lunes, 27 de julio de 2015

UBI ALIUM, IBI ROMA




 Lo invisible ocupa un lugar vacío. O la falsa materialidad de las ideologías y, con mucho más vuelo, las religiones. De la metafísica. Desde una óptica materialista –aunque la óptica ya suponga una corrección de la materialidad del ojo- esta proposición viene a significar que por más de ver el espacio vacío (visión newtoniana), en realidad está ocupado y es, por tanto, consecuente con ello, inhabitable. El título de propiedad por encima de la habitanza concreta.

En la extraordinaria película de Luis Buñuel: El ángel exterminador, una fuerza que se deja sentir mantiene a los actores dentro de un reducido hueco del espacio vacío ante ellos. Un espacio que los invita a entrar al tiempo que les impide hacerlo. Como si lo ocupara lo invisible, pues. Pero El ángel exterminador es un film surrealista, y la mirada surrealista, si algo pretendía, era igualar lo real y lo imaginario en el espacio, aun más invisible, la última frontera, de lo simbólico. En el mundo veraz es el mismo argumento que sobreactúan (según y conforme) los campesinos andaluces del Sindicato de Obreros del Campo que, hace sólo unos días, intentaron ocupar una finca propiedad del ejército español. Ante ellos se abría el mismo inmenso vacío que contenía a Silvia Pinal y la cohorte de invitados a su fiesta sin final, sólo que aquella fuerza invisible en la película, aquí está representada, con toda mala intención seguramente, por una bien que visible línea de policía antidisturbios a caballo y con caras de perro.

¿Cuánto tiempo (pero sumando vidas y no contando el tiempo que se suma a sí mismo) llevamos enfrentados a lo invisible? ¿Para cuándo el descaro de gritar que bajo el traje nuevo del emperador no hay nada? Aceptemos, de una vez para siempre, que sin hábito no hay monje y vayamos todos a vivir a la nada, como la ocasión manda: ligeros de equipaje.

Pero no. Lo invisible sigue aquí, y en su presencia sólo cabe la cortesía de hacer la vista gorda. Lo invisible se mantiene como el final de la muerte. ¡Quién dirá lo que hay detrás!
Tal parece ser el propósito que alberga el Comité Invisible en el escrito A nuestros amigos, publicado recientemente por Pepitas de Calabaza: advertirnos de ellos; ponernos en guardia contra ángeles y demonios, revolucionarios y contrarrevolucionarios, izquierdas y derechas, los cuales guardan tan grande ‘simetría’ entre sí (son sus palabras), que bien pudiésemos afirmar nosotros, sin ánimo de ofender a nadie: son todos lo mismo, como ya estábamos aprendiendo. En realidad, a más de un comité invisible, esos amigos que se nos declaran, parecen el comité de Lo Invisible, en tanto nos  aseguran, de manera oblicua, bien es verdad, que al cabo, y de hacer las cosas tal y como tan amigablemente nos sugieren, casi que podríamos llegar a ver cumplidas nuestras mayores esperanzas. O sea, al caso, que la revolución verdadera sigue siendo un pensar ‘metafísico’. La Revolución es, en estos momentos de crisis revolucionaria, eso Invisible’ ocupando el espacio vacío de nosotros mismos.

Está bien, quizás hasta sea lo magnífico y extraordinario, creer en la revolución, mas luego hay que mantener una fe ciega en ella. Y para eso no basta con la luz de fondo –al fondo- que ella misma puede ser, sino que ha de dejar sombras a su paso; lugares en sombra donde guarecerse hasta de su propia claridad, pues un exceso de luz a veces ciega, o cuanto menos: deslumbra. De comités del Bien Supremo que -a mí no me cabe dudar de ello- a pesar, incluso, de no hacer sino sumar errores y fracasos en su consecución, nos espera ‘cuando termine la muerte y digan a levantarse’, sabemos de sobra. Ahí quedan la santa madre iglesia, el gran ayatollah que se desgañita, el gurú que levita para no mancharse, el inefable Partido, la bendita acracia, el sicoanalista que nos opera el alma, el personal trainer, los manuales de autoayuda, la red, todos ellos, por supuesto, en la bien intencionada posición de hacernos más grata la espera. Poco importa si llevan o no razón, pues todos la llevan entre sus creyente, cuando lo importante (porque ¿por qué no iba también yo a querer fundar mi propia secta?) es que deberíamos estar hablando de otra cosa. Por ejemplo, de qué vamos a hacer esta tarde que hemos quedado.

jueves, 16 de julio de 2015

UN NO MAYOR



Pero, a la vez, se hace cada vez más claro que sólo existe una alternativa: “política o morir”.
Todos hemos experi-mentado los límites del falso asamblearismo y la horizontalidad. (...) Tendríamos que encontrar formas entre el espontaneísmo y la organización militante.
Ada Colau[i]

A priori y, como si dijésemos, fuera de texto, advertir que en cualquier dicotomía cuya otro término sea la muerte (susto o muerte), conviene decantarse por lo primero, sin reflexionar siquiera.

