lunes, 30 de junio de 2014

L’AMOUR AVEUGLE (una aproximación tendenciosa)



Si el señor Urdangarín fuese feo, feo como el mismísimo demonio o más feo que Picio (zapatero de Alhendín, Granada) yo me tragaría con confianza el hecho de que su esposa Cristina le profese un amor ciego, pues alrededor de la fealdad (con todo lo subjetivo que la se quiera) se asocian de común el amor y la ceguera. Contemplando desde fuera, al paso, una pareja de enamorados (sic) compuesta por una criatura casi divina y la otra fea como un demonio, ya digo, más fea que el finalmente indultado Picio, no suele hacerse otro comentario: El amor es ciego, aveugle, nos limitamos a sentenciar, probablemente desde la envidia a la buena suerte del feo constituido.

Pero no. El señor Urdangarín, según revistas especializadas, resulta navarro hermoso y rubio como la cerveza, incluso, me atrevería a decirlo yo, en guapura está unos grados por encima de su esposa Cristina, aunque la cosa acabe ajustándose, de modo que, por mi parte, tiendo inconscientemente a invertir la ecuación  y pienso que a lo mejor fue él y no ella quien anduvo ciego en la ocasión de enamorarse. Ciego o deslumbrado por los otros muchos factores que a menudo entran en el amor, bien que por la cartera, quería escribir la gatera.

En cualquier caso, el señor Urdangarín y su esposa Cristina forman una pareja bastante normalizada, equilibrada, recíproca, tanto se dan como tanto se cobran el uno del otro en lo tocante a sus respectivas apariencias, así que no veo motivo alguno para creer que, al enamoriscarse, repito, hubiese causa para perder la cabeza más allá de lo estrictamente necesario en estos casos. Y de ser de otro modo, esto es, de no haber concurrido entre ellos la simple atracción mutua, la cosa de la química corporal, ¿cómo estar tan seguro de que ciega estuvo ella y no él? Hay lugar para la duda razonable.

Ahora bien, el que -limitándonos a lo concreto del asunto que todos conocemos de sobra- la ceguera de la esposa del señor Urdangarín se haya hecho palmaria alrededor del dinero que entre ambos supuestamente se repartían, sin que ella, cieguecita de amor por él, tuviera ocasión de pararse a pensar que por el medio corría la trampa, me lo vuelve todo sospechoso. ¿Por qué?  Porque los ciegos, mire usted, no son tontos. Porque los ciegos cuentan el dinero con los dedos. Porque me acuerdo enseguida del Lazarillo y releo la página que tiene la esquina doblada:

Agora quiero yo usar contigo de una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas, y que hayas del tanta parte como yo. Partillo hemos desta manera: tú picarás una vez y yo otra; con tal que me prometas no tomar cada vez mas de una uva, yo haré lo mesmo hasta que lo acabemos, y desta suerte no habrá engaño."

Hecho ansí el concierto, comenzamos; mas luego al segundo lance; el traidor mudó de propósito y comenzó a tomar de dos en dos, considerando que yo debería hacer lo mismo. Como vi que él quebraba la postura, no me contente ir a la par con él, mas aun pasaba adelante: dos a dos, y tres a tres, y como podía las comía. Acabado el racimo, estuvo un poco con el escobajo en la mano y meneando la cabeza dijo:

"Lázaro, engañado me has: jurare yo a Dios que has tu comido las uvas tres a tres.""No comí -dije yo-más ¿por qué sospecháis eso?"

Respondió el sagacísimo ciego:

"¿Sabes en que veo que las comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas., a lo cual yo no respondí.

Reíme entre mí y, aunque muchacho, noté mucho la discreta consideración del ciego.

miércoles, 25 de junio de 2014

LEER DA QUE PENSAR



El problema (o el poblema, como lo dice mi amigo José Carlos R. para así indicarnos, de entrada, que, mal planteado, el problema/poblema se nos echa encima irresoluble; trampa y castigo por igual) es que la muerte no sabe masturbarse. Siempre a solas -porque cuando se muestra le va aún peor; dicen que en cierta ocasión salió la muerte de señoritas y sólo encontró a las de Avignon, que ya estaban descompuestas- se aburre soberanamente. Quiero decir: como los soberanos que no miran la televisión.

