muy descaminada cuando dije que hablar de la decadencia de los políticos no parece un juicio muy juicioso (tergiverso).  Pues sí, señora –le contesto- sigue usted en la luna de Valencia. Los políticos no están en decadencia sino en franco catalepsia. Me contengo.