El fantasma nunca ha dejado de recorrer Europa. Hibernaba, pero con estos inéditos calores que nos ha traído el también espectral, para algunos, Cambio Climático, lo han despertado y, al parecer, trae un hambre de siglos sin probar bocado. Y no hay nouvelle cuisine para tantos. En consecuencia, a quienes sí que tienen qué comer les ha entrado de nuevo aquel miedo que la caridad socialdemócrata (ya lo dijo el viejo dadaísta Grosz: Más adelante la socialdemocracia resultó ser una inocente compañía de seguros para el proletariado[ii]) les había enseñado a dar por suspendido, como el sarampión o la viruela.

Quizá lleven razón y por eso se estén volviendo tan precavidos: Tú, primero, paga, y después ya hablamos. No quieren permitir ni siquiera el sueño de cazar al oso. Sin embargo, para mí que exageran. No hay para tanto. Los fantasmas no existen. O como máximo, son pixeles; imágenes digitales que un preciso y caro cortafuegos mantiene a raya. O sea, que no hay motivo para que nadie ande asustado, temeroso de lo que pueda traer algo tan vaporoso como a día de hoy se representa a sí misma la Izquierda. A las pruebas me remito, como se suele decir antes de percatarnos de estar rodeados por trileros ruines.

A todos los efectos el miedo el miedo a un cambio de episteme política (concentrada en la falsía del bipartidismo) se ejemplifica en Syriza y Podemos. En la realidad griega de Syriza y en las probabilidades de un éxito electoral inaudito de Podemos en la España de la cansina Cecilia, que fue quien nos la devolvió a todos. Pero ninguna de estas supuestas propuestas alternativas, situadas estratégicamente en los dos extremos de la pinza mediterránea, resisten una mirada atenta; que profundice hasta lo más hondo en el natural entusiasmo que en un primer momento de euforia pudieron provocarnos, y lo festejemos en feliz acuerdo.

A día de hoy, 14 de julio 2015, Tsipras parece haber recuperado ‘el sentido común’ y aceptado el acuerdo que le permite seguir en Euro-pa. Ha dicho no al No de la ciudadanía entusiasta, capaz de reaccionar ante las catástrofes más devastadoras[iii], pero cuánto más insolvente en el Día a Día de la vida asentada de la polis. Es decir, de la ciudad, de la ciudadanía trascendida[iv].

A pesar de la cuantificada aceptación electoral de las agrupaciones ciudadanas en las últimas municipales y autonómicas del mayo último, Podemos, de la mano leninista de Pablo Iglesias, rechaza de pleno esa estrategia para las generales por venir. Promete el más rotundo fracaso de la izquierda, caso de presentarse de forma unitaria, como sombra de un frente popular impronunciable. En cambio, vuelve a prometer con el mismo olfato de un Adolfo Suarez en plenitud, la sola presencia del Partido –Podemos- será lo que aglutine a las masas –nominación odiosa- en la correcta dirección. O no será, añado de mi cosecha.

En el punto de salida de Syriza y Podemos figura el rechazo a la institucionalización de la política. Se reclamaba, entonces. una política participativa, asamblearia, de hechos en lugar de propuestas, que le arrebatara el poder a las castas que vienen conservando la adecuada ‘reflexión’ a la cultura política, en el sentido que sugiere Félix Duque[v]: (las castas) Al adueñarse de la cultura (no sin resistencia por parte de los “materiales”, físicos o sociales) so pretexto de protegerla y fomentarla, aquellos que poseen fuerza y prestigio suficiente como para imponerse sobre los demás adquieren, por esa ‘capitalización cultural’, legitimidad de origen, o sea: auctoritas (de augeo, puesto que el así ungido viene por ello situado como cabeza y guía del crecimiento de las semillas de vida de los gobernados). Con el tiempo, tal actitud ‘esperanzosa’ del todo frente a las supuestas élites (orteguismo pret a porter, de saldo) ha girado sobre sí misma los famosos “180 grados” de rigor y nos oferta, ahora, su imagen especular, en la cual, pese a todo, debemos seguir viendo –no con fe, sino con el convencimiento ‘científico’ que nos da el conocimiento de los efectos ópticos- la veracidad de la imagen prístina.