En su aburrimiento, llamarlo mortal sería una redundancia bastante tonta, de forma lenta pero no paciente, como esperan los enfermos de cualquier cosa, se va cargando de inquina, colma su vaso de envidia, que es el deseo de lo que no se ve, hasta hacérsele urgente, premioso como una inyección de morfina, salir a encontrar con quién. Pero, claro, a esas alturas, después de tanto sufrimiento como proporciona el contenerse las ganas, la muerte anda con las entendederas fundidas, lleva la libido tan escarallada, apuntaría el gallego, que no está para pararse a los cumplimientos y convencimientos que volverían algo más natural el asunto. Así que, lisa y llanamente, va y lo jode todo, lo cual, conforme a la tercera acepción que dicta el diccionario de la real para el verbo joder, significa destrozar, arruinar, echar a perder.

Por ello es que me parezca a mí que si algún angelillo doncel le enseñara a la muerte a masturbarse, a hacerse la paja, como lo prefieren llamar Victoria Ocampo y Rafael Alberti, así la muerte se le aliviaría de su soledad de las noches sin luna (cantan Las Migas), y tanto mejor le iría, a ella y, de paso, a los demás, que ya venimos rebajando aquí las penas que nos esperan allí, según la católica doctrina.

lunes, 23 de junio de 2014

EL SOL DEL MEMBRILLO



Lo único que me preocupa de la abdicación de Juan Carlos I es Antonio López. Ya saben, Antonio López, el pintor hiperrealista, natural de Tomelloso –manchego pues: como Sarita Montiel, el inagotable Almodóvar y muy querido Félix Grande-, el cual tiempo hace que viene pintando el retrato del ex-monarca y, a la fecha de hoy, aún no ha terminado por un motivo u otro, aunque a mí me da que si Antonio López, tenaz como los ciclos del tiempo, no acaba el cuadro de Juan Carlos I, ello es por consideración de Eduardo Arroyo, por no desmerecer la caricatura que éste último hizo de aquel y ahora figura colgada en la Asamblea de la Comunidad de Madrid, para espanto de los monárquicos de toda la vida y fuelle de las expectativas republicanas de algunos ante tan esperpento, palabra favorable sólo si se aplica al teatro de Valle Inclán, póstumo marqués de Bradomín por la gracia (merced y chiste) de su majestad.

En verdad, el asunto dejó de preocuparme casi a la par de nacer en mí como una mera ocurrencia tabernaria. Andábamos de vinos por el Alambique –otro de mis bares recurrentes- cuando a mi amigo Paquito –insurgente las veinticuatro horas del día, como a él le gusta encontrarse- quiso saber de mi opinión al respecto. Al respecto de la mareada abdicación, pues a Antonio López lo introduje yo en la charla, precisamente para patentizar ante la concurrencia mi desinterés por el tema. Tanto me da un rey como el siguiente, mas como lo veo cosa de familia, y ésta no se deshace sino cuando el hijo puede demostrar si se parece y no se parece a su padre, me inclino por darle un tiempecito al joven Felipe antes de plantearle de cara la más razonable legitimidad republicana, que él comprenderá si, como aseguran, es un hombre moderno casado con una chica del pueblo.

A lo que estamos. No me veía, en aquellos momentos, capacitado para dar respuesta cumplida a una pregunta necesitada de referéndum nacional, y salí por la tangente con el concurso del mencionado Antonio López. Mira, Paquito, le dije, a mí de este asunto me preocupa Antonio López. Que no pueda terminar su cuadro del rey. Paquito, acostumbrado a mis desvaríos intelectuales, corra o no el vino entre nosotros, guardó un silencio al que presumí cómplice. Esto es, a la espera de cuanto pudiera yo soltar a continuación, y suficiente para que me diese tiempo a armar mis argumentos. Lo hice rápido, pues el vino pone alas y quita el miedo a volar. Va ser que no, Paquito, hilvané. Va ser (en catalán: fue; nos adelantan) como si, por una vez, la realidad quisiera darle la razón al arte, así por las buenas. [pausa] ¿Acaso no se trata de un retrato hiperrealista? [pausa] Pues eso, si el rey abdica: el dichoso cuadro resultará más acabado cuanto menos acabado esté. Bueno, no cuanto menos, sino por cuanto acabado en el momento justo de la abdicación. [pausa] Es como, te lo digo yo, si el hiperrealismo hubiese alcanzado la cumbre del puro conceptualismo. Mostrar sin decir, como le gustaba al coñazo de Wittgenstein, me las quise dar de enterado.

