Finalmente, ante mi mucha
insistencia superando sus reticencias, mi médico, el doctor Machuca, se apeó de
la burra –como se suele decir entre colegas– y echo a explicarme lo que, para
él, no tenía explicación alguna, pues mi mal era que otro, y no yo, andaba
dentro de mí. Diagnóstico, que tal como lo expresó, con finura y su poco de humor
negro, me trajo a la memoria una cancioncilla de El canto del loco, si no era yo
el loco que estaba allí, como en otro melodía de Los Bravos.
En realidad –el doctor Machuca estaba a lo que estaba sin importarle para
nada mis impertinentes reflexiones– lo
tuyo –porqué me tuteaba vaya usted a saber– no es una enfermedad en el sentido estricto de la palabra, ni léxica ni
clínicamente, puesto que lo que tienes es a alguien, y a no a ti mismo, metido
en tu ser más íntimo.
¡Y eso!, doctor –interviene de manera enfática, profundamente
afectado por la eventualidad de andar con un realquilado dentro, con un okupa
en el pecho– ¿Es grave? ¿Tiene cura?
Dígamelo – Machuca tío, callé,– pero
dígamelo sin caramelos, se lo ruego.
¡Cómo voy a saberlo! –me respondió mientras, sin mirarme a la cara,
rellenaba el impreso de alta médica.– Ten
en cuenta que te estaba tratando a ti, pero ahora resulta que el enfermo es
otro, alguien que ni siquiera es mi paciente.
Entiendo su problema ético –le mentí con todo el descaro cosquilleándome en el
cielo de la boca.– Comprendo que no vaya
a darme información sobre alguien a quien no conozco. Pero, dígame, Doctor, ¿qué
puedo hacer dada la situación en la cual me coloca? ¿Aviso a la policía para
que lo desaloje? ¿Lo llevo al Juzgado por falta de pago? Y a mi mujer, ¿qué le digo. Que estoy enfermo o
subarrendado?
En eso yo no voy a meterme. Soy médico de familia, y no un consejero
sentimental. Tú verás lo que debes hacer –el doctor
Machuca, ahora sí, me miraba de frente, directamente a los ojos, como se debe
mirar a un detenido por un crimen horrendo, aunque, la verdad, yo no me sentía
capaz de dilucidar si era a mí o era a mi ocupante, a quien le hablaba.
Claro, doctor, no le culpo –me avine a descargarle de responsabilidad sobre
nuestro estado, pues, como quien no quiere la cosa, yo empezaba a hablar por mí
y por mi compañero.– Es más, –añadí– le confieso que me acaba de quitar un gran
peso de encima.
Se hizo el silencio entre los
tres y supe que había llegado el momento de abandonar la consulta. El doctor
Machuca, entre tanto, había vuelto a sus papeles. Me despedí de él deseándole
lo mejor y me fui sin esperar a que me respondiese con la correspondiente
cortesía debida.
Una vez en la calle, eché a
caminar despacio, como si paseara por una ciudad extranjera buscando una tienda
de regalos que llevarle a los niños a mi regreso. Doblé la esquina de la Clínica del doctor Machuca y enfilé mis pasos
hacia la boca de la estación de metro de Los tilos. Iba como distraído de mis
preocupaciones, cuando di un repentino quiebro que a punto estuvo de quebrarme
por la cintura. Me giré por completo. Me gané la espalda y me puse a correr tan
deprisa como imaginaba que lo haría un malhechor del lugar de su fechoría.
Corrí y corrí. Atravesé cuatro o cinco manzanas de casas sin parar a disculparme
con todos los que me iba llevando por delante, y sólo cuando me empezó a faltar
el aire en los pulmones, me detuve.
Respiré. Me sequé el sudor de
la frente con el dorso de la mano que tenía más cerca. Y de forma casi
imperceptible para cualquiera que pudiese haber observado mi extraño proceder, comprobé
si mi inquilino me había seguido. No. Desde lejos vi cómo permanecía, alelado, impasible,
como una farola, en el mismo lugar donde lo había dejado al emprender mi rápida
escapada, sin darle tiempo a reaccionar.
(…)
Desde entonces no he sabido
nada de él. Tampoco he vuelto a encontrarme mal. Seguramente porque,
aprovechando, dejé de fumar y de beber –se me fueron las ganas– y me transformé
en el hombre tranquilo y de casino que ahora soy. A veces se me ocurre pensar
si no será que fue él quien echó a correr, una vez lo había descubierto, y yo
el que se quedó en su sitio. Pero como no tengo forma de aclararme, mejor dejarlo
así como está. Estoy convencido de que nadie va a notar la diferencia.
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