Detesto comer solo.
Máxime si cae el día en domingo, salgo de misa –adonde no voy hace años porque
las aglomeraciones me espanta-, entro en un bar, me tomo una cerveza –también
abandoné la cerveza por culpa de la hernia de hiato y desde entonces nada más
vino tinto, el blanco engaña- que me abre aún más el apetito, pero como no
tengo una casa a la cual volver, nadie ha puesto la mesa pensando en mí –una
mentira que favorece el argumento-, en las jambres que me entran, como a
cualquiera, cuando se acerca la hora de comer... (es riguroso el estómago con
los horarios. Si no fuese porque el estómago nos aprieta cada equis tiempo
quizá nadie habría inventado el tiempo y Suiza sería un país ficticio y
viviríamos tan felices sin capitalistas)... decía que acercándose la hora de
comer y más solo que la una –otra vez el puñetero horario- me veo obligado a
meterme en la primera casa de comidas más a mano, y dejarme de ensoñaciones:
como esa del capitalismo maldito. Entro, pues, en el restaurante. Me siento a
la mesa. enseguida, como si la urgencia fuese suya y no mía, se me acerca un
camarero –lo sé porque lleva un cuco delantal- y me pregunta: ¿Le tomo nota o
espera a alguien? La duda me desconcierta. Peor aún, notar que hasta el
camarero intuye mi desamparo, me saca de quicio. Tanto me crispa, que estoy dispuesto
a levantarme de la silla y salir corriendo de allí. Pero he desdoblado la
servilleta. Me la he puesto sobre la rodilla. Tengo un hambre de perros. La amabilidad
del mesero me desarma cuando comprendo que soy quien lleva las riendas del
asunto y, cabalmente, no me cabe otra que seguirle su juego. No. Estoy solo.
Sírvame el menú del día. Sin embargo, hoy no me siento lógico, y en lugar de lo
debido me atrevo a responderle: Somos dos. No creo que tarde mucho. El garzón –también
llamado así- se retira prudente y yo me quedo mirando hacia la puerta con
desmedida atención, como si en realidad pudiese ocurrir que apareciese aquel a
quien espero con impaciencia. Cada rato miro el reloj para apoyar mi
estrategia. Finjo que hablo con alguien por el móvil. Me revuelvo incómodo en
el asiento. Vuelvo a mirar el reloj. Vuelvo a llamar. Sucede, entonces, que
entra un hombre de mi edad. Por su manera de escudriñar entre la concurrencia,
deduzco que busca a alguien. Levanto el brazo. Agito la mano en el aire para
llamar su atención. El hombre me ve. Hace un gesto de extrañeza, como si le
costara reconocerme. No se decide, pero, finalmente, se dirige hacia mi mesa
con pasos firmes. Me levanto. Nos saludamos. Luego le recrimino la tardanza. Él
se disculpa. Nos sentamos. Vuelve el camarero y nos inquiere: ¿Les sirvo ya? Si,
por favor, dos menús. Para mí sopa de primero –muy caliente, por favor- y de
segundo brocheta de pescado con patatas fritas en lugar de ensalada. ¿Y tú?
¿Yo? Lo mismo. ¿Para beber? Vino. Agua. No todo iba a ser perfecto.
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