Paquito, amurrado,
quedó silencioso, consumiendo copa tras copa de champán, inquieto porque aunque
hacía cinco minutos que había comenzado el último acto, aún no ocupaban sus
lugares en el palco. Cuando por fin volvieron a sus sitios, Blanca hizo un tubo
con el programa. Lo irguió, acariciándolo tiernamente, repetidamente con la
otra mano, de arriba para abajo y de abajo para arriba. La mano izquierda de
Paquito, ansiosa de no perder el precioso tiempo que le quedaba antes de
finalizar el espectáculo, ya hurgaba entre los muslos áridamente separados de
Blanca, en ese capullo viscoso cuyo pistilo se proponía enloquecer.
Comprendiendo la sugerencia del programa enhiesto, con la mano libre se buscó a
sí mismo, soñando que la caricia que Blanca le prodigaba al programa se la
estaba prodigando a él, para sí alcanzar un éxtasis de amor paralelo al de Elsa
y Lohergrin a orillas del río de Brabante. Ahora. Ahora mismo. Era cuestión de
prolongar el dúo apasionado unos minutos más porque aún no llegaba el cisne...
Cuando el tenor
comenzó "in fornen land..", Paquito y Blanca, tensos, cerca del éxtasis,
agitados, permanecían sin embargo casi inmóviles. Ella mantenía el sonriente
rostro fijo, resplandeciente con las luces del drama escénico, pero en secreto
rotaba las caderas, la dulce parte de abajo de su cuerpo sumida en la oscuridad
y adherida a la seda del vestido y del asiento, conservando, sin embargo, el
torso perfectamente quieto. Desde el fondo del palco el conde de Almanza
contemplaba con indecible arrobo tan furtiva como eficaz calistenia. No había
perdido ni un gesto, ni un movimiento, ni un segundo del tierno devaneo de esos
dos palomos, recordando, no sin una medida de nostalgia, algo no muy diferente
-tomando en cuenta las dificultades presentadas por la indumentaria femenina de
hacía quince años- que sucedió en ese mismo palco con Casilda, en presencia del
cegatón de su marido: daban, hizo memoria, "La judía", de Haléry.
Embelesado, rejuvenecido por el ritmo sutil pero enloquecedor de los jóvenes,
que se iba haciendo más y más frenético a medida que las sudorosas exigencias
de amor crecían en escena, el conde se unió a la exquisita Blanca, a Paquito, a
la música que los transportaba en su sensualidad declamatoria, que él iba
siguiendo y compartiendo.
En el momento en que
el tenor revela ser hijo de Parsifal y concluye la romanza con un tutti de la
orquesta, Blanca, Paquito y Almanza se estremecieron al unísono.
La misteriosa
desaparición de la marquesita de Loria, pág 25..
José Donoso.
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