jueves, 9 de julio de 2015

EL RINCÓN DE PENSAR



(de la lectura de El barón rampante) Resulta de tan poco sentido común el hecho de pretender vivir en la copa de un árbol, que cuando Cosimo así lo expuso en el transcurso de una cena familiar, todos los presentes se llevaron las manos a la cabeza y, Padre, una vez pudo librarse con un apañado lingotazo de vino blanco del bocado pegajoso de mozzarella que se le había pegado al paladar escuchando la ocurrencia de su hijo, sólo atinó a sentenciar con la gravedad que se le reconocía en toda la Provincia: Tú eres un idiota, niño. Durante el resto de la comida, que fue largo y tedioso, nadie volvió a hablar del asunto.

Pero Cosimo, ¡Ay!, por nada se olvidó del proyecto, aunque callara. La reconvención paterna, en lugar de devolverlo a la normalidad de la casa, donde contaba con cama y silla propias, sirvió para afianzarlo aún más en su desatino. Porque, para entonces, o sea: mediando el segundo plato, pescado al horno entre rodajas de limón, aceptaba de buen grado ser aquel idiota que Padre había descubierto en él, entendiendo que no debía defraudarlo de nuevo con su inconstancia. Así pues, nada más acabar la cena -que como ya he adelantado se prolongó en exceso, cosa del tiempo que manejaba el reloj caduco del salón comedor-, corrió lo mismo que una bala al jardín y, sin pensárselo mucho, se subió en el árbol que le pareció más firme y seguro, pues su idiotez, pese a todo, todavía no alcanzaba a ocupar su personalidad dominante.  

Un criado que lo había visto todo y se callaba su opinión al respecto, corrió con la misma prisa pero en sentido inverso: desde el árbol que Cosimo había ocupado y en donde se disponía a pasar la noche, supuestamente, hasta la casa, a la biblioteca en la que Padre tomaba el coñac de antes de acostarse, y no sin antes pedirle disculpas por venir a molestarlo en tan mala hora, le dio la nueva:

Señor barón, su hijo Cosimo anda rampando por el cedro del jardín y no parece dispuesto a bajar de él.

¿Cómo puedes estar seguro, Zopenco? –le contestó el barón Arminio, recordando al instante el nombre del intranquilo mensajero y no porque con llamarlo así quisiera ofenderlo.

Señor barón, tiene el pijama puesto y, recostado sobre una de las ramas, se hace el dormido.

Mi hijo es idiota –concluyó el barón la absurda conversa con su criado.- ¡Qué le vamos a hacer!

Y, en efecto, nada hizo, ni esa noche ni al día siguiente ni en mucho tiempo que siguió, el barón Arminio para reducir la terquedad de su hijo Cosimo. De otro modo, o sea, de haber intervenido en el asunto y llegado a imponer su autoridad, quizás hubiese alterado el curso natural de la literatura. Algo que no debemos pasar por alto antes de ponernos a juzgar su indiferencia.

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