
Al principio,
claro, no lo reconoció, pero como era de la policía y debía saberlo todo -cuanto
pasara, incluso por accidente, en las calles en las cuales patrullaba-
enseguida se preguntó quién sería aquel granadino tan extravagante.
En Nueva York no
había la costumbre provinciana de vestir pantalones bombachos, como eran los
que ese día llevaba Federico. Traje de pantalón bombacho y unos calcetines
claros tejidos a mano cubriéndole el resto de sus piernas, las cuales de otro
modo le habrían quedado descubiertas, siendo una tarde fría como era la tarde
de la que hablamos.
Semejante
catadura, así pues, fue lo que supuestamente extrañó al joven policía, aunque
los neoyorquinos, por lo general, vistan de forma aún más rara y confusa que
los de otras partes del mundo.
Entonces,
teniendo en cuenta esta última circunstancia, cabe suponer que quizá Federico
sorprendió gratamente al policía, pues ya se comentaba, no sin algo de
exageración, lo bien que caía Federico a todo el mundo. Su duende, su halo
poético, como una corona de santo, se maravillaban los más afines, brillaban
allí donde él rondase. Incluso cuando el ambiente le resultaba adverso como en
este caso, pues Federico no hablaba ni gota de inglés y, por las fechas en que
ocurrieron los hechos, tampoco puede pensarse que hubiese en Nueva York muchos
policías latinos, como Andy García, y casi todos ellos eran de origen irlandés,
blanco y profundo.
Pero vale. Fuera
por lo que fuera, porque recelase de Federico o porque la figura de Federico lo
atraía como las luces de una feria de mucho bullicio, lo cosa fue que el celoso
agente extendió hacía él su brazo izquierdo –el derecho no lo apartaba del arma
reglamentaria: una glock 17- y con brusquedad proporcionada se apoyó sobre el
hombro acolchado del poeta, mientras le ordenaba:
Identifíquese,
haga usted el favor.
Federico no se
alarmó ante la actuación francamente hostil del madero. Tan acostumbrado estaba
a que lo pararan en medio de cualquier calle –de Nueva York o de Churriana; de
Lanjarón o de Buenos Aires, La Habana o Montevideo- por aquello de solicitarle
un autógrafo, que en lugar de encresparse como correspondía, pues nada malo
hacía para que la Autoridad se fijara en él, lo que en cambio hizo fue sacarse
del bolsillo un ejemplar del Romancero gitano vertido al inglés por el
mismísimo Leonard Cohen, firmar en la página de cortesía con su nombre completo
en lugar de con la precipitada rúbrica con que solía responder cuando sólo
buscaba salir del paso, y entregárselo premioso al solícito joven, a la vez que
no dejaba de mostrarle la mejor de sus sonrisas andaluzas.
Éste, no
obstante, pareció mosquearse bastante ante la actitud –la tomó por desacato-
complaciente de Federico, y sin más, acaso movido por un automatismo síquico, desenfundó
la pistola, la engatilló con la presteza aprendida en la Academia y, por si un
fuera a ser que, allí mismo le descerrajó tres tiros en el pecho,
aprovechándose de la fácil diana que le presentaban los tres botones dorados de
la chaqueta del poeta.
Sobra decir que
antes de desangrarse sobre la acera, Federico ya estaba muerto. Lo que después
sucediera o dejara de suceder en Granada una noche agosteña al filo del alba
más oscura, no será sino la confusa trama, el artero ardid pergeñado por el efebei
a fin de dar rápido carpetazo a un asunto que tanto le comprometía.
Probablemente a ello se deba el que su cadáver no aparezca por ninguna parte. Ni siquiera allí donde de a las de veras lo mataron.
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