.- Me han dicho que se
ha cortado usted la mano voluntariamente con aquella sierra. ¿Es verdad?
.- Sí, señor; y mil
veces me la cortara -respondió el obrero sin mirarle.
.- ¿Y me puede decir
por qué?
.- Sí, señor; porque
me la meneo, me la meneo constantemente, o, mejor dicho, me la meneaba, pues
esa mano maldita ya no me va a hacer pecar ni sufrir más.
.- ¿Pero qué me dice?
.- Lo que oye. Llevo
treinta años, desde que soy mozo, cascándomela todos los días, a todas horas, y
ya no podía más y me he cortado la mano limpiamente, vea usted el muñón. Pero
no quiero que la encuentren, no quiero decirles dónde la he tirado, porque
todavía he tenido fuerzas, chorreando sangre, para deshacerme de ella
.- No sea usted bruto
y dígame dónde está -acertó a balbucir Vega, sin conseguir dar crédito a lo que
estaba oyendo.
.- No, señor, no se lo
digo. Por culpa de esa mano no me quiere nadie ni me quiero yo, y para el trabajo
ya me valdré con la que me queda. Compréndalo: esa mano me robaba la felicidad,
no me obedecía, no era mía sino del demonio. Era ver una mujer, cruzarme por la
calle o por la escalera de mi casa con alguna, o pensar, o mirar las estampas
de la revistas, o sólo recordar, y ya estaba dale que te pego. Ni me he casado,
ni he tenido novia, ni he ido nunca de putas siquiera porque ya la mano, esa
puta mano, decidía por mí, se adelantaba a mis deseos y no se puede vivir,
señor, con esa sensación de culpa. Tengo en el nabo, y perdone la manera de
señalar, marcados los dedos de esa mano que no quiero que encuentren, que no
quiero ver más a mi lado. Y fíjese que no hubiera llegado a esto si me hubiera
dejado en el Lara entregarle un ramo de flores a Lina de Andrés, y verla
siquiera un instante.
.- ¿Lina de Andrés?
¿La vedette?
.- Si, señor, esa
diosa, esa ángel Porque es la única mujer con cuyo pensamiento no me la he
pelado, la única, y como me estaba volviendo loco y no sé lo que me hago, fui a
verla al Lara, a verla sólo, a curarme viéndola, a escarmentar a esa mano, pero
los porteros no me dejaron pasar y luego ya me perdí del todo hasta que hoy me
he cortado esa mano...
Dicho esto, se le
nublaron los ojos a Agapito Muñoz y los enfermeros, resignados a no encontrar
la mano extraviada, le acomodaran en una camilla mugrienta, le introdujeron en
la ambulancia y se lo llevaron de allí
Ese cadáver, págs 140
y 141
Rafael Torres
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