viernes, 2 de marzo de 2012

Cosas de sombras

-Bien está terminar el día reconociendo que si la racionalidad empírica nos empuja y nos arrastra con toda su tenacidad hacia el extremo opuesto, ello no es, sin embargo, “razón” suficiente para admitir a la par que las sombras -individuas egoístas donde las haya, aunque ni me pregunten el por qué- sobreviven en la añoranza permanente, la pertinaz nostalgia de una vida sustanciada. Las sombras saben bien a estas alturas de la historia (su propia historia y la historia de todas las cosas) que no es sino en lo inconsistente y fugaz de su ser verdadero donde, de común unas con otras, cobran presencia corpórea. Así, si es el caso de verse negadas por nuevas luces [de la razón] encendidas de repente -como, por ejemplo, el flash de una cámara fotográfica [al cual detestan de forma desaforada]- no hacen sino esperar refugiadas, escondidas, como las brujas con las que andan hermanadas, en ninguna parte, allí donde es imposible acercarse por cuanto la luz, sea de la naturaleza que sea, no puede durar eternamente sin la complicidad de una sombra menor que la contradiga, tanto como el mal al bien.

-La falta de consistencia de la sombra de una mano abierta –cuenta Shao Wong- gracias a sus múltiples mañas propias, le hace posible transformarse en lo mismo que un conejo de campo, una gallina o un gallo, águila o paloma, una cabra o un elefante, una emboscada víbora lunar, como si la mano tuviese en realidad una gran connivencia con el reino animal. Pero también, pues la mano también tiene función principal en el arte, hay veces en que se ve capaz de transformarse con algo más de dificultad, en dos naturales del país de Java que se pelean parsimoniosamente por una muchacha ausente, porque ella vive todavía en el mundo real. O, como yo mismo tuve ocasión de hacer un día aun cuando no alcanzaba a ser un gran experto, en un grácil velero que se bambolea por el mar blanco de la pared vacía al empuje del viento del norte, capaz, lo mismo, de empujar los navíos como de helar la tibieza de la noche más serena.

-Surgen sombras en la legalidad de algunos países del llamado hemisferio pobre, donde a los habituales ladrones de cosas -los de almas viven en permanente oración y apenas si se echan a la calle a cumplir con algunos mandados indispensables-, una vez atrapados y juzgados, con la celeridad del rayo, les cortan las manos a la altura de las muñecas para que, mancos, deformados y feos como sólo el dolor extremo deja el rostro, no vuelvan a poder en la vida ni sisar siquiera.
Pero seguido sucede lo inexplicable del asunto, pues no es del todo cierto, aunque se alardee de ello en los foros de turismo, que en esos lugares impiadosos los latrocinios y las acciones propias de los malhechores mengüen, sino que, muy al contrario, el número de denunciantes, en su mayoría extranjeros, víctimas del expolio sigue siendo el mismo hoy como ayer, cuando no es que aumenta exponencialmente de hoy para mañana, y la suma de las cantidades hurtadas, a tenor de los cálculos expuestos por sus legítimos propietarios, bien que sirve y basta para levantar y armar un ejército de pillos, golfos y maleantes esparcidos por el mundo a su conquista traicionera, como agentes declarados de un virus letal, claman las autoridades.

¿De qué manera? Pues de la manera sencilla y fácil como resulta entender que las sombras de esas manos cortadas como ración de embutido rancio, adiestradas en las tales artes de adueñarse de los bienes ajenos, realizan por su cuenta lo que sólo esas mismas manos le pudieron enseñar. Y como ventaja de las sombras es la falta de una corporeidad que, al cabo, fuese capaz de delatarlas y señalarlas culpables [¿qué policía en su sano juicio podría tomarse en serio semejante cosa], resulta que ahora las sombras ladronas de los cacos desmembrados gozan de absoluta impunidad en la comisión de sus tropelías. Como si la poesía pudiera vengar de algún modo la barbarie.

-Podríamos seguir comentando acerca de un sinfín de sombras únicas y modelos en su especie.

Escribir, por ejemplo, de las sombras de las estrellas y de los astros a lo lejos, como ya aparece en la poética nerudiana.

Escribir, no hay razón para evitarlo, de la sombra de la muerte, que si normalmente no aparece con suficiencia en los lugares donde la muerte se mueve como en su casa, ello se debe al negro de los trajes del luto, en cuya superficie malhadada las sombras se confunden y desaparecen a fin de prestarle mayores facilidades al olvido.

Escribir de los resabios de las sombras desengañadas.

De la sombras acechadoras que recorren, fantasmales, las calles desiertas de las ciudades del ocaso.

Y por último, contar de la existencia de una sombra maldita que vive en el mundo aparte de los escritores.

Hablo de las sombras de las palabras que jamás en la vida llegan a escribirse y andan condenadas a vagar por ahí encubiertas por el carácter que le prestan las palabras afines, cuya generosidad ponen a prueba.

Mas ello quizá no pertenezca ya al mundo sensible de las sombras y sí a la parte penumbrosa habida en el seno de las metáforas

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