La noche que vi a Artur
Mas y Felipe González dialogando alrededor de una mesa vacía, empecé a temer
que algo malo se nos viene encima. Verlos tan conformes el uno con el otro, me
dio por pensar que algo muy distinto y peligroso debía rondarle en los adentros.
Y recordé, a la ligera, un añoso artículo de Rafael Sánchez Ferlosio donde,
entre bromas y veras, mostraba (Rafael es incluso más prudente que
Wittgenstein) la falacia de los diplomáticos que hablan y hablan y hablan hasta
ponerse de acuerdo en un fotográfico apretón de manos, mientras a sus espaldas
ya se están dando de hostias los de la una y la otra banda. Azuzaba a este
menester innoble la sana riña española de bar. Aquí, ahí, los insultos son
verdaderos escupitajos que sólo interrumpen en sus rosarios de ida y vuelta: eres...eso lo será tu padre- los
momentos de emplazar a salir a la calle y pegársela como hombres. Sobra comentar
que el tiempo transcurre a su aire y las botellas se vacían al mismo ritmo de
las arcas de un Estado corrupto, así que cuando toca, en efecto, salir a la
calle, es tan de noche, está tan oscuro, que ya no queda ocasión sino de recordar
el tortuoso camino de regreso a casa, dando por obvio que mañana más.
Siempre he creído –y Robert
Burton me daría la razón- que la mala baba, la castiza mala leche, hay que
soltarla de inmediato, como el meo. Caso contrario –semen retentum venenum
est-, la acumulación de la bilis –negra, amarilla o colorá- corroe las
entrañas, agría el carácter y cuando por fin salta, lo hace en forma de
disparate irresoluble. De modo que me hubiese gustado ver a González y a Mas
perorar como dos viejas fieras corrupias que intentan arañarse y arrancarse los
pelos (esto por pura envidia de sus frondosas cabelleras), así estuvieran en
Sálvame y no en Salvados. Insultase. Amenazarse, mientras el inefable Jordi
Évole volvía, vez tras otra, a llenarle los vasos de Blanco del Penedés y Tintorro de La Mancha. En cambio, los miraba
tan modositos, tan comadres en bautizo, que me entró el mismo miedo primigenio
que a los bichos caseros al oler el humo, y todavía sigo corriendo camino de
Gibraltar, que es cuesta abajo.
Ya sé: es cosa mía. Pero
yo, por si acaso, les advierto sin por ello ser agorero. ¿Ya Quisiera!
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