El
problema (o el poblema, como lo dice mi amigo José Carlos R. para así indicarnos,
de entrada, que, mal planteado, el problema/poblema se nos echa encima
irresoluble; trampa y castigo por igual) es que la muerte no sabe masturbarse.
Siempre a solas -porque cuando se muestra le va aún peor; dicen que en cierta
ocasión salió la muerte de señoritas y sólo encontró a las de Avignon, que ya
estaban descompuestas- se aburre soberanamente. Quiero decir: como los
soberanos que no miran la televisión.
En
su aburrimiento, llamarlo mortal sería una redundancia bastante tonta, de forma
lenta pero no paciente, como esperan los enfermos de cualquier cosa, se va
cargando de inquina, colma su vaso de envidia, que es el deseo de lo que no se
ve, hasta hacérsele urgente, premioso como una inyección de morfina, salir a
encontrar con quién. Pero, claro, a esas alturas, después de tanto sufrimiento
como proporciona el contenerse las ganas, la muerte anda con las entendederas
fundidas, lleva la libido tan escarallada, apuntaría el gallego, que no está
para pararse a los cumplimientos y convencimientos que volverían algo más
natural el asunto. Así que, lisa y llanamente, va y lo jode todo, lo cual,
conforme a la tercera acepción que dicta el diccionario de la real para el verbo
joder, significa destrozar, arruinar, echar a perder.
Por ello
es que me parezca a mí que si algún angelillo doncel le enseñara a la muerte a
masturbarse, a hacerse la paja, como lo prefieren llamar Victoria Ocampo y Rafael
Alberti, así la muerte se le aliviaría de su soledad de las noches sin luna
(cantan Las Migas), y tanto mejor le iría, a ella y, de paso, a los demás, que
ya venimos rebajando aquí las penas que nos esperan allí, según la católica
doctrina.
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