¿Estrategia? A lo sumo: picaresca, aunque tampoco. Porque lo que esconden las posturas tanto de Tsipras como de Pablo Iglesias, Syriza y Podemos, por encima o por debajo de las ‘condiciones objetivas’ que se puedan traer al caso, lo que reluce es un retorno de lo mismo, la recuperación de la política en su sentido más fuerte y añejo, aquel que lo confunde todo con los intereses del Estado. La política que deviene como práctica de un pasado ‘atesorado y sagrado, merecedor de ser conservado’ [ya sea la Unión Europea o la Unidad Nacional, en evidente oxímoron] en tanto base y garantía (mítica o religiosa) de la justificación del poder[vi]. Y, por supuesto, un continuum impermeable en el cual, y en nombre de esa preservación de la cultura (política), históricamente consolidada, la autoridad se arroga también la potestas, el poder de sofocar violentamente cualquier desviación de unas narración –mítica o histórica- propuesta de antemano, e interesadamente: a priori...[vii] El marxismo de andar por casa en ropa interior lo expresa de una manera más desvergonzada, por paradójica: ...la Historia la hacen hombres y mujeres insertados en unas condiciones históricas concretas y objetivas[viii]. Lo que obrando en ‘tiempo presente’ viene a querer decirnos: ...la política la hacen hombres y mujeres en unas condiciones políticas concretas y objetivas. Es como si prevaleciera, ‘dialécticamente’, la maldición bíblica según la cual las condiciones creadas por uno tendrán efecto y permanecerán inmudables durante las siete generaciones siguientes.

Llegados a este punto, no nos resultará arriesgado en exceso afirmar que la reducción de los Movimientos ciudadanos –válidos, sin embargo, para los fragmentos del Estado: municipios y comunidades- a Partido político perpetrada por Podemos a la sombra espectacular de los medios, guarda algunas semejanzas con la noción de arbitraje, mas no en el sentido de mediación y sí en el de factor de direccionalidad. Una vez en el poder (incluida su oposición), el Partido ya no es el que supuestamente ha de mediar entre las virtudes del Estado y las necesidades de los gobernados (incluso porque el término gobernados ya no lo permite así), sino el sujeto validado para resumir estas necesidades en aquellas virtudes, e imponerlas, manu militari si es preciso.

Una vez la polis (espacio abstracto de accesibilidad restringida) ha sustituido ‘conceptualmente’ a la ciudad (de civitas, según Isidoro de Sevilla, una muchedumbre de personas unidas por vínculos de sociedad, y recibe este nombre por sus ciudadanos, cives, es decir, por los habitantes mismos de la urbe, porque concentra y encierra la vida de mucha gente...[ix]), el hecho es parangonable con la distinción, también intencionada, dirigida, de la conversión del juego en deporte -terreno donde, al decir de Rafael Sánchez Ferlosio, se dirimen en la actualidad los conflictos nacionales-, aun cuando los dos sigan coexistiendo de forma pacífica siempre y cuando no se invadan competncias. Para jugar basta la participación [en el juego] ‘de una muchedumbre de personas” bajo unas reglas consentidas y que, por lo normal, se van estableciendo conforme surgen los posibles conflictos entre los jugadores. La vigencia de las mismas, dura lo que el conflicto tarde en resolverse. En el deporte, por el contrario, se ha de actuar a la férula de una normativa apriorística cuya única razón de ser, como hemos señalado, no es otra que la de conservarse a sí misma, a expensas, inclusive, del ‘resultado del encuentro’, de lo requerido para la ocasión.

Consecuencia: que el Árbitro –lo Partidos Políticos, sin rodeos- pierden su original función mediadora entre el gobierno y la ciudadanía en cuyo nombre acude y acuden, Árbitro y Partidos, para significarse como la figura del Poder omnímodo, pero inmaterial en su verdad más honda, en el que el deporte y la política tienen su asiento. Emblema de autoridad, así pues, rodeado de la vieja aura de la obra de arte, por decirlo con palabras de Walter Benjamin, puesto que el arte y la política comparten el combate por ser lo concreto universal.

