Mal le fue a Unamuno “manteniéndose” en su secular desconfianza. Le
llevó a pactos con Dios y con el Diablo, saliendo mal parado de su trato con
ambos, y con otros diosecillos menores y circunstanciales del Olimpo de la
política, no conviene olvidarlo. Un gallego le habría dicho, Vale no creer, don Miguel, pero al menos hay
que no parecerlo. Que te vean en misa y en la taberna sin el semblante
descompuesto. La razón se la dio el tiempo al gallego reculón mientras se
la arrebataba al vasco vertical, quien, a la hora de hablar de veras, solía acabar
muy enfadado si veía que consentían con su disidencia. Algo que un
individualista a la vieja usanza, con alma de torero solitario, no puede
permitirse. Antes sospechará que en algún momento se ha traicionado al hacerse
merecedor del unánime aplauso del “respetable”.
En la actualidad, el individuo
que quiera ir de cara, así un individualista clásico –el anarquista que las
caricaturas de la época pintaban con la bomba, como un queso de bola, bajo el
brazo–, contra el plural –la grey que más tarde o más temprano acabaría ovacionando
su torpeza en ser como los demás, dada su enorme capacidad para asimilar las
excepciones sin alterar la normativa–, tendrá que volverse un terrorista. Pero
no un terrorista cualquiera; ese que tira la piedra y corre a esconderse entre
los suyos, a refugiarse bajo su bandera. En todo caso, aquel otro que en lugar
de actuar contra nadie, no sabría escoger, opta por permanecer en una
expectativa perpetua. Escoge, como Dios en su sombra placentera, ser la amenaza
de un juicio final en el que todos, él incluido, serán condenados en el mismo
lote. Y mientras siga sonando la música que marca el ritmo de los bailantes, el
anonimato absoluto; prolongar la ausencia de la fiesta, en tanto la única forma
de inacción directa, con la que a lo mejor, pues nadie se libra de contar entre
los elegidos, confía en merecerse una rebaja de la pena.
Mal le irá, cono mal le fuera
a don Miguel, pero no peor, a este individuo que, en su arrojo desmedido, no
quiere ser el individuo moderno a quien, por bailar al son que le tocan, la
Historia ya le ha garantizado (el mito de la democracia de todos) un papel en
su Tiempo. Probablemente ni siquiera cuente, en el futuro, con el cineasta
nostálgico, el erudito financiado, que lo recupere y lo encaje con fingida
exactitud, con fórceps, en el devenir de
los hechos del rompecabezas incompleto que no deja de ser la Historia. Aunque
no crea yo que eso le vaya a importar en demasía. No da la impresión de que este presente tenga
el futuro asegurado en el que los cineastas puedan grabar ni los eruditos
indagar en lo que no deja de ser un pasado que, bien mirado, nunca fue.