
La anécdota, en verdad, no da para
mucho. El tiempo, sin embargo, sí. Como solía decir mi madre: no estés ocioso, pues enseguida te vienen
los malos pensamientos. Y si no malo, en este caso, si tonto fue lo que
pensé mientras me hartaba de helados de vainilla y de chocolate. Porque pensé,
ahíto de profundidades significamentosas, que el dolor no admite metáforas. Por
mucho que te emperres en imaginar supuestos, jamás duele como la espina de una
rosa; ni como un zapato dos número de menos. Te duele el corazón y te duelen los
pies, y lo demás que se diga son falsos remedios que no dejan de doler aparte.
Convencido me quedé de ello (faltaría
más, pues nada seduce mejor que un tontuna a deshora) cuando caí en la cuenta
de que, pese a todo, siempre duele como aquella otra vez; que el dolor es como
otro dolor conservado en la memoria. O sea, me dije en un primer instante, que
si no tuviésemos memoria, no nos dolería el dolor, sino el hecho de saber que
hasta aquí veníamos sanos.
No sé qué leche intentaba decirme con
semejante bagatela dialéctica, pero si se les cuento de ella, es por albergar la
vana esperanza de que alguno de ustedes tenga ya previsto algo al respecto y,
bondadoso como mi dentista, tenga por favor que le deba el aclarármelo.
Dos. A la caída de la tarde
T. encendió el televisor animada (ya es querer) a escuchar las noticias de la
Sexta. Así fue como, cuando creía tener este mal día superado, en lugar de un
dolor personal e intransferible, comencé a padecer del mal de todos, de ese
dolor social que se expande mucho y mejor que el peor de los virus gripales.
Me río de quienes dicen amargamente que
les duele España, pero bueno, la cosa
no está para menos. Quizá porque como hizo Cristo traspasando la sintomatología
que le afectaba al buen judío a una piara de cerdos, el dolor de España lo
quieran privatizar en cada uno de los españoles/españolitos. Curar por
contagio, habríamos de llamarlo. O el sentido profundo de la privatización de
la Sanidad que tantos síntomas provoca en cada menda. O que sanar España pase
por enfermarnos a todos del Mal de España.
Como la anestesia y alguna que otra
pastilla sin receta me mantenían bastante alelado, lejos de la lucidez que
jamás me ha caracterizado, mi siguiente pensamiento superó con creces el grado
de estupidez de lo que ya había pensado, pues, me dije y le comenté a T. –quien
no pudo menos que mirarme con absoluto desprecio-: cuánta razón tiene el Gobierno. Están
curando la Patria.
No obstante, la visible oposición de T.
a mi entusiasmo me dejó con el corazón
partío. Me sentí forzado a decidir entre ella o España, pero como por
fortuna ya escribo en el día de mañana, lo tengo claro: me quedo con ella y que
España se quede con las muelas (son una metáfora) de lo que me ha quitado.
Tres. No voy a pagar el euro
por receta.
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