Y así fue, de tan natural manera, como me despreocupé de la suerte de Antonio López, justo cuando empezaba a herirme. ¡Qué grande es Antonio López!, grité con grande alborozo. Pero Paquito, que permanecía al quite de mi razón triunfante, apostilló enseguida con mayor hiperrealismo si cabe: Así será si ya ha cobrado por el cuadro.

Adónde nos lleva a todos beber sin mesura. Bendito sea.

jueves, 12 de junio de 2014

SIGUE LLOVIENDO



Pone tristeza acercarse a viejo. Y digo bien: acercarse, pues viejo, de ser algo de lo que se pueda escribir, es una espera que se eterniza en ella misma. Nunca se llega a viejo. La muerte lo interrumpe y la espera no se cumple: se trunca. ¿Desilusión? Si lo quieres ver así. Mas no creas que por ello andas acelerando o retrasando el tiempo. Son las gotas de un diluvio universal, y no sé por qué se me ocurre pensarlo así. Llueve. Siempre está lloviendo. Cuando Federico García Lorca llegó a Santiago, eso fue lo único que vio.

A las cosas se les concede una segunda existencia. A los seres humanos, no. Al menos no aquí, lo cual es suficiente para asegurar tajantemente que no. Ni aquí ni en ninguna otra parte. De haberla.

Las cosas no envejecen, se estropean, se escacharran, se vuelven cacharros inservibles. Y, por lo normal, se tiran o se olvidan a buen recaudo, no obstante. Lo primero –quiero creer- por generosidad: alguien más menesteroso que yo lo recogerá. Lo segundo –estoy convencido- por una secreta avaricia que nos impide desprendernos definitivamente de algo que una vez fue nuestro y nos prestó un gran servicio aquella vez. Sea como sea, las cosas ‘viejas’ pese a todo, rotas, escacharradas, reaparecen un día como ellas mismas. Presencia absoluta. Plena apariencia. Inútiles, torpes y, por tanto, admirables. Hay hasta quienes pagan por ellas cantidades exorbitantes para luego colocarlas en un lugar preferente del salón de la casa propia, donde, por cierto, las otras cosas del día a día, siguen envejeciendo, estropeándose, escacharrándose a escondidas.

Así sea que se prefiera hablar de estas cosas como cosas antiguas y no como cosas viejas en la segunda vida de las cosas. Pero a eso es a lo que nunca alcanzan los viejos seres humanos. La muerte lo impide. Casi siempre a tiempo, también es verdad. Ocurre que los seres humanos somos incansables, y si no fuera porque nos pusieron una fecha de caducidad irremediable, a lo más probable nos daría por seguir envejeciendo sin jamás ser viejos por completo; sin lograr ese momento imperceptible en que las cosas, ellas sí, pasan de viejas a antiguas y ya se quedan en un lugar preferente de la casa para siempre.

¿Nueva desilusión? Mira tú que no es una edad, la de viejo, para muchos tropiezos. Con uno basta. Llegados hasta aquí, con tanto  embrollo de por medio, la pregunta es si los seres humanos pasaríamos, tan conformes como las cosas, de viejos a antiguos. Conozco a algunos que sí; por ejemplo mi amigo J.M., pero ¿la gran mayoría que daría validez a la encuesta? No lo sé. Ni me importa, siendo sincero. Además, que esa sería una decisión tan personal e intransferible como el mismísimo dni [del cual somos portador para ver quién somos cada uno] y no hay, al respecto, el que se ponga en lugar de nadie.

Con todo, a los seres humanos nos queda el consuelo de las fotografías. Los seres humanos también gozamos de una segunda oportunidad, de un revivir cosas en los retratos. Y sabes lo mejor, hasta Susan Sontag sostenía que las fotografías ganan hermosura con los años que ya nosotros no cumplimos y ellas, en cambio, sí. Pero a mi amigo J.M. esta situación de ser cosa en un retrato y durar para siempre, no le reconforta en absoluto. Quizá porque no haya ido nunca a Santiago y no haya visto que sigue lloviendo incluso después de escampar.