
Vivir, aseguran, es un
viaje. Tal el de Groucho Marx: desde la nada a la más absoluta de las miserias,
aunque esta sentencia –rotunda como la redondez lampiña de una bola de billar-
a quien más le correspondiera asumir, visto lo visto, es a su primo Karl.
¿Quiere decirse que sin la gracia del viaje no viviríamos? Pues a mí, señor
mío, me va más la vida sosa. Quedarme en casita y compartir mis ralas aventuras
con las musarañas, que son las que pagan el alquiler. Así las cosas, cuando mi
padre –vino a verme en expreso para ello- me sugirió que me hacía falta
tratamiento, para no desairarlo: asentí, con la condición innegociable de que
las visitas fuesen a domicilio: el mío. Y sucedió. Un día a la semana me visita
el arregla-cabezas y durante cincuenta minutos le cuento todo lo que no me
pasa. Él se muestra muy interesado. Me escucha atento y de vez en cuando hasta hace
unas rápidas anotaciones en su libreta moleskine. Para qué, ni lo sé ni mi
importa. Es su problema –a medias con mi padre que corre con los gastos. A sesenta
euros al día, cuatro días al mes, para agosto, o a más tardar en septiembre,
habrá ahorrado lo suficiente para pagarse un viaje a la Patagonia, donde sea
que empiece a vivir, él también, en la inmensa soledad por donde solo cruzan
las vacas, animales muy poco dado a la cháchara, pero con una mirada harto
comprensiva.
Lo terrible de escapar a
ciegas del laberinto, es que allí te espera Ariadna para desmontarte cualquier
grandeza que tú ya le concedías a la aventura.
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