(A Loren)
Aún cuando vayan a
concluir en lo mismo, de principio no son iguales. Me refiero al nacionalismo
establecido y al nacionalismo en ciernes. El Padre que se niega a morir, a
ceder las riendas de la Casa, y el Hijo que quiere empezar a vivir
independiente.
Ortega pretendió
vertebrar España corporizándola de tal forma, que en la sola pérdida de uno de
sus miembros –por minúsculo que fuese éste; pongamos: el dedo meñique de la
mano zurda- ya veía él su descomposición. Hoy mismo, desde Vidal-Quadras, con
su anti-autonomismo rancio, hasta Julio Anguita y su pretendida solución de los
males patrios en escapar del Euro, insisten –detrás por delante- en ello, como
si siguiera primando en sus cabezas trasnochadas la fórmula joséantoniana de: España, una unidad de destino en lo
universal, la cual dejó de tener sentido con la pérdida de la última de sus
Colonias, para su dudosa universalidad, y no cuenta desde entonces, desde los
cantos nostálgicos del 98, sino con mantener a flote lo precario de su unidad.
La metáfora orteguiana se
corresponde de tú a tú con el Estado-Nación. Un Estado (circunstancial)
necesitado de un cuerpo grande, compacto, por no decir apretado, educado en la
trascendencia de su ser, capacitado para enfrentarse a los Estados vecinos,
presumible amenaza. Y una vez asentada la metáfora, vuelta pura literalidad, en
efecto: ha de sobrevenir catastrófica la ruptura, parcial o total, del corpus
aludido en ella.
Pero, ¿qué pasa cuando el
susodicho Estado-Nación no es lo que era en un mundo globalizado y, más
relevante, inconquistable por una de sus partes? ¿Cuándo el Leviatán no es el
Estado y sí ese otro monstruo del Mercado, cuya mejor costra defensiva en su
intangibilidad, la imposibilidad de desvirtuarlo? Por curioso que nos pueda
parecer, pero a los hechos me remito, viene sucediendo lo contrario a lo que
cabría esperar. Resurgen (por doquier, diría el cursi) los nacionalismos, la
esperanza gozosa de llegar a sr –a izquierdas y derechas- ese Estado-Nación de cuerpo
hercúleo, un semi-dios. Si la Casa del Padre está en ruinas por su mala
gestión, hora gana el Hijo de poner Casa propia. El eterno retorno de lo mismo.
El romanticismo del pueblo por el pegamento casero que, él sí, vertebrará un
cuerpo chiquito pero atrevido. Nostalgia. Pura añoranza de una metáfora con
suerte, alimenta el nacionalismo en ciernes. La misma que debió sentir Ulises durante
su venturero regreso a la Ítaca de sus amores, para al llegar descubrir que nadie
sino el perro le reconocía; que sólo el perro –achacoso- conservaba el recuerdo
de su olor, una vaga presencia se mire como se mire.
Como ocurre con caso todo
y casi siempre, aquellas diferencias entre el nacionalismo establecido y el que
busca su lugar estable, nada más se mantienen en vigor durante el entretanto. Los
cuentos acaban para no contar que lo siguiente fue un volver a empezar. En este
caso, cuando el anti-nacionalismo que arrastra el ‘hecho diferencial’ (la
habitación que el Hijo decora a su gusto y en contra del gusto del Padre)
pierde su acontecer destructivo y se convierte en defensa acérrima de la Casa
recién reestrenada. Entonces es cuando a Penélope se le desvela que Ulises, el
esperado Amor a quien le guardaba la ausencia, es tan acosador como el resto de
los príncipes que le hacían la corte. Pero entonces, ya no tiene de quién
independizarse. Y esto no se lo deseo yo ni a los catalanes ni a los vascos ni
a los gallegos ni a los andaluces... etcétera... y ni siquiera a los españoles
que por no quererse de ninguna parte en concreto (ni siquiera del Paraíso donde
sea que el mismo dios nos concediera la ciudadanía), nos íbamos a quedar en una
España que, de tan menguada, se volvería aún más agobiante. Porque las formas:
apenas cambian.
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