De
las cuatro acepciones: cada
uno de los significados de una palabra según los contextos en que aparece,
que da el Diccionario de la Real Academia a la palabra Soberanía, y a tenor del contexto donde para la ocasión fue
pronunciada por el señor Hernando, sólo encuentro oportuna la cuarta: Orgullo, soberbia o altivez, en
detrimento de las otras tres, más parecidas entre sí, a las cuales,
supongámoslo, querría referirse, pero sólo las consigue rozar y con mucho
cuidado por su parte, no fuera ser que se les vinieran encima.
De
modo que cuando dice soberanía nacional,
yo sólo le oigo decir: orgullo nacional, soberbia nacional, altivez nacional, y
me suena muy feo. El orgullo nacional es válido cuando gana la selección de
fútbol, pero no cuando la soberbia nacional nos lleva a meternos en una guerra
que ni nos va ni nos viene, de la cual –como el señor Hernando bien puede
recordar- salió su propio partido tan
mal parado en las urnas (érase una vez). Y es que la altivez no está de moda,
no es de recibo en un ‘contexto democrático’.
Porque
de lo que si se olvida el señor Hernando es de la definición exacta que el Drae
da de la soberanía nacional: la que
reside en el pueblo y se ejerce por medio de sus órganos constitucionales,
así como de que para que la soberanía nacional se haga realidad es preciso,
antes de nada, que el pueblo goce de absoluta libertad de expresión, en todo
los momentos y no sólo cuando se le quiera oír.
Dirá
que el pueblo se expresa a través de las urnas y, por tanto, ‘su expresión’ ha
quedado clara tras el escrutinio y la suma de votos. Bien. Puedo estar de
acuerdo. O, en principio, me conformo. Di mi palabra soberana: alteza o excelencia no superada en cualquier
orden inmaterial –aun cuando no sea mi caso- y debo cumplirla en el tiempo
pactado. Y ahora viene el ejemplo insolente por evidente. Quien temporalmente
(cuatro años) ejerce (el medio y no el sujeto) la soberanía nacional decide no
cumplir el acuerdo –sus razones tendrá- y adelanta las elecciones. Pues bien
¿no parece un agravio comparativo el hecho de que a quienes, también con sus
razones a cuestas, pretenden hacer algo semejante (Gobierno dimisión) no se lo
dejen hacer, ni siquiera pedirlo? Sean
seis mil o seiscientos mil -como dizque calculaban a fuer de justificar la
exagerada presencia de la policía (desusado: cortesía, buena crianza y urbanidad en el trato y costumbres) a las
puertas del Congreso- ‘pedir no es robar’ en ningún caso, y es más, si alguna verdad le cabe al hecho democrático ésta no es otra que la de ‘atender’ a las
minorías a fin de que su expresión no se pierda por mucho que no sea preciso tenerla
en cuenta. Me imagino que al señor Hernando, una vez su grupo goza de mayoría
absoluta en el Parlamento, no se le ocurre (bueno, probablemente se le ocurra,
pero no se lo calla) decirle a los grupos minoritarios que para qué van a
acudir, si tampoco van a lograr nada.
De
modo que me sigue pareciendo soberbio cuando intento explicarme sus exabruptos
contra el juez Pedraz, tildándolo de ‘pijo ácrata’ (selecciono) y haciéndole
responsable de cualquier acto de
intimidación, acoso o agresión que pueda producirse contra cualquier
representante de la soberanía nacional.
Lo
de pijo debe ser por la toga, demasiado ceremoniosa para los tiempos que vivimos,
pero, qué le vamos a hacer, un símbolo más de la severidad del poder. Y lo de
ácrata, porque le lleva la contraria. Con todo, me gusta la expresión por lo
que dice de quien la dice: un pijo neoliberal.
Más
serio encuentro ese de llamar a una libre expresión, por exagerada que sea: manifestarse
en mitad de la calle, acto de intimidación, acoso o agresión. En primer lugar,
porque supone rebajar hasta mínimos la antigua altivez de los señores representantes de la soberanía nacional,
que ahora se muestran incapaces de aguantar lo que, según ellos mismos, no son
más que improperios salidos de los gaznates de quinientos radicales atrasados,
pues los demás que por allí merodeaban eran meros comparsas y porque ese día no
había partido televisado. En segundo lugar, y un poco más en serio, porque aquí
no cabe la metonimia de tomar la parte por
el todo. Sencillamente, no alcanzo a entender que meterse con un diputado, o
con cualquier medio temporal, contingente -como incluso lo son las propias
leyes que nos damos y ellos nos quitan a su albur ¿Es necesario recordar casos
concretos? Pues miren los cambios en las leyes laborales, sin ir tan lejos-, ‘representantes
(que obran en representación) de la soberanía popular’ sea meterse con la
soberanía popular misma, única proposición insoslayable en toda esta cuestión.
Si
los caminos del Señor –de quien el señor Hernando debe seguir creyendo que les
llega a ellos el poder- son inescrutable, los caminos de la soberanía popular
son, al menos, inesperados.
Pero
el cadáver ¡ay! sigue muriendo. Y mucho me temo que ni cuando lo rodeen todos
los hombres de la tierra, se incorporé emocionado, abrace al primer hombre y
eché a andar, como en el poema de César Vallejo.
Entonces
–oigo que me dice al oído doña Soraya Rodríguez- no andaba yo muy descaminada
cuando dije que hablar de la decadencia de los políticos no parece un juicio
muy juicioso (tergiverso). Pues sí,
señora –le contesto- sigue usted en la luna de Valencia. Los políticos no están
en decadencia sino en franco catalepsia. Me contengo.
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