sábado, 17 de marzo de 2012

Tirar del hilo

Que los libros son seres vivos lo saben hasta en la Conchinchina. Lo que no sabe hoy mucha gente de aquí es dónde está – o estuvo, se justifica el más espabilado- la Conchinchina. Así, amparados en la atrevida supina nescencia, deciden, esos mismos, no respetar los libros y leerlos, tal si fueran los prospectos de una medicina capaz de curar todos los males, incluso el de la envidia.

Pero seamos sinceros por una vez al menos en nuestra vida hartá de mentiras. ¿Hay alguien más tonto, más inútil, que un libro ya leído? Probablemente sí, aunque esto a mí me da igual. Un matrimonio quebrado, por ejemplo, sin duda vale mucho y para mucho menos que el libro leído. Como para qué hablar de los parlamentarios de la oposición constructiva tan de moda. Pero, en fin, ya les digo que a mí me da igual. La comparaciones, o son metafóricas o son odiosas, si no las dos cosas a la vez. Mi novia es un tesoro, me dijo un amigo a quien nunca había visto sacarse el monedero del bolsillo del pantalón porque ni siquiera tenía monedero, extremo suficiente para dejar in albis la metáfora. Aunque lo creí y por eso lo odié. Lo odié hasta el extremo de ponerle los cuernos, un día que se fue a visitar la provincia vendiendo libros de saldo de puerta en puerta. ¡A quién se le ocurre dejar a la vista un tesoro con el hambre que hay! Claro que, a su regreso, pues de todo se vuelve, y cuando tratamos de explicarle lo que había pasado entre su novia y yo, mi amigo no hizo nada por comprendernos. Me dijo que mejor si no le volvía a hablar. Y él, por su parte, ya ni me habló desde ese preciso momento; ni siquiera cuando, por quitarle hierro al asunto, le rogué y le supliqué que me aclarara si le molestaba más haber perdido una novia o un tesoro, pues dependía si de arreglar el malentendido se trataba.

Y todo ello por culpa de los libros, como resulta fácil deducir. Bueno, bien mirado, no tanto por culpa de los libros en sí como de parte de la gente del libro, quienes, aun cuando especie en vías de extinción por culpa de la electricidad, luchan de forma desaforada y despiadada por su sobrevivencia. Se obcecan en que los demás, tipos llanos donde los haya, lean, señal de que venden, y de paso, si así lo consideran, se instruyan, pues bendita falta les hace, dicen no sin soberbia los librescos en sus ferias.

En tanto seres vivos, compuestos de alma (sobreentendida) y cuerpo –o sea: animales si no humanos si de compañía-, los libros seguramente quieran para sí lo mismo que cada uno de nosotros quiere para él: que los dejen en paz, que no se meta nadie en sus vidas. De tal modo que, si por ellos fuera o fuese, tanto da, jamás perderían la inopia a la que, sin embargo, sólo acceden, y con suerte, una vez leídos; usados, dicho con menos bombo.

No lo tomen, esto último, como una peculiaridad de los libros, su extraordinaria virtud o su más culpable vicio. Como tampoco vaya a pensar que los libros son todos ellos, desde las enciclopedias a los panfletos de un grupo de discapacitados de izquierdas, discípulos de un maestro Zen -o del tonto oficial del pueblo- que los capacitó para alcanzar el nirvana.

Nada más lejos de la realidad. La inopia, el nirvana o la vida beata, tal y como lo dice Gil de Biedma, el muy ladrón, es una característica añorada por todos los seres vivos que en el mundo somos. Un estado (del alma y para el cuerpo) que nos merecemos aunque, como lo bueno, se reparta poco. Los libros lo adquieren, sin embargo, con mayor facilidad que los hombres. Aquellos, lo adelantamos, una vez leídos y abandonados como al tuntún en cualquier estante (hay que ver cuánto deben saber los estantes con tantos libros encima). Nosotros cuando ya la edad nos cesa de las preocupaciones y quehaceres de la vida activa. Al menos hasta ahora gozábamos de esa posibilidad, pero vaya uno a saber qué le va a pasar dentro de poco si los más Mayores todavía, insisten en seguir jugando a los muñequitos recortables.

Y es que cabe concluir- pues me estoy cansando y ya ni sé a dónde iba-, dándole la vuelta al argumento ¿hay cosa más tonta, más inútil, que un hombre vivido? Mas, ¡qué felicidad acompaña!

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