martes, 12 de mayo de 2020

MAL NOS VA

El individuo moderno –el individuo del presente, del hoy– parece hábilmente diseñado para creer en todo sin que ello le provoque malestar alguno. De “la duda me mantiene”, que expresara un Miguel de Unamuno animado a dar cuenta, con su propio ejemplo calcado de quijotismo, de un individuo indeciso, precario, pero a la vez capaz de nadar en el obstinado bamboleo de un devenir irremediable, se ha pasado, sin pena ni gloria, a un individuo –el nombre se conserva aunque la cosa cambie– que nada más baila si la música suena. Un ser que, por paradójico que vayamos a verlo, no se singulariza sino en el seno de un plural cuya mejor, y casi exclusiva, representación es él mismo. Un punto sobre el plano de la multitud.

Mal le fue a Unamuno  “manteniéndose” en su secular desconfianza. Le llevó a pactos con Dios y con el Diablo, saliendo mal parado de su trato con ambos, y con otros diosecillos menores y circunstanciales del Olimpo de la política, no conviene olvidarlo. Un gallego le habría dicho, Vale no creer, don Miguel, pero al menos hay que no parecerlo. Que te vean en misa y en la taberna sin el semblante descompuesto. La razón se la dio el tiempo al gallego reculón mientras se la arrebataba al vasco vertical, quien, a la hora de hablar de veras, solía acabar muy enfadado si veía que consentían con su disidencia. Algo que un individualista a la vieja usanza, con alma de torero solitario, no puede permitirse. Antes sospechará que en algún momento se ha traicionado al hacerse merecedor del unánime aplauso del “respetable”.

En la actualidad, el individuo que quiera ir de cara, así un individualista clásico –el anarquista que las caricaturas de la época pintaban con la bomba, como un queso de bola, bajo el brazo–, contra el plural –la grey que más tarde o más temprano acabaría ovacionando su torpeza en ser como los demás, dada su enorme capacidad para asimilar las excepciones sin alterar la normativa–, tendrá que volverse un terrorista. Pero no un terrorista cualquiera; ese que tira la piedra y corre a esconderse entre los suyos, a refugiarse bajo su bandera. En todo caso, aquel otro que en lugar de actuar contra nadie, no sabría escoger, opta por permanecer en una expectativa perpetua. Escoge, como Dios en su sombra placentera, ser la amenaza de un juicio final en el que todos, él incluido, serán condenados en el mismo lote. Y mientras siga sonando la música que marca el ritmo de los bailantes, el anonimato absoluto; prolongar la ausencia de la fiesta, en tanto la única forma de inacción directa, con la que a lo mejor, pues nadie se libra de contar entre los elegidos, confía en merecerse una rebaja de la pena.

Mal le irá, cono mal le fuera a don Miguel, pero no peor, a este individuo que, en su arrojo desmedido, no quiere ser el individuo moderno a quien, por bailar al son que le tocan, la Historia ya le ha garantizado (el mito de la democracia de todos) un papel en su Tiempo. Probablemente ni siquiera cuente, en el futuro, con el cineasta nostálgico, el erudito financiado, que lo recupere y lo encaje con fingida exactitud, con fórceps,  en el devenir de los hechos del rompecabezas incompleto que no deja de ser la Historia. Aunque no crea yo que eso le vaya a importar en demasía.  No da la impresión de que este presente tenga el futuro asegurado en el que los cineastas puedan grabar ni los eruditos indagar en lo que no deja de ser un pasado que, bien mirado, nunca fue.  

domingo, 3 de mayo de 2020

PARAR PARA REPOSTAR


Quien no presume dEl bar donde echó sus mejores momentos, es que nunca tuvo un lugar seguro donde ir a cobijarse y no sentir el agobio de la vuelta a casa como el fracaso escondido en cada retorno; en cada una de las veces en que volver a la casa –esa casa que ya no es circunstancial, como la de Padre– significaba renunciar a la escapada, retomar el destino que no lleva a ninguna parte, que se repite lo mismo que el fácil estribillo de la canción en la que reposa el material de sus sueños.



El recurso a lo poético le da a la nostalgia el brillo del lamento –¡Ay, de Granada!, ¡Ay, de Granada!- La memoria, si es fértil, se niega a ver las ruinas del presente. En el recuerdo, esas ruinas añosas todavía son la vieja construcción esplendorosa que resiste al tiempo y permanece abierta, dispuesta, entregada a uno a cualquier hora del día y todos los días del año. Aunque la verdad sea otra –siempre es otra la verdad– muy distinta, que viene para imponerse con la severidad de un centinela acechante en el interior de su garita.



Porque aquel bar de un entonces perenne, y todos los bares ocasionales, están cerrados a día de hoy, cuando al fin he podido recuperar mi paseo cotidiano; el paseo que venía dando desde que el mundo se redujo a mi mundo de cuatro esquinas firmes. En él había un bar, distinto cada vez y el mismo cada día, que me provocaba, me atraía, me llamaba. Cansado de mi andadura; acostumbrado a partir el viaje en dos, entraba allí y echaba un rato sin medida, estirado hasta el último aliento. Luego, salía tan recompensado, tan pagado de mi mismo, que la de la vuelta se me ofertaba la única dirección que no iba a suponer una renuncia, a sabiendas de que había de volver mañana, como el sol al que sólo los muy parvos reciben con aplausos por la novedad.



Pero hoy, todos sabemos que figura en los mandamientos de la nueva normalidad, los bares no abren, ni de día ni de noche, para ofrecer ese amparo que todo ser errante necesita y repostar. De modo que he seguido andando. No he parado de andar hasta que he superado el límite permitido y más allá, en tierra de nadie. Porque ¿a dónde van los perros cuando los sueltan? Se lo tendré que preguntar a mi amigo Emilio, si me paro alguna vez y encuentro recado de escribir.