Mota Marín me decía
que había que tirar para atrás despacio pero con fuerza, sin importar que
doliera. Pero a mí, más que dolor me daba angustia, la sensación de que la piel
o algo por dentro se me iba a rajar y me iba a salir sangre. Me sentaba en el
retrete y probaba. Despacio, me acordaba de Mota Marín y pensaba que yo tenía
algún defecto, que la piel no podía ponerse tan tirante, que se me iba a
romper. Era un dolor muy fino, casi no era dolor. El Sebas también decía que
así no se podía follar, que el pellejo tenía que correrse para atrás, llegar
hasta el final. Al apartar el pellejo me asomaba aquella boca en miniatura,
aquellos labios, como si fuese el principio de una cara cubierta con una
capucha. Los labios de mujer, allí dentro. Me habían salido dos pelos muy
largos y yo los miraba, descansando de la angustia. No sabía por dónde me
tenían que seguir saliendo pelos. Tiraba otra vez, la última, con un poco más
de fuerza, y luego me quedaba acariciándome la piel, aquellas venas que me
estaban saliendo, despacio, verdes, hilos morados, despacio, el crucifijo y la
respiración, los labios, la voz de Luisa, la piel bajándole por el cuello, el
peso caliente de la carne en mi mano, derramada despacio, la boca, yo pegándome
a la lana áspera de su chaqueta, oliendo su olor, empezando a restregarme
contra ella, mi mano en la blusa blanca, apretando, suave, rozando por encima de
la tela, la raya verde de pintura en sus ojos, ella dormida, tumbada en la
cama, de mi hermano y yo desabrochándole la camisa, los botones blancos, los
labios con la crema rosa, los boquetes de la nariz, acercándome a su boca,
respirando su respiración, la tela transparente del sostén, caliente, yo
chupando la tela, chupándola, el encaje entre los dientes, los hilos, el sabor,
y mi mano moviéndose, rápido, rápido, y el cuarto de baño achicándose,
estrecho, rápido, cayendo por un túnel, la voz de la tía Manolica, el niño, los
pechos, sangre, la gruta, los dientes de Luisa, riéndose, mirando a mi hermano,
los dedos de Eva en la carpeta, el relámpago de su cara, el asco, el desprecio,
respirando, despreciándome a mí mismo, el odio a Luisa, su voz, respirando,
viéndolo todo, las toallas, la bañera, como si despertara de un sueño, el
espejo, los tarros de colonia, con miedo de haberme quejado en voz alta, oyendo
los ruidos de la casa, los pasos de mi madre, una voz que preguntaba por mí.
El espiritista
melancólico, págs. 31 y 32
Antonio Soler
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