Decía Marià Manent: nadie puede saber a ciencia cierta si ha
sido o no elegido (prólogo a los poemas de Emily Dickison. Visor). Da igual
para qué. El no saber ofrece esa ventaja para así hacer cuanto te venga en
gana, pues si constas entre los elegidos, será que cumples con tu dever, y si
no, ¿qué importancia –por no decir realidad- puede tener? Hagas lo que hagas. Dejes
de hacer lo que no haces. Un principio de incertidumbre semejante es lo que
sazona el gusto la vida.
Pero ayudaría mucho
conocer si hemos sido seleccionados tanto como si no. Todavía más, para qué
hemos sido elegidos en concreto o de qué se nos ha excluido a la fuerza. Por ejemplo,
uno se sabe elegido para estar entre los idiotas que sostienen el mundo sobre
sus anchas espaldas. Entonces, como nadie es idiota del todo: no te dejan,
procurará adaptarse a su misión de la mejor manera posible. Se entrenará en el
gimnasio, se dopará, cuidará su cuerpo con alimentos apropiados; en fin, se
pondrá fuerte como un roble para que la carga del mundo encima no le doble en
demasía. Y se tomará a sí mismo como alguien importante, destinado. Se sentirá
reconocido: Mira ese idiota, lo cual
le aportará una gran satisfacción. Serenará su alma, que de otro modo se
mostraría inquieta, agitada o agitanada, y hasta podría ser que con ello
provocara un movimiento sísmico de consecuencias desastrosas.
También pudiera ocurrir
que quien quiera que fuese, no se conformara o conformase, obligándose a pensar
que él no es un idiota. Craso error –sin duda ocasionado por su natural falta
de entendimiento-, porque idiota lo es pese a todo, sólo que no está entre los
elegidos. O sea, que es un idiota cualquiera, pero no el idiota de Dostoievski.
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