viernes, 5 de octubre de 2012

¡VIVA EL PUEBLO!



De las cuatro acepciones: cada uno de los significados de una palabra según los contextos en que aparece, que da el Diccionario de la Real Academia a la palabra Soberanía, y a tenor del contexto donde para la ocasión fue pronunciada por el señor Hernando, sólo encuentro oportuna la cuarta: Orgullo, soberbia o altivez, en detrimento de las otras tres, más parecidas entre sí, a las cuales, supongámoslo, querría referirse, pero sólo las consigue rozar y con mucho cuidado por su parte, no fuera ser que se les vinieran encima.
De modo que cuando dice soberanía nacional, yo sólo le oigo decir: orgullo nacional, soberbia nacional, altivez nacional, y me suena muy feo. El orgullo nacional es válido cuando gana la selección de fútbol, pero no cuando la soberbia nacional nos lleva a meternos en una guerra que ni nos va ni nos viene, de la cual –como el señor Hernando bien puede recordar- salió  su propio partido tan mal parado en las urnas (érase una vez). Y es que la altivez no está de moda, no es de recibo en un ‘contexto democrático’.
Porque de lo que si se olvida el señor Hernando es de la definición exacta que el Drae da de la soberanía nacional: la que reside en el pueblo y se ejerce por medio de sus órganos constitucionales, así como de que para que la soberanía nacional se haga realidad es preciso, antes de nada, que el pueblo goce de absoluta libertad de expresión, en todo los momentos y no sólo cuando se le quiera oír.
Dirá que el pueblo se expresa a través de las urnas y, por tanto, ‘su expresión’ ha quedado clara tras el escrutinio y la suma de votos. Bien. Puedo estar de acuerdo. O, en principio, me conformo. Di mi palabra soberana: alteza o excelencia no superada en cualquier orden inmaterial –aun cuando no sea mi caso- y debo cumplirla en el tiempo pactado. Y ahora viene el ejemplo insolente por evidente. Quien temporalmente (cuatro años) ejerce (el medio y no el sujeto) la soberanía nacional decide no cumplir el acuerdo –sus razones tendrá- y adelanta las elecciones. Pues bien ¿no parece un agravio comparativo el hecho de que a quienes, también con sus razones a cuestas, pretenden hacer algo semejante (Gobierno dimisión) no se lo dejen hacer, ni siquiera pedirlo?  Sean seis mil o seiscientos mil -como dizque calculaban a fuer de justificar la exagerada presencia de la policía (desusado: cortesía, buena crianza y urbanidad en el trato y costumbres) a las puertas del Congreso- ‘pedir no es robar’ en ningún caso, y es más,  si alguna verdad le cabe al hecho democrático  ésta no es otra que la de ‘atender’ a las minorías a fin de que su expresión no se pierda por mucho que no sea preciso tenerla en cuenta. Me imagino que al señor Hernando, una vez su grupo goza de mayoría absoluta en el Parlamento, no se le ocurre (bueno, probablemente se le ocurra, pero no se lo calla) decirle a los grupos minoritarios que para qué van a acudir, si tampoco van a lograr nada.
De modo que me sigue pareciendo soberbio cuando intento explicarme sus exabruptos contra el juez Pedraz, tildándolo de ‘pijo ácrata’ (selecciono) y haciéndole responsable de cualquier acto de intimidación, acoso o agresión que pueda producirse contra cualquier representante de la soberanía nacional.
Lo de pijo debe ser por la toga, demasiado ceremoniosa para los tiempos que vivimos, pero, qué le vamos a hacer, un símbolo más de la severidad del poder. Y lo de ácrata, porque le lleva la contraria. Con todo, me gusta la expresión por lo que dice de quien la dice: un pijo neoliberal.
Más serio encuentro ese de llamar a una libre expresión, por exagerada que sea: manifestarse en mitad de la calle, acto de intimidación, acoso o agresión. En primer lugar, porque supone rebajar hasta mínimos la antigua altivez de los señores representantes de la soberanía nacional, que ahora se muestran incapaces de aguantar lo que, según ellos mismos, no son más que improperios salidos de los gaznates de quinientos radicales atrasados, pues los demás que por allí merodeaban eran meros comparsas y porque ese día no había partido televisado. En segundo lugar, y un poco más en serio, porque aquí no cabe la metonimia de  tomar la parte por el todo. Sencillamente, no alcanzo a entender que meterse con un diputado, o con cualquier medio temporal, contingente -como incluso lo son las propias leyes que nos damos y ellos nos quitan a su albur ¿Es necesario recordar casos concretos? Pues miren los cambios en las leyes laborales, sin ir tan lejos-, ‘representantes (que obran en representación) de la soberanía popular’ sea meterse con la soberanía popular misma, única proposición insoslayable en toda esta cuestión.
Si los caminos del Señor –de quien el señor Hernando debe seguir creyendo que les llega a ellos el poder- son inescrutable, los caminos de la soberanía popular son, al menos, inesperados.
Pero el cadáver ¡ay! sigue muriendo. Y mucho me temo que ni cuando lo rodeen todos los hombres de la tierra, se incorporé emocionado, abrace al primer hombre y eché a andar, como en el poema de César Vallejo.
Entonces –oigo que me dice al oído doña Soraya Rodríguez- no andaba yo muy descaminada cuando dije que hablar de la decadencia de los políticos no parece un juicio muy juicioso (tergiverso).  Pues sí, señora –le contesto- sigue usted en la luna de Valencia. Los políticos no están en decadencia sino en franco catalepsia. Me contengo.

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