(de
la lectura de El barón rampante) Resulta de tan poco sentido común el hecho de pretender
vivir en la copa de un árbol, que cuando Cosimo así lo expuso en el transcurso
de una cena familiar, todos los presentes se llevaron las manos a la cabeza y,
Padre, una vez pudo librarse con un apañado lingotazo de vino blanco del bocado
pegajoso de mozzarella que se le había pegado al paladar escuchando la
ocurrencia de su hijo, sólo atinó a sentenciar con la gravedad que se le reconocía
en toda la Provincia: Tú eres un idiota,
niño. Durante el resto de la comida, que fue largo y tedioso, nadie volvió
a hablar del asunto.
Pero
Cosimo, ¡Ay!, por nada se olvidó del proyecto, aunque callara. La reconvención
paterna, en lugar de devolverlo a la normalidad de la casa, donde contaba con
cama y silla propias, sirvió para afianzarlo aún más en su desatino. Porque,
para entonces, o sea: mediando el segundo plato, pescado al horno entre rodajas
de limón, aceptaba de buen grado ser aquel idiota que Padre había descubierto en él, entendiendo que no debía defraudarlo de nuevo con su inconstancia. Así pues, nada
más acabar la cena -que como ya he adelantado se prolongó en exceso, cosa del
tiempo que manejaba el reloj caduco del salón comedor-, corrió lo mismo que una
bala al jardín y, sin pensárselo mucho, se subió en el árbol que le pareció más
firme y seguro, pues su idiotez, pese a todo, todavía no alcanzaba a ocupar su
personalidad dominante.
Un criado
que lo había visto todo y se callaba su opinión al respecto, corrió con la
misma prisa pero en sentido inverso: desde el árbol que Cosimo había ocupado y en
donde se disponía a pasar la noche, supuestamente, hasta la casa, a la
biblioteca en la que Padre tomaba el coñac de antes de acostarse, y no sin
antes pedirle disculpas por venir a molestarlo en tan mala hora, le dio la
nueva:
Señor barón, su hijo Cosimo anda rampando por el cedro
del jardín y no parece dispuesto a bajar de él.
¿Cómo puedes estar seguro, Zopenco?
–le contestó el barón Arminio, recordando al instante el nombre del intranquilo
mensajero y no porque con llamarlo así quisiera ofenderlo.
Señor barón, tiene el pijama puesto y, recostado sobre
una de las ramas, se hace el dormido.
Mi hijo es idiota –concluyó
el barón la absurda conversa con su criado.-
¡Qué le vamos a hacer!
Y,
en efecto, nada hizo, ni esa noche ni al día siguiente ni en mucho tiempo que
siguió, el barón Arminio para reducir la terquedad de su hijo Cosimo. De otro
modo, o sea, de haber intervenido en el asunto y llegado a imponer su autoridad,
quizás hubiese alterado el curso natural de la literatura. Algo que no debemos pasar
por alto antes de ponernos a juzgar su indiferencia.
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