Si el señor Urdangarín fuese feo, feo como el mismísimo
demonio o más feo que Picio (zapatero de Alhendín, Granada) yo me tragaría con
confianza el hecho de que su esposa Cristina le profese un amor ciego, pues
alrededor de la fealdad (con todo lo subjetivo que la se quiera) se asocian de
común el amor y la ceguera. Contemplando desde fuera, al paso, una pareja de enamorados
(sic) compuesta por una criatura casi divina y la otra fea como un demonio, ya
digo, más fea que el finalmente indultado Picio, no suele hacerse otro
comentario: El amor es ciego, aveugle,
nos limitamos a sentenciar, probablemente desde la envidia a la buena suerte
del feo constituido.
Pero no. El señor Urdangarín, según revistas
especializadas, resulta navarro hermoso y rubio como la cerveza, incluso, me
atrevería a decirlo yo, en guapura está unos grados por encima de su esposa
Cristina, aunque la cosa acabe ajustándose, de modo que, por mi parte, tiendo inconscientemente
a invertir la ecuación y pienso que a lo
mejor fue él y no ella quien anduvo ciego en la ocasión de enamorarse. Ciego o
deslumbrado por los otros muchos factores que a menudo entran en el amor, bien que
por la cartera, quería escribir la gatera.
En cualquier caso, el señor Urdangarín y su esposa
Cristina forman una pareja bastante normalizada, equilibrada, recíproca, tanto
se dan como tanto se cobran el uno del otro en lo tocante a sus respectivas apariencias,
así que no veo motivo alguno para creer que, al enamoriscarse, repito, hubiese
causa para perder la cabeza más allá de lo estrictamente necesario en estos casos.
Y de ser de otro modo, esto es, de no haber concurrido entre ellos la simple
atracción mutua, la cosa de la química corporal, ¿cómo estar tan seguro de que ciega
estuvo ella y no él? Hay lugar para la duda razonable.
Ahora bien, el que -limitándonos a lo concreto del
asunto que todos conocemos de sobra- la ceguera de la esposa del señor Urdangarín
se haya hecho palmaria alrededor del dinero que entre ambos supuestamente se repartían,
sin que ella, cieguecita de amor por él, tuviera ocasión de pararse a pensar
que por el medio corría la trampa, me lo vuelve todo sospechoso. ¿Por qué? Porque los ciegos, mire usted, no son tontos. Porque
los ciegos cuentan el dinero con los dedos. Porque me acuerdo enseguida del
Lazarillo y releo la página que tiene la esquina doblada:
Agora quiero yo usar contigo de
una liberalidad, y es que ambos comamos este racimo de uvas, y que hayas del
tanta parte como yo. Partillo hemos desta manera: tú picarás una vez y yo otra;
con tal que me prometas no tomar cada vez mas de una uva, yo haré lo mesmo
hasta que lo acabemos, y desta suerte no habrá engaño."
Hecho ansí el concierto,
comenzamos; mas luego al segundo lance; el traidor mudó de propósito y comenzó
a tomar de dos en dos, considerando que yo debería hacer lo mismo. Como vi que
él quebraba la postura, no me contente ir a la par con él, mas aun pasaba
adelante: dos a dos, y tres a tres, y como podía las comía. Acabado el racimo,
estuvo un poco con el escobajo en la mano y meneando la cabeza dijo:
"Lázaro, engañado me has:
jurare yo a Dios que has tu comido las uvas tres a tres.""No comí
-dije yo-más ¿por qué sospecháis eso?"
Respondió el sagacísimo ciego:
"¿Sabes en que veo que las
comiste tres a tres? En que comía yo dos a dos y callabas., a lo cual yo no
respondí.
Reíme entre mí y, aunque
muchacho, noté mucho la discreta consideración del ciego.
No hay comentarios:
Publicar un comentario