miércoles, 25 de junio de 2014

LEER DA QUE PENSAR



El problema (o el poblema, como lo dice mi amigo José Carlos R. para así indicarnos, de entrada, que, mal planteado, el problema/poblema se nos echa encima irresoluble; trampa y castigo por igual) es que la muerte no sabe masturbarse. Siempre a solas -porque cuando se muestra le va aún peor; dicen que en cierta ocasión salió la muerte de señoritas y sólo encontró a las de Avignon, que ya estaban descompuestas- se aburre soberanamente. Quiero decir: como los soberanos que no miran la televisión.

En su aburrimiento, llamarlo mortal sería una redundancia bastante tonta, de forma lenta pero no paciente, como esperan los enfermos de cualquier cosa, se va cargando de inquina, colma su vaso de envidia, que es el deseo de lo que no se ve, hasta hacérsele urgente, premioso como una inyección de morfina, salir a encontrar con quién. Pero, claro, a esas alturas, después de tanto sufrimiento como proporciona el contenerse las ganas, la muerte anda con las entendederas fundidas, lleva la libido tan escarallada, apuntaría el gallego, que no está para pararse a los cumplimientos y convencimientos que volverían algo más natural el asunto. Así que, lisa y llanamente, va y lo jode todo, lo cual, conforme a la tercera acepción que dicta el diccionario de la real para el verbo joder, significa destrozar, arruinar, echar a perder.

Por ello es que me parezca a mí que si algún angelillo doncel le enseñara a la muerte a masturbarse, a hacerse la paja, como lo prefieren llamar Victoria Ocampo y Rafael Alberti, así la muerte se le aliviaría de su soledad de las noches sin luna (cantan Las Migas), y tanto mejor le iría, a ella y, de paso, a los demás, que ya venimos rebajando aquí las penas que nos esperan allí, según la católica doctrina.

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