martes, 2 de octubre de 2012

La visualización de los excrementos




La mierda escrita no huele, sostenía un Roland Barthes afectado, quién sabe, de insuficiencia nasal o incapaz por sí mismo de leer esa otra grafía que la mierda deja, sin ir más lejos a buscarla, en el papel higiénico de cada mañana. Marrón sobre blanco. Antoni Tapies.
En el mundo del espectáculo (Guy Debord: Cristo en Sevilla), efectivamente, no hay otra mierda que la mierda representada. La representación de la mierda. Y ésta, ya libre (Luis Cernuda) de su hedor primigenio merced al arte (Piero Manzoni) y las escrituras (Javier Cercas p.e.), puede visualizarse de manera tan natural como ya lo venía haciendo –de un tiempo a esta parte- su otro extremo dialéctico: la gastronomía, para satisfacción de la ciencia en lugar de la apetencia.
Porque si la mierda escrita no huele, ello es a condición de que la comida escrita no sacie. No engorde. La obscenidad de la obesidad, así las cosas, radicaría en mostrar, representar, que se viene de comer a todas horas, a cualquier hora, en tiempo presente (Xosé Lois Gutiérrez). La ejemplaridad de la delgadez: enflaquecer es el acto ingenuo del querer-ser-inteligente  (también el Barthes), en cambio, que la comida se ha quedado en el plato, como en los extraordinarios banquetes de Antoni Miralda.
Pero esto no es nuevo. La mierda trae su historia (Dominique Laporte) a cuestas para que, al cabo, se mantenga en el papel el tufillo significamentoso que en ella se encierra y tanto nos muestra de nosotros mismos.
Este montoncito de mierda que yo amaso, ahí ante mi puerta, es mío y nadie podrá decirme si está bien hecho o no. Este montoncito será mi cosa y será también mi emblema, signo tangible de lo que me distingue o me aproxima a mi vecino y, recíprocamente, signo visible de lo que a él lo distingue de mí: ordenado, discreto o repugnante, su montón no será jamás el mío y sólo por este signo yo reconoceré si es de los míos o no, como yo, ordenado, limpio, negligente, repugnante o francamente podrido. (Laporte)
Veo -y es aquí donde quería llegar- cómodamente sentado en mi mecedora, el televisado broche a la manifestación ilegal (Cristina Cifuentes) del pasado 29 de septiembre. Los manifestantes se han ido. La policía, ejemplar, sigue un rato más. El suelo de la plaza de Neptuno está lleno de la mierda dejada allí por los manifestantes. De repente hay un revuelo de papeles -panfletos de dudoso gusto- de botellas de plástico vacías y de latas de cerveza arrugadas. Me descompongo (palabra que viene al caso) un poco. Me agito en el asiento como si presintiera el recomienzo de la catástrofe. Pero no. No pasa nada. Nada si no que los negligentes, ordenados y limpios barrenderos municipales se aprestan (aunque no con mucho orgullo, todo debe decirse, sino mejor obligados) a amontonar y recoger esa asquerosa mierda abandonada por los manifa, la cual los califica de repugnantes y francamente podridos. Por suerte no huelo, pues, como les digo, yo lo veo todo en el televisor, en la pantallita del móvil si alguien de dentro ha tenido a bien enviarme el mensaje, en el periódico del día después.
Es el espectáculo, claro, la ‘sentida representación’ de lo ‘en vivo y en directo’, que no acaba ni siquiera con el televisor apagado.
El día, en cambio, sí que se muere de veras, así que me voy a la cama con la sensación de haber cumplido. Cierro los ojos. Trato de conciliar el sueño. Pero no puedo, no lo logro. Como el comienzo de una pesadilla, me asalta un mal pensamiento: ¿me cuenta Rajoy –si, hombre, ese mismo- entre los de su mayoría silenciosa? ¿soy uno de esos que van al retrete, la ‘cella familiare’, y me siento en la ‘sella perforata’ (Vitrubio) cuando el estómago me lo demanda, pero tan en privado, poniendo tanto cuidado en no ser visto ni olido, que a veces hasta olvido acompañarme y es otro el que obra por mi?
Y entonces lo capto. En duermevela, para que jamás alcance a saber si lo soñaba o andaba en lo cierto. Soñé, vi, el otro lado de la metáfora: la mayoría silenciosa, aquellos que guardan silencio, o están estreñidos (y por eso sus caras feas, sus macabros gestos) o son los que cagan a escondidas y en secreto. Regularmente. A diario, recién despiertos. Cada cuatro años, cuando están dormidos. En el retrete. En la caja de cristal transparente que por arriba tiene un agujero.
Por supuesto, se trata de otra mierda y de otro montón de mierda. Si aquel era repugnante, éste es ordenado, pulcro, limpio y, en especial, recogido. Pero un montón de mierda, se mire por donde se mire. La visualización de los excrementos. El escrutinio de los votos. Un espectáculo inodoro por ser la voluntad escrita de diez millones de cagones. Mientras el otro, ¡Ay!, marrón sobre blanco. Pintura no-figurativa.
Cuando a la mañana siguiente me despierto con una correncia de mil demonios, se me ocurre que en lo de tomar el Congreso -o rodearlo, que con no ser lo mismo va a acarrear la misma pena- si había un reconocimiento implícito del límpido montoncito de mierda de cuantos obran a derechas, sean de la Partía que sean, por ello mismo, se acompañaba del clamor más imperioso: Vale. Caguen. Pero, por favor, no nos caguen encima para luego hacernos creer que graniza. Que el Perro (¿Diógenes?) lo detecta.

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