
En el mundo del espectáculo (Guy
Debord: Cristo en Sevilla), efectivamente, no hay otra mierda que la mierda
representada. La representación de la mierda. Y ésta, ya libre (Luis Cernuda)
de su hedor primigenio merced al arte (Piero Manzoni) y las escrituras (Javier
Cercas p.e.), puede visualizarse de manera tan natural como ya lo venía
haciendo –de un tiempo a esta parte- su otro extremo dialéctico: la
gastronomía, para satisfacción de la ciencia en lugar de la apetencia.
Porque si la mierda escrita no
huele, ello es a condición de que la comida escrita no sacie. No engorde. La
obscenidad de la obesidad, así las cosas, radicaría en mostrar, representar,
que se viene de comer a todas horas, a cualquier hora, en tiempo presente (Xosé
Lois Gutiérrez). La ejemplaridad de la delgadez: enflaquecer es el acto ingenuo del querer-ser-inteligente (también el Barthes), en cambio, que la
comida se ha quedado en el plato, como en los extraordinarios banquetes de
Antoni Miralda.
Pero esto no es nuevo. La mierda
trae su historia (Dominique Laporte) a cuestas para que, al cabo, se mantenga en
el papel el tufillo significamentoso que en ella se encierra y tanto nos
muestra de nosotros mismos.
Este
montoncito de mierda que yo amaso, ahí ante mi puerta, es mío y nadie podrá
decirme si está bien hecho o no. Este montoncito será mi cosa y será también mi
emblema, signo tangible de lo que me distingue o me aproxima a mi vecino y,
recíprocamente, signo visible de lo que a él lo distingue de mí: ordenado,
discreto o repugnante, su montón no será jamás el mío y sólo por este signo yo
reconoceré si es de los míos o no, como yo, ordenado, limpio, negligente,
repugnante o francamente podrido. (Laporte)
Veo -y es aquí donde quería llegar-
cómodamente sentado en mi mecedora, el televisado broche a la manifestación
ilegal (Cristina Cifuentes) del pasado 29 de septiembre. Los manifestantes se
han ido. La policía, ejemplar, sigue un rato más. El suelo de la plaza de Neptuno
está lleno de la mierda dejada allí por los manifestantes. De repente hay un
revuelo de papeles -panfletos de dudoso gusto- de botellas de plástico vacías y
de latas de cerveza arrugadas. Me descompongo (palabra que viene al caso) un
poco. Me agito en el asiento como si presintiera el recomienzo de la
catástrofe. Pero no. No pasa nada. Nada si no que los negligentes, ordenados y
limpios barrenderos municipales se aprestan (aunque no con mucho orgullo, todo
debe decirse, sino mejor obligados) a amontonar y recoger esa asquerosa mierda abandonada
por los manifa, la cual los califica de repugnantes y francamente podridos. Por
suerte no huelo, pues, como les digo, yo lo veo todo en el televisor, en la
pantallita del móvil si alguien de dentro ha tenido a bien enviarme el mensaje,
en el periódico del día después.
Es el espectáculo, claro, la ‘sentida
representación’ de lo ‘en vivo y en directo’, que no acaba ni siquiera con el
televisor apagado.
El día, en cambio, sí que se muere
de veras, así que me voy a la cama con la sensación de haber cumplido. Cierro los
ojos. Trato de conciliar el sueño. Pero no puedo, no lo logro. Como el comienzo
de una pesadilla, me asalta un mal pensamiento: ¿me cuenta Rajoy –si, hombre,
ese mismo- entre los de su mayoría silenciosa? ¿soy uno de esos que van al
retrete, la ‘cella familiare’, y me siento en la ‘sella perforata’ (Vitrubio)
cuando el estómago me lo demanda, pero tan en privado, poniendo tanto cuidado
en no ser visto ni olido, que a veces hasta olvido acompañarme y es otro el que
obra por mi?
Y entonces lo capto. En duermevela,
para que jamás alcance a saber si lo soñaba o andaba en lo cierto. Soñé, vi, el
otro lado de la metáfora: la mayoría silenciosa, aquellos que guardan silencio,
o están estreñidos (y por eso sus caras feas, sus macabros gestos) o son los
que cagan a escondidas y en secreto. Regularmente. A diario, recién despiertos.
Cada cuatro años, cuando están dormidos. En el retrete. En la caja de cristal
transparente que por arriba tiene un agujero.
Por supuesto, se trata de otra
mierda y de otro montón de mierda. Si aquel era repugnante, éste es ordenado,
pulcro, limpio y, en especial, recogido. Pero un montón de mierda, se mire por
donde se mire. La visualización de los excrementos. El escrutinio de los votos.
Un espectáculo inodoro por ser la voluntad escrita de diez millones de cagones.
Mientras el otro, ¡Ay!, marrón sobre blanco. Pintura no-figurativa.
Cuando a la mañana siguiente me
despierto con una correncia de mil demonios, se me ocurre que en lo de tomar el
Congreso -o rodearlo, que con no ser lo mismo va a acarrear la misma pena- si
había un reconocimiento implícito del límpido montoncito de mierda de cuantos
obran a derechas, sean de la Partía que sean, por ello mismo, se acompañaba del
clamor más imperioso: Vale. Caguen. Pero,
por favor, no nos caguen encima para luego hacernos creer que graniza. Que el
Perro (¿Diógenes?) lo detecta.
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