lunes, 27 de enero de 2020

LA INMACULADA MASTURBACIÓN (Antología, XX)

La vio cuando ya estaba en el borde de la piscina. Vestía una bata fresca y floreada, y llevaba el pelo suelto, caído sobre los hombros. Descubrió que el pelo de la mujer parecía más claro de lo que él recordaba y disfrutó otra vez la belleza perfecta de su cara. Ella dijo algo y él no pudo escuchar o no entendió, quizás por el ruido que hacían sus propios brazos en el agua. Los movía para no hundirse, y los sentía pesados y casi ajenos. Entonces ella se quitó la bata. Debajo no llevaba traje de baño, sino un ajustador y un blumer, negros, cubiertos de encajes reveladores. La copa del ajustador era provocativa, y él pudo ver, a través del encaje, la aureola rosada del pezón. La erección que sobrevino fue inmediata, inesperada: ya nunca le ocurría de ese modo repentino y vertical, y disfrutó la sensación de rotunda potencia. Ella lo miraba y movía sus labios, pero él seguía sin escucharla. Ahora no le pesaban los brazos y sólo le importaba ver los actos de la mujer y gozar la turgencia de su pene, que apuntaba a su blanco, como un pez espada cargado de malas intenciones: porque estaba desnudo, en el agua. Ella se llevó las manos a la espalda y con admirable habilidad femenina, desenganchó las tiras del sostén y dejó al descubierto sus senos: eran redondos y llenos, coronados con unos pezones de un rosa profundo. Su pene, alborozado, le advirtió a gritos de la prisa que lo desvelaba, y aunque él trató, no pudo llamarla: algo se lo impedía. Logró, sin embargo, apartar la vista de los senos y fijarse en cómo, a través del tejido negro y leve del brumer, se entreveía una oscuridad más alarmante. Ella ya tenía las manos en las caderas, sus dedos comenzaban a correr hacia abajo la fina tela, los vellos púbicos de la mujer se asomaron, negrísimo y rutilantes, como la cresta de un torbellino que nacía en el ombligo y explotaba entre las piernas, y él no pudo ver más: a pesar de su esfuerzo por contenerse, sintió que se derramaba, a chorros, y percibió el calor de su semen y su olor de un falso dulzón.

-Ay, coño -dijo al fin, y una inesperada conciencia le previno de que todos sus esfuerzos resultarían baldíos, y dejóm brotar, soberanamente, los restos de su incontinencia.  Al fin abrió los ojos y miró al techo donde giraba el ventilador: pero en su retina conservaba la desnudez de Ava Gardner en el instante de mostrar la avanzada de su monte de Venus. Con pereza bajó la mano para palpar los resultados de aquel viaje a los cielos del deseo: sus dedos encontraron su miembro, todavía endurecido, cubierto por la lava de su erupción, y para completar la satisfacción física que lo embargaba, puso a correr su mano, cubierta del néctar de la vida, sobre la piel tirante del pene, que se arqueó, agradecido como un  perro sato, y lanzó al aire un par de disparos más.

-Ay, coño -volvió a decir. El Conde sonrió, relajado. Aquel sueño había sido tan satisfactorio y veraz como un acto de amor bien consumado y no había nada de qué lamentarse, salvo la brevedad. Porque le hubiera gustado prolongar un par de minutos más aquella orgía y conocer cómo era templarse a Ava Gardner, de pie, contra el borde de una piscina y oírle susurrar a su oído: "Sigue, Papa, sigue", mientras sus manos la aferraban por las nalgas y uno de sus dedos, el más aguerrido y audaz, penetraba por la puerta trasera de aquel castillo encantado.

Adiós, Hemingway, págs 99 y siguientes
Leonardo Padura

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