Quien no presume dEl bar donde
echó sus mejores momentos, es que nunca tuvo un lugar seguro donde ir a
cobijarse y no sentir el agobio de la vuelta a casa como el fracaso escondido
en cada retorno; en cada una de las veces en que volver a la casa –esa casa que
ya no es circunstancial, como la de Padre– significaba renunciar a la escapada,
retomar el destino que no lleva a ninguna parte, que se repite lo mismo que el
fácil estribillo de la canción en la que reposa el material de sus sueños.
El recurso a lo poético le da
a la nostalgia el brillo del lamento –¡Ay, de Granada!, ¡Ay, de Granada!- La
memoria, si es fértil, se niega a ver las ruinas del presente. En el recuerdo,
esas ruinas añosas todavía son la vieja construcción esplendorosa que resiste al
tiempo y permanece abierta, dispuesta, entregada a uno a cualquier hora del día
y todos los días del año. Aunque la verdad sea otra –siempre es otra la verdad–
muy distinta, que viene para imponerse con la severidad de un centinela acechante
en el interior de su garita.
Porque aquel bar de un
entonces perenne, y todos los bares ocasionales, están cerrados a día de hoy,
cuando al fin he podido recuperar mi paseo cotidiano; el paseo que venía dando
desde que el mundo se redujo a mi mundo de cuatro esquinas firmes. En él había
un bar, distinto cada vez y el mismo cada día, que me provocaba, me atraía, me
llamaba. Cansado de mi andadura; acostumbrado a partir el viaje en dos, entraba
allí y echaba un rato sin medida, estirado hasta el último aliento. Luego,
salía tan recompensado, tan pagado de mi mismo, que la de la vuelta se me ofertaba
la única dirección que no iba a suponer una renuncia, a sabiendas de que había
de volver mañana, como el sol al que sólo los muy parvos reciben con aplausos
por la novedad.
Pero hoy, todos sabemos que figura
en los mandamientos de la nueva normalidad, los bares no abren, ni de día ni de
noche, para ofrecer ese amparo que todo ser errante necesita y repostar. De modo que he
seguido andando. No he parado de andar hasta que he superado el límite permitido
y más allá, en tierra de nadie. Porque ¿a dónde van los perros cuando los
sueltan? Se lo tendré que preguntar a mi amigo Emilio, si me paro alguna vez y
encuentro recado de escribir.
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