Pone
tristeza acercarse a viejo. Y digo bien: acercarse, pues viejo, de ser algo de
lo que se pueda escribir, es una espera que se eterniza en ella misma. Nunca se
llega a viejo. La muerte lo interrumpe y la espera no se cumple: se trunca.
¿Desilusión? Si lo quieres ver así. Mas no creas que por ello andas acelerando o
retrasando el tiempo. Son las gotas de un diluvio universal, y no sé por qué se
me ocurre pensarlo así. Llueve. Siempre está lloviendo. Cuando Federico García
Lorca llegó a Santiago, eso fue lo único que vio.
A
las cosas se les concede una segunda existencia. A los seres humanos, no. Al
menos no aquí, lo cual es suficiente para asegurar tajantemente que no. Ni aquí
ni en ninguna otra parte. De haberla.
Las
cosas no envejecen, se estropean, se escacharran, se vuelven cacharros inservibles.
Y, por lo normal, se tiran o se olvidan a buen recaudo, no obstante. Lo primero
–quiero creer- por generosidad: alguien más menesteroso que yo lo recogerá. Lo
segundo –estoy convencido- por una secreta avaricia que nos impide
desprendernos definitivamente de algo que una vez fue nuestro y nos prestó un
gran servicio aquella vez. Sea como sea, las cosas ‘viejas’ pese a todo, rotas,
escacharradas, reaparecen un día como ellas mismas. Presencia absoluta. Plena
apariencia. Inútiles, torpes y, por tanto, admirables. Hay hasta quienes pagan
por ellas cantidades exorbitantes para luego colocarlas en un lugar preferente
del salón de la casa propia, donde, por cierto, las otras cosas del día a día,
siguen envejeciendo, estropeándose, escacharrándose a escondidas.
Así sea
que se prefiera hablar de estas cosas como cosas antiguas y no como cosas
viejas en la segunda vida de las cosas. Pero a eso es a lo que nunca alcanzan
los viejos seres humanos. La muerte lo impide. Casi siempre a tiempo, también
es verdad. Ocurre que los seres humanos somos incansables, y si no fuera porque
nos pusieron una fecha de caducidad irremediable, a lo más probable nos daría
por seguir envejeciendo sin jamás ser viejos por completo; sin lograr ese
momento imperceptible en que las cosas, ellas sí, pasan de viejas a antiguas y
ya se quedan en un lugar preferente de la casa para siempre.
¿Nueva
desilusión? Mira tú que no es una edad, la de viejo, para muchos tropiezos. Con
uno basta. Llegados hasta aquí, con tanto
embrollo de por medio, la pregunta es si los seres humanos pasaríamos,
tan conformes como las cosas, de viejos a antiguos. Conozco a algunos que sí;
por ejemplo mi amigo J.M., pero ¿la gran mayoría que daría validez a la encuesta?
No lo sé. Ni me importa, siendo sincero. Además, que esa sería una decisión tan
personal e intransferible como el mismísimo dni [del cual somos portador para ver
quién somos cada uno] y no hay, al respecto, el que se ponga en lugar de nadie.
Con
todo, a los seres humanos nos queda el consuelo de las fotografías. Los seres
humanos también gozamos de una segunda oportunidad, de un revivir cosas en los
retratos. Y sabes lo mejor, hasta Susan Sontag sostenía que las fotografías
ganan hermosura con los años que ya nosotros no cumplimos y ellas, en cambio,
sí. Pero a mi amigo J.M. esta situación de ser cosa en un retrato y durar para
siempre, no le reconforta en absoluto. Quizá porque no haya ido nunca a Santiago
y no haya visto que sigue lloviendo incluso después de escampar.
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