martes, 16 de octubre de 2012

Lorca no está en su tumba



Había una vez un joven agente de policía de la ciudad de Nueva York que, sin verlo venir, como en un aprieto, se tropezó de repente con Federico García Lorca mientras éste andaba de compras por la acera de los impares de la Quinta Avenida de Manhattan, entre la 34 y la 59.

Al principio, claro, no lo reconoció, pero como era de la policía y debía saberlo todo -cuanto pasara, incluso por accidente, en las calles en las cuales patrullaba- enseguida se preguntó quién sería aquel granadino tan extravagante.

En Nueva York no había la costumbre provinciana de vestir pantalones bombachos, como eran los que ese día llevaba Federico. Traje de pantalón bombacho y unos calcetines claros tejidos a mano cubriéndole el resto de sus piernas, las cuales de otro modo le habrían quedado descubiertas, siendo una tarde fría como era la tarde de la que hablamos.

Semejante catadura, así pues, fue lo que supuestamente extrañó al joven policía, aunque los neoyorquinos, por lo general, vistan de forma aún más rara y confusa que los de otras partes del mundo.

Entonces, teniendo en cuenta esta última circunstancia, cabe suponer que quizá Federico sorprendió gratamente al policía, pues ya se comentaba, no sin algo de exageración, lo bien que caía Federico a todo el mundo. Su duende, su halo poético, como una corona de santo, se maravillaban los más afines, brillaban allí donde él rondase. Incluso cuando el ambiente le resultaba adverso como en este caso, pues Federico no hablaba ni gota de inglés y, por las fechas en que ocurrieron los hechos, tampoco puede pensarse que hubiese en Nueva York muchos policías latinos, como Andy García, y casi todos ellos eran de origen irlandés, blanco y profundo.

Pero vale. Fuera por lo que fuera, porque recelase de Federico o porque la figura de Federico lo atraía como las luces de una feria de mucho bullicio, lo cosa fue que el celoso agente extendió hacía él su brazo izquierdo –el derecho no lo apartaba del arma reglamentaria: una glock 17- y con brusquedad proporcionada se apoyó sobre el hombro acolchado del poeta, mientras le ordenaba:
Identifíquese, haga usted el favor.

Federico no se alarmó ante la actuación francamente hostil del madero. Tan acostumbrado estaba a que lo pararan en medio de cualquier calle –de Nueva York o de Churriana; de Lanjarón o de Buenos Aires, La Habana o Montevideo- por aquello de solicitarle un autógrafo, que en lugar de encresparse como correspondía, pues nada malo hacía para que la Autoridad se fijara en él, lo que en cambio hizo fue sacarse del bolsillo un ejemplar del Romancero gitano vertido al inglés por el mismísimo Leonard Cohen, firmar en la página de cortesía con su nombre completo en lugar de con la precipitada rúbrica con que solía responder cuando sólo buscaba salir del paso, y entregárselo premioso al solícito joven, a la vez que no dejaba de mostrarle la mejor de sus sonrisas andaluzas.

Éste, no obstante, pareció mosquearse bastante ante la actitud –la tomó por desacato- complaciente de Federico, y sin más, acaso movido por un automatismo síquico, desenfundó la pistola, la engatilló con la presteza aprendida en la Academia y, por si un fuera a ser que, allí mismo le descerrajó tres tiros en el pecho, aprovechándose de la fácil diana que le presentaban los tres botones dorados de la chaqueta del poeta.

Sobra decir que antes de desangrarse sobre la acera, Federico ya estaba muerto. Lo que después sucediera o dejara de suceder en Granada una noche agosteña al filo del alba más oscura, no será sino la confusa trama, el artero ardid pergeñado por el efebei a fin de dar rápido carpetazo a un asunto que tanto le comprometía.
 
Probablemente a ello se deba el que su cadáver no aparezca por ninguna parte. Ni siquiera allí donde de a las de veras lo mataron.

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