Para acabar, una anécdota. A cualquiera en sus cabales le sorprende ver que, en el transcurso de un partido de fútbol, por ejemplo, el árbitro castigue con mayor severidad el que los jugadores se dirijan a él con malos modos que la ‘natural’ violencia entre los mismos, tratándose como se trata de un ‘juego de hombres’. Pues bien, quien sienta semejante extrañeza, puede andar, sí, en sus cabales, pero también es que no ha entendido nada. Lo único que no admite interpretación, en el deporte y en la política, es la autoritas del agente de la Autoridad. Cuanto hacen es en memoria suya. Amén.


[i] El impasse de lo político. Espai en Blanc y Edicións Bellaterra. Barcelona 2011.
[ii] George Grosz. Un sí menor y un no mayor. Mario Muchnick, 1991
[iii] La contribución ciudadana se está canalizando, cada vez más, a través de las ONG. Es decir, lo alejado de la política como acción exclusiva de los Gobiernos.
[iv] Para la evolución filológica de Polis, Ciudad, Urbe, véase la oportuna colaboración de Marta Llorente: Nombres de ciudades, en Topología del espacio urbano. Palabras, imágenes y experiencias que definen la ciudad. Marta Llorente (Coord) Abada editores, Madrid 2014.
[v] Félix Duque, La fuerza de la cultura y la cultura del poder. En Revista de Occidente, nº 409, junio 2015.
[vi] Félix Duque, op. cit
[vii] Félix Duque, op. cit
[viii] David Becerra Mayor. La Guerra Civil como moda literaria. Clave intelectual, Madrid 2015.
[ix] Isidoro de Sevilla, Etimologías. Bibliotca de Autores Cristianos, Madrid 1995. Citado por Marta Llorente, op. cit.

jueves, 9 de julio de 2015

EL RINCÓN DE PENSAR



(de la lectura de El barón rampante) Resulta de tan poco sentido común el hecho de pretender vivir en la copa de un árbol, que cuando Cosimo así lo expuso en el transcurso de una cena familiar, todos los presentes se llevaron las manos a la cabeza y, Padre, una vez pudo librarse con un apañado lingotazo de vino blanco del bocado pegajoso de mozzarella que se le había pegado al paladar escuchando la ocurrencia de su hijo, sólo atinó a sentenciar con la gravedad que se le reconocía en toda la Provincia: Tú eres un idiota, niño. Durante el resto de la comida, que fue largo y tedioso, nadie volvió a hablar del asunto.

Pero Cosimo, ¡Ay!, por nada se olvidó del proyecto, aunque callara. La reconvención paterna, en lugar de devolverlo a la normalidad de la casa, donde contaba con cama y silla propias, sirvió para afianzarlo aún más en su desatino. Porque, para entonces, o sea: mediando el segundo plato, pescado al horno entre rodajas de limón, aceptaba de buen grado ser aquel idiota que Padre había descubierto en él, entendiendo que no debía defraudarlo de nuevo con su inconstancia. Así pues, nada más acabar la cena -que como ya he adelantado se prolongó en exceso, cosa del tiempo que manejaba el reloj caduco del salón comedor-, corrió lo mismo que una bala al jardín y, sin pensárselo mucho, se subió en el árbol que le pareció más firme y seguro, pues su idiotez, pese a todo, todavía no alcanzaba a ocupar su personalidad dominante.  

Un criado que lo había visto todo y se callaba su opinión al respecto, corrió con la misma prisa pero en sentido inverso: desde el árbol que Cosimo había ocupado y en donde se disponía a pasar la noche, supuestamente, hasta la casa, a la biblioteca en la que Padre tomaba el coñac de antes de acostarse, y no sin antes pedirle disculpas por venir a molestarlo en tan mala hora, le dio la nueva:

Señor barón, su hijo Cosimo anda rampando por el cedro del jardín y no parece dispuesto a bajar de él.

¿Cómo puedes estar seguro, Zopenco? –le contestó el barón Arminio, recordando al instante el nombre del intranquilo mensajero y no porque con llamarlo así quisiera ofenderlo.

Señor barón, tiene el pijama puesto y, recostado sobre una de las ramas, se hace el dormido.

Mi hijo es idiota –concluyó el barón la absurda conversa con su criado.- ¡Qué le vamos a hacer!

Y, en efecto, nada hizo, ni esa noche ni al día siguiente ni en mucho tiempo que siguió, el barón Arminio para reducir la terquedad de su hijo Cosimo. De otro modo, o sea, de haber intervenido en el asunto y llegado a imponer su autoridad, quizás hubiese alterado el curso natural de la literatura. Algo que no debemos pasar por alto antes de ponernos a juzgar su indiferencia.