viernes, 19 de octubre de 2018

APUNTES -I-


Inalcanzable y vacío como un idioma, tuerzo (détournement) el apotegma de Eugenio Baroncelli, que era en origen: Inalcanzable y vacía como una diosa, a fin de convocar a la perplejidad en el asunto. ¿Es inalcanzable un idioma? Así lo será si nos fijamos exclusivamente en la figura del portugués del cual habla Nicolás Fernández de Moratín: Admirose un portugués / de ver que en su tierna infancia / todos los niños en Francia / supiesen hablar francés. Un portugués que, por supuesto, fala en portugués y de quien sabemos por boca de Moratín  padre en su preciso español, como yo, como nosotros los españoles, leemos a Moratín y ya nos enteramos de todo a la vez. De los decires múltiples de Baroncelli, de los de un portugués anónimo, de los de Nicolás Fernández de Moratín y… del precio de los libros. Antes de entrar en el buen entendimiento, hay que entender, sobre todas las demás cosas que se ofrecen a nuestra comprensión entre sus páginas, el precio de los libros [un tema del que no vamos a hablar en esta ocasión, si les parece.

No sería atolondramiento asegurar que entendemos de las cosas en la medida en que poseemos un idioma, el nuestro, mientras dejamos los otros a un lado por inalcanzables. De resulta de los cual, tampoco sería aventura equinoccial (como la del Lope de Aguirre de Ramón J. Sender y posterior película de Werner Herzog) inferir que entender es extendernos en el idioma donde nos inscribieron desde muy chiquititos todavía para protestar. Por ejemplo, oímos fugazmente, o leemos de pasada, de la existencia de algo llamado el imperativo categórico, la dialéctica histórica o la santísimo trinidad y la porcinidad del puerco –cochino, gocho, cerdo, marrano–, salimos en su búsqueda, y no hallando en el mundo cosa alguna con esas señas de identidad a la vista, no nos queda otro remedio –mejor: otra argucia– que recurrir a pertrecharnos de palabras que hasta el momento desconocíamos  (o estaban en otro ámbito; no voy a descubrir las metáforas en esta coyuntura) para entender –que es dar por cierto y bueno– la probidad de tales ‘engendros –criaturas sin forma– conceptuales’, en los cuales, y según vayamos avanzando en la adquisición del idioma propio, creeremos tanto o más que creemos en las cosas de veras. ¿O no se prefiere el ‘secreto ibérico’ a las otras piezas menores y más conocidas del cerdo?

La agradable sensación de estar entendiendo lo que no entendíamos por el mero hecho de contar ahora con las palabras que antes nos eran extrañas, que estaban ahí, sí, en nuestro idioma, pero las extrañábamos como a los extraterrestres que nos vigilan, y más humano todavía que eso de entender lo inentendible, la posibilidad de liar la hebra con quien ayer no podíamos ni parar a disculparnos, no nos deja ver la verdad de los hechos en curso [escolar]: a lo mejor el poder hablar con soltura no significa que hemos entendido, sino que nos hemos enterado. Una diferencia en exceso sutil, apenas si cuantificable, dado que cuanto nos facilitan las palabras no es otra cosa que la posibilidad de argumentar, lo uno y lo otro, a favor o en contra de cualquier tema, pero no tanto argumentar en el sentido de demostrar cuanto en el de convencer o hacernos confiar en lo que puede que sí puede que no, bien revestido de ‘esperanza razonable’. Lo real está en lo ficcional como a la inversa: lo ficcional obra en lo real, siempre y cuando anden por medio las palabras. Las que tenemos y las que nos esperan conforme estiramos el argumento, el bla bla bla, alejándonos de forma harto imprudente del entendimiento de la cosa original en brete, pues, bien mirado, con todos los sentidos puestos en ello, entender sólo puede entenderse como lo entendieron en su día los homosexuales: estar en y ser aquello que se entiende. Pero, entonces, ¡pa qué volver!... al inicio de la conversación.

Supongo porque, por fortuna, nunca acabamos de entender. Y menos todavía, de estar y de ser. Razón por la cual no podemos callar-nos. Si acaso interrumpir-nos y contemplar-nos, de manera harto desinteresada y momentánea, en el silencio del otro (pensemos en Arthur Rimbaud: Car Je est un autre, Teoría de la falsa reciprocidad) en la remota verdad (?) del idioma, de la lengua, sugerida al principio de este escrito, que es inalcanzable y está vacío, o lleno de sí mismo, como la nada a quien aquel representa en el lenguaje con gran acierto y mucha pretensión de concederle un futuro halagüeño. Silencio, vacío, nada, palabras límite, significantes colmo puestos, no obstante, de nuestro lado a efectos de impedirnos caer, simplemente caer. Incluso cuando no tenemos nada que decir, nos quedan algunas voces para lamentarlo.

En pocas palabras, como conviene que nos portemos: hasta para nombrar lo innombrable (Samuel Beckett, teatro del absurdo, poesías experimentales del otro lado, con el telón abajo), el silencio, el vacío, la nada, las hay, abundan las que nos acaban devolviendo al discurso, así sea que fuera de lo que se habla no hubiese vida, porque no se hable de otra cosa. Puede tratarse de una suerte de ‘ecología’ o ‘salvaguarda vital’: “No gastar de la vida, la vida misma, mientras se asiste a su narrativa.” ¿No truenan ya cercanas las cornetas del Espectáculo viniendo desde tan lejos como estuvo Babel en su día remoto?

La respuesta [oposición] a tan lamentable estado de la cosa, magníficamente expresado en la letrilla neo-platónica de la Niña de los peines:  pena me da si te veo / y si no te veo doble / no tengo más alegría / que cuando mientan tu nombre, está en el viento, según otra canción, ésta de Bob Dylan. The answer, my friend, is blowin’ in the wind. Pero sí y no. Una vez más las ‘letras’ nos confunden y nos angostan. La respuesta está en el viento, valga como comienzo, pero ello no puede significar que esté en las palabras arrastradas  por el viento a su pesar, sino en el propio sonido del viento, que es a la par su silencio y el nuestro. Cuando John Cage salió de la cámara anecoica de la Universidad de Harvard, un lugar donde el silencio campa a sus anchas, se mostró desilusionado, pues estando en el interior, completamente aislado, escuchó, pese a todos, dos sonidos, uno bajo y otro algo, dijo. Pidió explicaciones al técnico de la cámara y éste le contestó que había escuchado el “ruido” de su sistema nervioso y el de su circulación sanguínea. El silencio no existe, dicen que sentenció Cage a voz en grito.

Por lo bajo, muy por lo bajo, añadió para sí: Pero se manifiesta.

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