martes, 28 de abril de 2020

LA RAZÓN DE LA SINRAZÓN




La cuestión íntima, y otra, que nos viene a plantear la situación de confinamiento frente a la hostilidad manifiesta de Covi19, es si podemos enfrentarlo desde el individualismo más radical –del “Sálvese quien pueda” al heroísmo anónimo– o si, por el contrario, es preciso disolverse como individuos en la masa gregaria, cuya principal característica, eso por lo que se la reconoce, sea la pasividad: desde el “A buen recaudo” hasta la resistencia clandestina. El encierro al cual nos vemos remitidos, exclusiva respuesta en un mientras tantos con visos de perpetuo, se reserva un significado secreto –ciertamente no muy bien guardado–: mantenernos como las innúmeras islas de un inabarcable archipiélago; enclaves en un  territorio incierto –su representación clásica es el mar– unidas por aquello que al mismo tiempo las separa.



Lo curioso de esta situación no tan anómala como la traíamos pensada, y dando por válido que no cabe otra mientras el “enemigo principal” continúe dominando el terreno, está en que, a su aire, parece resolver el dilema si individuo o masa, de manera no disyuntiva, en la medida en que las bifurcaciones que se nos ofrecen no superan los “horizontes del jardín”, siempre a la misma distancia. Sólo si nos mantenemos en el aislamiento, casi uterino, por voluntad y responsabilidad individual, nos encontraremos agrupados. Ya no es lo circunstancial –clases, el bien común, la nación o la pertenencia a un equipo de fútbol– lo que nos amasa [y nos amansa], sino esa peculiar voluntad personal de pertenecer, lo que, precisamente, nos individualiza. La red de la que formamos parte puede que sea infinita, pero en ella “Yo estoy en mi puto centro”; de Mí parten todos los hilos de la misma. Así se siente, más que se piensa, casi de forma mítica.



Puede sonar paradójico, y seguro que paranoia producida por la soledad, no por compartida en sus apartes menos gravosa, pero quizás estemos asistiendo a la creación del ensueño de todo Poder que se precie de sí mismo: un “individualismo gregario” que, pese a la contradicción de los términos, viene para quedarse, en aras, se dirá con la pomposidad que el tema requiere, de la seguridad de cada cual y del Todo, no de todos. Tanto si el individuo no reacciona, como si la masa no se pone en movimiento. Hacia dónde, de verdad que no tiene la menor importancia. La amenaza subyacente de un Orden mejor es todavía más terrible que el desconcierto.

lunes, 27 de abril de 2020

EL BULO, GÉNERO LITERARIO.


Acaso convendría empezar a considerar “el bulo” como uno más de los géneros literarios, en la medida en que, al igual que toda creación literaria [un cuerpo no más que apalabrado], no cuenta sino con él –con su estructura narrativa– para pasar, de forma metafórica, de lo verosímil: lo que es creíble– a lo verdadero: lo que se da por creído.

En la literatura, ese tránsito se realiza con escasa, por no decir nula, resistencia por parte de los afectados. Resulta tan obvia la “ficción”, el ser cosa fingida, como para no ver, incluso con anterioridad, que “cualquier semejanza con la realidad, será pura coincidencia”. La formula es muy simple: Todo cuanto se parece a “*”, ha de ser por necesidad no “*”. De modo que la propia ficcionalidad (si el término supera su pedantería), parecer lo que no se puede ser –el Quijote o Gregorio Samsa, sirven de ejemplos–, de la literatura, le evita convertirse en falsía, en doblez, en engaño malintencionado, tal y como requería Aristóteles del sofisma. Desvelándose al mostrarse ese falsía, una doblez, mentirijilla piadosa en el peor de los casos, deja claro, a la vez, que no busca sacar ningún beneficio de manera torticera.

Pero sedimenta –más el bulo que los otros géneros literarios al uso–, echa raíces. Conforme el espectáculo de lo real va decepcionando, lo mismo que un envejecido artista en la repetición cansina de sus trucos favoritos, lo ficcional se vuelve recurrencia fácil y gratificante en un territorio ya bien abonado por la mucha palabrería reinante, y donde se da una mayor confianza en la palabra que en los hechos. Porque no sólo el artista envejece. También su público lo hace de manera irremediable. Y llega el momento en el cual el truco –el medio lo llamaba Marshall McLuhan–, con su efecto final ‘maravillante’, logra transformarse, así una metáfora prestigiada, en la “otra verdad”, esa verdad que, decía Ortega, es lo opuesto a la verdad 'verdadera', que no la mentira. Así acaba ocurriendo que cuanto más se patentiza el bulo, más posible lo encontramos, si más nos da para seguir contando.

La palabra es un virus, William Burroughs bien que lo sabía. Deberíamos confinarnos frente a la Palabra.