Decía Michel Foucalt que
los males de esta tierra nos caen encima como rebaja de aquellos muy peores que
nos esperan en la otra vida una vez se celebre ese gran Juicio final donde
todos nos veremos las caras. Sin duda, el Ministro de Justicia celestial debe
ser un viejo juez español a quien le alcanzó la muerte de forma accidental,
visto lo que se demora ese esperado momento, cuando un ujier casposo anuncie la
Audiencia pública que los muertos en prisión preventiva (algo así como el
purgatorio) recibirán como agua de mayo, dada la facilidad con que los humanos
tendemos a considerarnos inocentes de cualquier cargo. Igualmente, que otros, gozando
entretanto de libertad condicional (en el limbo) teman el maldito juicio como a
una vara verde, pues recelan si no saldrán a la luz pruebas contra ellos que,
no obstante, en vida lograron esconder.
Sea como sea, la Causa sigue abierta, y por muchas triquiñuelas legales que
sepamos introducir en su instrucción, el Juicio final tiene su final (valga el
pleonasmo) anunciado.
Lo que me sorprende y me
obliga a dudar, es la falta de confianza –esto es: de fe- que muestran en ello
los representantes del Cielo en la Tierra en su afán de adelantar el
acontecimiento con leyes que aquí mismo nos castiguen el menor atrevimiento. En
principio –si Foucault tuviera razón, cosa que yo no me atrevo a discutir siendo
quien es el francés- parecen no creer en la Eternidad. Si la pena puede
rebajarse o ampliarse por un Tribunal superior, ocurre que hasta el tiempo
tiene caducidad, y lo justo –conforme criterio propio- no puede ser menos que
la Perpetua. Pero tampoco se entregan ilusionados a la ecuanimidad de
dios-padre, convirtiéndolo de inmediato en un dios caprichoso –y hasta
corrupto, me atrevería a apostillar-, capaz de conmoverse con las voluntariosas
palabras de su único hijo: padre, perdónalos porque no saben lo que hacen.
Y eso, como no sabíamos que tales cosas constituían un grave pecado, papi-dios
acaba perdonándonos, si bien no para siempre: hasta que de verdad nos caemos
muertos hechos polvo. como por si acaso no. Lo cual, encontrándolo de lo más humano, la coartada de que equivocarse lo O sea, ¡ni siquiera
creen en la resurrección de la carne! Piensan –es un decir- que si ellos no
actúan poniendo en su sitio a cada uno, acabaremos todos yéndonos de rositas.
Pues no. Mientras ellos tengan la representación, juran por dios –como la Escarlata,
oye- que aquí no se salva nadie. Por si
acaso. Como los linieres en los fuera
de juego, pitan por si acaso lo estábamos, tanto es, también pasa a depender de
la mala leche que se tenga y con qué equipo se juegue.
(nota bene.
Santo Tomás de Aquino: Lo
suyo no supera las consignas aristotélicas de un astuto sofisma.
El Gallego: Mais, ¿a que
mola?)
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